Crónicas de Martí sobre el Día del Trabajo Nueva York, Septiembre 5 de 1884

Written by Libre Online

31 de agosto de 2022

Señor Director de La Nación:

Han decidido, los artesanos de los Estados Unidos que el primer lunes de cada Septiembre sea un inmenso día festivo para todos los trabajadores de la Nación: ¡martillos abajo! ¡almas arriba! ¡los niños, a caballo sobre sus padres! Los que edifican el mundo, quieren enseñarse una vez al año a él: así, ante el espectáculo solemne, se decidirán a obrar en justicia los abusadores, y entrarán en miedo los déspotas: mal le irá, al que quiera sentarse sobre todos esos hombres.

UNA COLUMNA DE 20,000 

TRABAJADORES

¡Qué ejército, qué ejército el que el 2 de Septiembre de este año paseó sus formidables escuadras por las calles más concurridas de Nueva York! ¡Qué hermosura, qué aseo, qué grandeza! ¡Veinte mil eran, hombres y mujeres! Antaño con poner un rey la mano sobre el hombro de un calientachismes de palacio, o un cercenador de hombres, o un guardador de la puerta por donde entraba a robar placeres la Majestad, ya lo hacía caballero: ogaño, ver a estas gentes humildes, a estos pobres alegres, a estos viejos honrados, a estas mujeres enfermizas, a estos creadores de sí propios, es como recibir un título más decoroso y limpio de nobleza: “Hombre te hago”, dijo el Creador: y le puso en los labios la palabra, y entre el cabello y los ojos un cintillo de luz: desde entonces, ni ser duque, ni marqués, ni conde, ni vizconde, ni barón, es ser más que hombre: ¿cómo el que hereda una fortuna ha de ser más noble que el que la fomenta? ¿cómo el que vive a espaldas de los suyos, o al amparo de castas favorecidas, ha de merecer más respeto que el que forcejea por abrirse paso en la tierra difícil, con la pesadumbre del desdén humano encima, abandonado a sus esfuerzos propios? Gusanos me parecen todos esos despreciadores de los pobres: si se les levantan los músculos del pecho, y se mira debajo, de seguro que se ve el gusano. —Cuando el pobre exagera sus derechos, rebánensele sus pretensiones en buen hora,—-que nadie tenga un derecho que lastime el de otro; pero repudiar como a criaturas que manchan y avergüenzan a aquellos cuyas virtudes pacientes y admirables ni por un solo día serían capaces de imitar los que las repudian,—es una vileza digna de un castigo público.

PROBLEMAS GRAVES Y PAISAJES NUEVOS

Este año, no hubo aún aquel día general de asueto y regocijo que los trabajadores quieren que sea cada lunes primero de Septiembre. La idea es nueva, y, aunque creció pronto, ni los dueños de fábricas han asentido todavía a la demanda de los obreros, ni todos éstos pudieron, por ir a la fiesta, privarse del salario del día que habrían perdido: de modo que se organizó una procesión ostentosa a que las corporaciones más entusiastas o ricas acudieron en masa, y otras enviaron, como a la fiesta campestre con que dio fin; centenares de representantes.

Pero en las calles y plazas por donde había de pasar la procesión, todo era desde por la mañanita, en los copos de los árboles, en los botones de bronce del uniforme de gala de los policías, en los vestidos alegres de las familias que iban a ver marchar a sus padres, en los pabellones que engalanaban muchos de los establecimientos de la carrera. y en todas aquellas almas tan a menudo acongojadas, todo era sol.

Sol hubiera habido, aunque el del cielo se hubiera entoldado: dondequiera que el hombre se afirma, el sol brilla.—Rayos de sol traveseaban por entre la festosa muchedumbre que llenaba las calles la mañanita de la procesión de trabajadores. De entre los crespos rubios de los niños de los pobres, salían los rayos del sol, cuchicheando, y revoloteando. Resplandecían, como premios sobre los martillos de los artesanos. Subían, como duendes, por los postes de la luz eléctrica. Daban sobre las ventanas, como invitando a las gentes donnidas a que se levantasen y las abriesen, para ver pasar a los héroes humildes, que cual los hindús a las plantas del elefante blanco, se acuestan en la tierra para que la humanidad pase: como andas son los trabajadores, en que viaja el mundo. Y se quebraban los rayos de sol sobre los alambres del telégrafo, y se detenían a ver pasar la procesión, como pilluelos, cabalgando en ellos. —Mera casualidad es que haya día bueno o malo, y poesía barata y desdeñable la que hiciese hincapié en ello; pero da gozo ver que la Naturaleza une sus galas a las del espíritu, y se pone de fiesta cuando lo está él; lo cual agradece el alma, que se place en el bello conjunto, como si la Naturaleza hubiera contribuido- a él intencionalmente.

LOS POLITICIANOS

Ya viene, ya viene la procesión.—La gente está apretada en las aceras. Limpísimo está Broadway, como las calles de Roma cuando iban a entrar los triunfadores. Los «politicianos», que no son los politicastros o malos políticos, sino los políticos de ruin ralea que trabajan en los bastidores de la gobernación pública por logrería y oficio, culebrean por entre la turba, como serpientes de ancho vientre y rostro rojo, con diamantes, grandes como crímenes, en la pechera de la camisa: como plata bruñida brilla la camisa de estos rufianes de las ideas; nótase siempre que los que no poseen una cualidad, son los que ponen más empeño en aparentarla: cuidan mucho de su limpieza exterior estos “politicianos». Y van gordos, macizos, sonrientes, relucientes, como quien vive de holganza provechosa: se parecen grandísimamente a los canónigos de antaño; sólo que éstos rezan sus Horas en la ley del sufragio universal. La religión de la libertad, como todas las religiones, tiene sus augures; y la lámpara del espíritu, como todas las lámparas, tiene sus vampiros. El mundo animal está en concreción, en toda asociación o persona humana: cada hombre lleva en sí todo el mundo animal, en que a veces el león gruñe, y la paloma arrulla, y el cerdo hocea;—y toda virtud está en hacer que del cerdo y del león triunfe la paloma. Y estos «politicianós», de cervecerías y esquinas, estos falseadores de la opinión pública, estos corredores de votos, son como los- cerdos de las instituciones políticas: sólo el ojo vulgar puede confundirlos con el león, que fulmina y arremete, o con la paloma que del suyo propio, y de todo dolor ajeno, suplicando, muere.—¿Y la procesión? ¡Ya viene, ya viene!

Cuesta trabajo reprimir las ideas cuando el sol esplende, los trabajadores marchan, y el mundo se hincha. Parece que se ve en el aire una bandera nueva, y se la sigue. Cuando se ve surgir el pabellón que guía a la redención humana, el hombre, como un manto que le estorba, deja caer a sus pies la vida diaria y común, que le ha sido impuesta como un uniforme de conscripto que lo enmascara y oculta,—y luce con sus arreos de batallar, claro y brillante como un astro.

Los «politicianos», gente de bajos, que no alcanzan a ver lo que sucede en las alturas, continúan, su camino por entre la muchedumbre, aguzando las pasiones de la gente, inculta, dejando caer en sus oídos, como áspides, suposiciones que en aquellos pechos lastimados y sencillos, se convierten luego de serpientes en llamas, que cansadas de comer en lo interior el pecho que las aposenta, les encienden la lengua y los brazos, y se salen de ellos por todos los poros, y se juntan con todos los que sufren y llamean; y queman y devastan, en una hora de mortal incendio, que limpia, pero que aterra al mundo» Los «politicianos» malogran y envenenan todas las grandes batallas del espíritu. Criminales públicos son estos calumniadores de oficio.  

LOS IRLANDESES Y SU INFLUJO

Y como ahora hay cuatro candidatos a la Presidencia de los Estados Unidos, y los cuatro apetecen el voto de los obreros, los «politicianos» están muy ocupados: unos, que prefieren a Blaine porque no les lleva a mal su modo de trabajar en política y sacar provecho de ella, acusando a Cleveland, el candidato de los demócratas, que no tiene alas en la mente, mas sí pies macizos, hechos a hollar abusos; otros que sin querer bien a Blaine sirven a los que tienen miedo  de ciertas aficiones librecambistas de Cleveland, encendiendo, con encomios a Butler, que usa ahora de estas armas, los odios de la gente de trabajo contra la de dineros, y los de los irlandeses naturalizados contra Inglaterra:—y la verdad es que los odios de los irlandeses, como que éstos representan innumerables votos en la hora de las elecciones, votos que los candidatos ignominiosamente cortejan, influyen de manera lastimosa en la política norteamericana, y en asuntos gravísimos la dirigen: ¡sí, en la misma ciudad pasa, por la cual, como una secreción contagiosa, se va extendiendo, no el marcial espíritu de los irlandeses preclaros que batallan por las libertades de su tierra, sino cierta alma harapienta y canina, que trae consigo, arrebujada en sus andrajos, la muchedumbre páupera de Irlanda!

Da miedo ver cómo crece esta alma interesada, odiadora y dura. ¿Que se derriben templos? Aquellos donde se predique el odio, o la intolerancia, vénganse abajo en buen hora; pero ¿templos? ahora se necesitan más que nunca templos de amor y humanidad que desaten todo lo que hay en el hombre de generoso y sujeten todo lo que hay en él de crudo y vil. Se está en peligro de una revuelta enorme. Y en estas ciudades grandes, hechas de residuos de pueblos enconados y coléricos, donde el dolor, cuando no se exhala en grito de venganza se petrifica en egoísmo; en estas ciudades populosas, hechas de retazos ardientes, los templos han de erigirse a toda prisa. A barcadas viene el odio de Europa: a barcadas hay que echar sobre él el amor balsámico.

Ahora sí que viene la procesión, ahora sí que viene: no en las aceras sólo, sino en las ventanas de estas altísimas casas rebosa la gente; castellanas no son ni señorías, asomadas a los balcones de piedra del castillo, en sus vestidos de talle largo con mangas colgantes, a ver pasar, trémulo el corazón y enamorados los ojos, los fuertes caballeros que van, con su gente de armas a la zaga, camino de la guerra: son mozos y mozas, con blusas y delantales de trabajo, que se han levantado un momento de sus máquinas de hilar, de coser, de recortar, de plegar, de engomar, de agujerear, de colorear, de escribir, de encuadernar, de parar letras, para ir a saludar con sus pañuelos a los que por la ciudad pasean en procesión, como santidades nuevas, sus méritos y sus dolores.

A sí mismos se ven en los que pasan, y se les llena de amor de hermano el pecho, y los ojos de lágrimas de lástima por sí propios, por su rincón doméstico, sin sosiego y sin abundancia, por sus largas desocupaciones sin. salario y sin consuelo, por sus niños y sus viejos, siempre coléricos y necesitados; pero la atmósfera está tan encendida y lúcida, los procesionarios llevan tan buena apariencia, tan altos hurras da al verlos la gente, que las lágrimas se les secan en los ojos a los obreros asomados a las ventanas, y se vuelven a sus máquinas consolados como la tierra después de una ligera lluvia.

Repliégase la muchedumbre sobre las aceras. Aparecen, abriendo el campo, los policías fornidos a caballo; casco blanco luce, mas no es ya de acero, sino de felpa, lo que indica que otros tiempos nacen aunque los viejos no Jian desaparecido todavía. Ya los aplausos vuelan por los aires; ya se escuchan los pífanos alegres y los atambores; pero el que viene a caballo, y muy bien montado, a la cabeza del séquito no es, como antes, el trompetero de ricas- vestiduras, con su trompeta de banderín bordado, caballero en animal de pro, de suntuosos paramentos; ni el tamborilero de chupa roja y calzón corto, encaramado en el arzón de la montura, colgándole las piernas por entre ambos tamboriles, montados entre enaguas de carmesí y de oro al uno y otro lado de la cruz de la cabalgadura: gran mariscal de los trabajadores es el que abre la marcha; y tras él, como precediendo a los diversos gremios que vienen en el séquito, rompe en encendidas músicas una banda de la milicia voluntaria:—la música de las bandas es como un hada invisible: en las ciudades invita a la alegría, al perdón y al movimiento: en campaña, pone las armas en manos de los combatientes.—Estruendo se oye; pero no de arcabuces: mástiles se ven, pero no de lanzas; son las lanzas de la guerra nueva, las chimeneas delgadas de las pequeñas’ máquinas de vapor que por las mañanas, no bien rompe el día, comienzan a subir por las alturas, a no parar hasta los bordes de las nubes, los materiales con que fabrica New York sus casas gigantescas. Por el cielo se están entrando los hombres: Babel es la tierra toda: sólo que ya no se confunden las lenguas.

Cuernos, caracoles y campanas han llamado hasta ahora a los hombres al trabajo: ahora los llama el pito de vapor, que no se pierde como aquéllos en el eco, ni tarda en atravesarlo, sino que lo hiende y domina, y no admite demora ni réplica. Todo lo que es, es símbolo: la conciencia humana crece: el trabajar no es hacer mérito, sino obedecer: la arrogancia de la voz que llama al hombre al trabajo, indica que se está seguro de que éste ha de obedecerla. Suena el pito de vapor imponente, despótico: y el hombre se pone en pie, contento, como si hubiese sentido sobre el hombro una mano de luz.

Por toda la procesión van estas lindas máquinas alegrando: almas parecen, que están hoy de fiesta,—almas embanderadas: de un lado van a otro, como llevando recados de simpatía; seguidas por los vítores de la multitud, pitando briosamente cuando pasan por delante de algunas de las tiendas engalanadas en honor de los trabajadores, silbando a todo silbo cuando cruzan por la puerta de un establecimiento que se anuncia en el Tribune, acusado de pagar mal y tratar con soberbia a sus obreros. No parece que sean esas máquinas de levantar piedras, quicios de ventana y capiteles; ¡sino de levantar almas!

Aquí vienen,—y ahora sí que no haremos más que ver pasar la procesión, después de pedir perdón a nuestros lectores por los escarceos de la mente revoltosa,—aquí vienen, a la cabeza, los tipógrafos. En grupos marchan, y cada periódico e imprenta importante ha mandado el suyo. Todo lo que es, es símbolo: con sus bandas al pecho, de seda bordada, y su bandera al frente: la conciencia humana crece; el del Sun gana aplausos, que es muy bella: en fondo blanco, un sol de trabajar no es hacer mérito, oro surge frente al mar sosegado, de entre dos montañas. Banderas tienen sino obedecer más; ¿dónde están las armas?  No se ven, ¡pero las llevan!   Y ¡qué compañías estas de los soldados que no paran fusiles, sino letras!

¿Adonde están las águilas que no hacen toldo para que pase esta procesión debajo de ellas? La Compañía del Herald lleva 150 hombres: la del Sun 115; 150 la del Times; la del World, 120; la del Journal, el diario nuevo de a un centavo, hecho de espumilla y muy vendido, lleva 90 hombres. Dos mil tipógrafos marchan entre todos: «Sitiad al Tribune», dicen los estandartes. «Sitiad al Tribune», dicen simpatizando con los setenta trabajadores despedidos del diario por mantener su buen derecho, todos los demás estandartes de la procesión.

«Ya los setenta impresores bellacos, somos 700,000 trabajadores que votan»; pero ni una voz maldice, ni uno de esos instigadores alemanes de malas costumbres, vestidos grasientos, y melena y barba larga desfila, con sus motes de venganza y guerra, por entre aquella columna cerrada. ¿Qué sucede, que el viva no cesa, y todos los labios lo entonan a un tiempo de ventanas y calles, y la gente se sale de las aceras para ver mejor? Es que en un carro viene la prensa con que comenzó sus negocios de impresor Benjamín Franklin, y un buen viejito que se le parece mucho va imprimiendo en ella al paso de la procesión las páginas cuyas letras está parando al lado otro viejito de ochenta años, parecido a Horacio Greely. ¡Oh! ¡cómo aplaude la gente! ¡Cómo adivinan los pueblos, y premian al fin a los que los aman! En vida suelen matarlos, como a Greely: pero ¿acaso tales vidas se acaban mientras la eficacia de sus obras dura? Va llorando sobre sus letras de plomo el viejito parecido a Horacio Greely.

¿Quiénes vienen ahora, tan galanes y de holgada apariencia, con sombrero alto muchos, todos con ropas buenas?  Gente oficinesca no son, que come a anchas mandíbulas lo que paga al erario la gente trabajadora: gentes parásitas no son, que vive de expedientes, y de parecer lo que no es ni tiene: son los enladrilladores de New York, que ostentan al pecho el delantal blanco de su oficio, y en él pintado un brazo vigoroso, que empuña una cuchara de albañil. Ganaron hace poco una batalla justa contra sus empleadores, y ahora a dobles manos los aplaude la gente por ella: antes, y todavía hoy se aplaudía, a los que venían de matar: éstos no vienen de abatir moros, ni egipcios, ni anamitas; sino de conquistar un derecho. Marchan, compactos y serenos. A su paso, parece que se levanta por el aire, trabajado por todas aquellas cucharas que caminan, un colosal palacio. Carro no traen los enladrilladores, sino carruaje, en que viene un anciano de barba muy larga, rodeado de todos sus nietos, y de éstos la más pequeñita lleva un estandarte en que dice: «¡Nada más que nueve horas de trabajo para el abuelo y para Nellie!» Porque aquí los niños trabajan: y ¡oh infamia sin nombre! catorce horas a veces. Así, si no se corrigiese esto, sería de temer el día que se escapasen de sus jaulas las fieras.—Ya va lleno de flores, que le echan las trabajadoras, el coche de Nellie.

EL MILLONARIO JAY GOULD

Los que marchan detrás son los armadores de casas, los pintores, los barnizadores, los cajeteros, que en un carro van haciendo cajones a mano, y enseñando a la multitud otros hechos a máquina, para que vean que los de mano son mejores.—¿Qué ruido de aplausos es éste? Aplauden una alegoría que va pintada en lienzo en el carro de los armadores. Hemos de verla con cuidado, que está llamando la atención de todos. Un trabajador lleva a cuestas, como carga que lo abruma, al Monopolio, representado en la caricatura de Jay Gould, gran estratégico de Corporaciones y Bolsas, que en sus manos tiene las bridas de empresas innumerables, y de un lado y otro las guía con goce frío y maligno que,—más que de la posesión de la fortuna que le rinden, le viene de ganar, en previsión y astucia a cuantos le disputan su poder: abre vorágines, levanta montañas, desata océanos; conjura y desencadena vendavales, juega como con una perinola con la Bolsa. Con una voz, hace surgir un ferrocarril: lo hunde con otra: si quiere puede detener en un momento, hasta que le paguen lo que le place, todos los telégrafos de los Estados Unidos. Por su poder extraordinario, por la pasmosa habilidad con que lo mantiene, por los medios tortuosos de que se vale sin escrúpulo, y por la frialdad de su corazón, atento sólo al triunfo o a la defensa propia, Jay Gould es reciamente odiado: pequeñín es, como una peonía: una pera madura le importa más que los dolores todos, y los impulsos y centelleos todos de los hombres. Dudan un día de la solidez de sus riquezas y enseña a los noticieros de periódico, cincuenta millones de pesos en acciones.—Su casa es modesta: su color cetrino; cuando, el amor excesivo a la riqueza se apodera del espíritu, produce estos reflejos metálicos. Jay Gould ha de velar de noche, entre sus riquezas insolentes y estériles, como un duende hambriento en una cueva: ¡oh almas infelices, aquellas exclusivamente consagradas al logro, amontonamiento y cuidados del dinero! Han de debatirse en soledad terrible, como si estuvieran encerradas en una sepultura.—Jay Gould es gran monopolizador y sobre la espalda del trabajador de la alegoría va representado el Monopolio:—él lo representa bien, que ha centralizado en enormes compañías, empresas múltiples, las cuales impiden con su inaudita riqueza y el poder social que con ella se asegura, el nacimiento de cualquiera otra compañía de su género, y gravan con precios caprichosos, resultado de combinaciones y falseamientos inicuos, el costo del monopolio está sentado, natural de los títulos y operaciones necesarias al comercio. Donde un sembrador, allá en el Oeste, siembra un campo, el monopolio se lo  compra a la fuerza o lo arruina: si vende barata su cosecha el sembrador, el monopolio, que tiene grandes fondos a la mano, da la suya de balde: y si decide el sembrador luchar, al año muere de hambre, mientras que el monopolio puede seguir viviendo sin ganancia muchos años. El monopolio está sentado, como un gigante implacable, a la puerta de todos los pobres. Todo aquello en que se puede emprender está en manos de corporaciones invencibles, formadas por la asociación de capitales desocupados a cuyo influjo y resistencia no puede esperar sobreponerse el humilde industrial que empeña la batalla con su energía inútil y unos cuantos millares de pesos. El monopolio es un gigante negro. El rayo tiene suspendido sobre la cabeza. Los truenos le están zumbando en los oídos. Debajo de los pies le arden volcanes. La tiranía acorralada en lo político, reaparece en lo comercial. Este país industrial tiene un tirano industrial. Este problema, apuntado aquí de pasada, es uno de aquellos graves y sombríos que acaso en paz no puedan decidirse, y ha de ser decidido aquí donde se plantea, antes tal vez de que termine el siglo.

Por la libertad fue la revolución del siglo XVIII; por la prosperidad será la de éste. Jay Gould, va en la caricatura, sobre la espalda del trabajador, y éste, encorvado bajo su peso y ya a punto de querer echar abajo a su jinete,—mira a su alrededor como buscando consejo. Por sobre su cabeza dice un letrero: «No hay más que dos remedios». Y allí están los remedios a su lado: una mujer de terrible hermosura vestida de rojo, procura atraer la atención del trabajador, que le vuelve  la espalda: es la revolución, recurso que sólo ha de tentarse cuando hombres en la tierra! todos los demás han fracasado: del lado opuesto, otra mujer, de belleza serena, enseña la urna del voto al trabajador, que con el Monopolio encima se va hacia ella. ¡Oh! la paciencia es fácil a los poderosos; ¡pero cuánto más meritoria no es en los infortunados! Estos son los héroes de ahora: los que doman sus pasiones.

Y ¿esa otra caricatura que los armadores también traen, y es saludada con voces aprobatorias y grandes risas? Otro lienzo es, y va en otro carro. Desde el seguro de una roca empina un capitalista su magnífica cometa, que lleva escritas las palabras «carne», «harina», y otras como ellas, y con su gran cola se remonta a gran vuelo por el aire, sin que pueda alcanzarla como pobre trotón que compite con un caballo de carreras, la cornetilla desdichada que desde tierra llana empina un trabajador y lleva escrito con letras flacas y hambrientas, la palabra «salarios»,—y por más que el trabajador tira, los salarios no llegan al precio de la harina y de la carne.

Gran barba y paso pesado traen los alemanes, que marchan tras de los cajeteros. Miles y miles pasan de ellos, y parece que no van a acabar  nunca de pasar. 

Van apretados, como para defenderse mejor; silenciosos, como para  pensar mejor; recogidos, como si fuesen en procesión sacerdotal. Y sacerdotes son, pues que son hombres.   ¡Estrellas hay en el cielo, y hombres en la tierra!  Ya en este punto de la procesión, la gente se arremolina y aprieta: ¿quiénes llegan ahora,-que todo el mundo sacude por el aire sus sombreros, y ondean sus pañuelos las mujeres, y los niños baten palmas ¿quiénes llegan, que un anciano rico, más por sus cabellos blancos que por su fortuna, arranca de su balcón dos banderas norteamericanas, y saluda con una en cada mano a los que pasan? Trescientos negros llegan, hermosos como una bendición. Ungido traen el rostro, más por el agradecimiento al Norte que peleó por ellos, que por la libertad de que en él gozan. Conmueve verlos, y van conmovidos. La raza negra es de alma noble. Estos trescientos forman la Asociación «Wendell Phillips», y van detrás de un banderín que dice: «No haya castas». El júbilo de las almas se les desborda por el rostro: quien no ha visto luz de alma, aquí la vea. Parece que cada uno de ellos se lleva a los labios respetuosamente la capa de Lincoln, y la besa. Si se toca a sus ojos, de seguro responden las lágrimas. Si los hurras fuesen palomas, tantos dan a su paso a los trescientos negros, que no se vería el cielo.

Cuatro mil eran los tipógrafos: los enladrilladores mil: dos mil los armadores: los alemanes, sin cuento: estos que tenemos ahora delante son ocho mil cigarreros, pálidos y delgados, comidos del aire impuro de sus cuartejos y talleres: estos oficios demasiado fáciles mantienen siempre a los hombres en enfermedad y pobreza. Muchos de ellos son mujeres: ¡cómo se regocijan de verse al sol, ellas que no lo ven nunca! ¡Van todas muy limpias y muy pizpiretas, con su quitasol nuevo de color, amparándose las espaldas enjutas! Como hormigas parecen, por ser tantas, y por lo menguado de sus cuerpos. Muchos de ellos son niños, niños que trabajan del alba a la puesta, y han empezado a dar fruto, contra la ley de la Naturaleza, antes de abrirse en flor. ¡No es, no por cierto, tan grato a los ojos un hombre que lía cigarrillos como el que labra la tierra, o golpea el hierro! Llevan carro los cigarreros, y van haciendo y echando a la multitud puñados de cigarros. Se arrastran por tierra los chicuelos, para recogerlos: ¡nada debiera hacerse, ni en procesión ni en chanza, que haga que un niño se arrastre por tierra!

Ahora siguen los empaquetadores, que son 100; 100 cuchilleros; 100 talladores de madera. Los unos van sin cuellos y sin puños, con botas que parecen monumentos, y levitas de tela muy recia: otros van muy pulidos y alisados, con sus cuellos y puños lavados por los chinos, que son aquí favorecidos lavanderos: el de vestido más lustroso anda de brazo con el de pelaje más ruin. Muy elegantes varios los sastres, y detrás de ellos un carro embanderado, en que unos cortadores van cortando piezas, y otros hilvanándolas y rematándolas. ¿Qué tienen las artes, que educan y afinan? Mientras más tenga de arte un oficio, más hace caballero al artesano. A los cajistas véase, que de andar con ideas, se miran como consagrados, y se respetan, y resienten más vivamente que otros artesanos toda injuria, como si se hiciera a la idea humana misma, que ellos en forman y manejan. Perfecciónanseles los gustos, adelgázaseles la fisonomía: andan con cierta nobleza: y es que los pensamientos, como óleo sagrado, ungen, y cuanto tocan purifican. Así el sastre, de andar con ropas, que son los ornamentos y realces de la hermosura cobra horror por todo lo feo y desarreglado, y se eleva insensiblemente, por ser la nobleza contagiosa, y ser noble todo lo que es bello.

¡Cuán larga, cuán larga va la procesión! Todos la comentan, animan y celebran.  ¿De modo que los trabajadores no son ya un rebaño turbulento y sudoroso, sino un ejército de caballeros? Y por el aire ¡cuánto banderín!: de balas no van cruzados, sino de palabras de esperanza. Uno dice: «La injuria a uno, es una injuria a todos». Dice otro: «Por todos los medios honrados obtendremos nuestros derechos». Otro dice: «El trabajo es santo» Se lee en otro: «Sé justo y no temas». En uno y otro banderín andan exageraciones; pero cuando las castas privilegiadas y sus órganos, que aquí hay aquéllas y éstos como en todas partes, les niegan lo que en humanidad les pertenece, y por ley será suyo, algún día, ¿cómo no ha de ser que se exasperen los trabajadores, y soliciten de vez en cuando más de lo que es justo? Y esa procesión que va pasando, y cuyos veinte mil hombres, y los centenares de miles a quienes representan, se han resistido a enarbolar bandera política alguna, ni a servir intereses de candidatos, ni a pasar como trailla violenta y amenazadora; esa gente que con tanta calma delibera, que con tanta prudencia determina, que a tantas seducciones y azuzamientos desatiende, que con tanta bravura condena los recursos de fuerza, que tan ordenadamente pasea por las calles henchidas, como una serpiente hecha de leones, ¿qué son, sino prueba viva de que, a pesar de todos los gusanos que le nacen en sus llagas, la Libertad tiene poder vivificante, que lo refresca, sana e ilumina todo? Entregar el hombre a sí será ordenar la tierra. Sus convulsiones vienen de que el hombre no ha sido aún completamente puesto en posesión de si mismo, sino de manera más nominal que efectiva. Nótese que donde la libertad ilustrada es mayor, ni siquiera las viejas cóleras tradicionales pueden hincar el diente y alzar tempestad, sino que se funden y deshacen, como un cometa en su choque con el Sol. El corcel de la Libertad nació con bridas. ¡Qué bien, qué bien marcha la última columna! Nadie les ha enseñado a marchar; pero el trabajo disciplina. ¡Cómo resuenan los pasos de estos hombres sanos, en el silencio que a veces sucede a los vivas! Parece un redoble lento de tambores invisibles, que llevan a la batalla de la razón, donde se alcanzará una victoria sin sangre.

¿Por qué vienen ahora, cuando en esto pensamos, cuatro mil carniceros? Muy robustos son, y muy entusiastas, y en caballos hermosos van sus jefes. Delantales blancos les cubren el pecho. Visten la camisa azul suelta de su oficio. Llevan el gorrillo grasiento con que se cubren la cabeza, para defenderla de las humedades de la carne cuando se la echen a cuestas. Muy bien van, y en un carro llevan un buey, guardado en las esquinas por cuatro mocetones con resplandecientes delantales; y en otro carro, con guarda igual, unas ovejas. Muy bien van, al son de alegre música, y en los carros llevan escrito: «Para vivir matamos». —Pero, en verdad, holgaran mis ojos de no ver estos oficios de carnicería. Jamás veo, acá en las mañanitas, a un trabajador de manos duras que deja a sus hijuelos con el alba, y va camino de su taller, mina o escalera, con la comida del mediodía en su tinilla de lata, sin que las manchas de su vestido me parezcan condecoraciones, y si es joven, me entren deseos de abrazarlo, y si es viejo, de besarle la mano. Y mientras más los veo, los quiero más. Pero a estos carniceros esmaltados y rechonchos, que viven en un aire cargado de carne, y con el aire engordan, y en el rostro y en las manos tienen esa suavidad pastosa y turbia de la sangre caliente; maguer sean estimables personas, me desagrada verlos. Lo que funda y restaña debe amarse, no lo que derriba y da suelta a la sangre, aun cuando parezca ley ineludible ¡que acaso lo sea! esta conversión repugnante de la vida: ¡noble raza eran los indígenas de América, que de comer carne se morían!

¡Hurra, hurra a los últimos que pasan! Ya no van por calles de fábricas, sino por la calle de los palacios, por la Quinta Avenida. Cazando zorras y luciendo trajes están ahora por Newport y Long Branch, los ricos de la Quinta; pero en muchas ventanas se ve gente; astutas caras de mujeres del Norte se asoman a balcones florentinos, a alféizares morunos, a arcadas románticas. Una linda niña, en un balcón de piedra blanca, pasa la mano sobre una esfinge de pórfido. Se ven desde la calle los jaspes y los bronces. Un mirador hay de oro. Vierte sus aguas una fuente en una taza de tecali rosa:—pero ni una palabra de apetito o de odio surge de aquellos hombres y mujeres, que habitan a menudo en fétidas covachas! Se ve que marchan contentos de pasear unidos por entre las moradas de los poderosos: los cobardes y débiles, irán pensando acaso, airados de no poder levantarse otras iguales, en echarlas abajo: los honrados y bravos, en batallar bien y construirlas para sus hijos. ¡Marineros y medidores de telas eran ayer todavía los dueños de esos palacios! Mediodía es: el sol daba de lleno sobre el centro de la calle, como si de las paredes de mármol hubiese querido huir, y brillar todo sobre los trabajadores.

¿Un ebrio? ¡No lo hubo en veinte mil hombres! ¡La iban de licor de alma, que embriaga más dulcemente que otro alguno! ¿Un desacato? Hasta muy entrada la noche se estuvieron recreando en paz en un parque vecino, compitiendo unos en una carrera de a milla, corriendo otros con los pies en sacos, otros disputándose el premio de tiro al rifle, y a la flecha, otros corriendo a toda pierna, ligeros como griegos, para ganarse una medalla de oro.

¡Cuánto vestidito blanco, de niñas contentas, porque veían de día a sus padres! Las esposas ¡qué orondas, con sus maridos sobrios y fuertes a su lado! Los hombres, como crecidos. La alegría, contenida y profunda. El odio, mordiéndose los puños arrinconado. «Gran día de Santo es éste: el día de Santo Trabajo», dijo desde una plataforma de madera un senador viejo, mirándolos y llorando.

JOSE MARTI

La Nación. Buenos Aires, 26 de octubre de 1884

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