Gané porque tuve la razón, perdí porque hubiera querido estar equivocado.
Gané, adiviné, porque en pleno 1959 advertí: “¡Esta gente van a acabar con Cuba!” Perdí porque tuve la razón, perdí porque ni yo mismo me lo creía, perdí porque pensé que estaba exagerando.
Tuve la razón porque dije: “Fidel Castro será peor que Batista, se enquistará en el poder y su tiranía será eterna”.
Y ahora representa una sensación agridulce observar a Cuba en la distancia; tener la razón me llena de orgullo, sin embargo, preferiría haber estado errado.
Ni por la cabeza me pasó que la destrucción física y moral sería de tan inmensas proporciones; Cuba es un infierno, cenizas, derrumbes, oscuridad, un tuerto, el cangrejo, su afeminado padre, mil abominables generales viviendo mejor que los reyes. Y unos turistas y mariposas haciéndose de la vista gorda ante los escombros y calamidades.
Un país que ni país se le puede llamar, una nación que al terminar 1958 estábamos compitiendo en todo con los países más desarrollados, y hoy hasta Jamaica y Haití nos parecen mejores que el que una vez fue nuestro.
Cubanos desesperados en colas para conseguir pollos anémicos, refrigeradores vacíos, sin electricidad, fuegos incontrolables, protestas reprimidas a sangre y fuego.
Es tan triste, tan desoladora la situación imperante en la isla, que hasta el diablo la observará sorprendido y dirá: “¡Pa’su madre, aquí en el infierno estamos mejor!”
Quizás Cuba sea el único país del mundo en que el 98 por ciento de la población desee ardientemente abandonarlo, salir de ahí, huir, y lo que enfurece es tener que ver a los herederos de los causantes de nuestra tragedia.
Y hoy en agosto del 2022 me atrevo a hacer una nueva predicción: No alcanzarán las ceibas y las cabuyas para ahorcar a los culpables de la aniquilación del archipiélago cubano.
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