“Con los pobres de la tierra…”, decía Martí

Written by Libre Online

26 de septiembre de 2023

 POR HERMINIO PORTELL VILÁ (1942)

Sería injusto decir que La Habana es la única gran capital en que hay barrios de indigentes. Los hay en todas partes: en Nueva York los ha habido bajo los estribos del puente de Queens boro y hasta dentro del Parque Central, Washington los tuvo cuando los antiguos soldados de la Primera Guerra Mundial la invadieron, allá por 1932, con el nombre de bonus marchers, y se establecieron en los espacios vacantes de la Avenida Pennsylvania, y también se les encuentra en la Ciudad de México, en Madrid, en Buenos Aires, en Santiago de Chile y en otras grandes ciudades.

Esos barrios, que los norteamericanos llaman “shanty-towons”. (caseríos de chozas), son producto de la miseria, el desempleo y la desesperación de los hombres, víctimas de las injusticias sociales y que para subsistir se refugian en una vida de primitivismo que equivale a renunciar a muchas de las mejoras de la civilización. 

En realidad, el llamado indigente, que quiere trabajar y que se esfuerza en ganarse la vida de mil y unas maneras distintas, efectúa una segregación voluntaria, de él y de su familia, del agregado social, y se habitúa a vivir sin comodidades, con promiscuidad y como derrotado en las oportunidades que legítimamente le corresponden para tener su casa higiénica, espaciosa y confortable, como todo otro ciudadano. 

Al cabo de un tiempo hasta tiene una extraña conformidad con su suerte y con el medio al que ha sido lanzado, y aunque compre unos muebles mejores y llegue a tener su aparato de radio y su dieta sea más completa, no deja las cuatro paredes de yaguas y el techo cubierto con latas viejas: aquella choza, más pequeña que un mísero bohío de nuestros campos, es un remedo de la vivienda propia que los hombres siempre aspiran a tener, por lo que el renunciamiento que impusieron los malos tiempos, se convierte en permanente modo de vivir.

Hace algún tiempo una dama norteamericana que nos visitaba se hacía lenguas del lujo con que viven los privilegiados de nuestro país, ejemplificado en las palaciales mansiones del Vedado, Miramar y Country Club, superiores a  las residencias de California, de Florida y de la Nueva Inglaterra. Su impresión parecía ser la de que todos los cubanos vivimos de igual manera y con cierta incredulidad escuchaba las informaciones que le dábamos sobre la espantosa miseria, miseria perenne, real y aniquiladora, de gran parte de nuestro pueblo. 

Por fin hicimos que visitase un barrio de indigentes, a cuya vista no pudo reprimir las lágrimas, mientras se quejaba amargamente de que la hubiese llevado a toda prisa de la Quinta Avenida, de Miramar, fresco en la memoria el recuerdo de los palacios, a los tugurios de “Llega y Pon”. En 1934, cuando Helen Hall (Mrs. Paul V. Kellogg), estuvo entre nosotros como miembro de la Comisión de Asuntos Cubanos que preparó el libro “Problemas de la nueva Cuba”, se llevó una impresión semejante.  Quiso ayudar a la solución del problema con la preparación de agentes de educación y mejoramiento domésticos, pero la inútil Dirección de Beneficencia oficial y las pocas agrupaciones de caridad, de ese tipo, que hay en Cuba no se mostraron dispuestas a cooperar en la empresa de reincorporar a la plena vida de la comunidad los que han quedado segregados de ella.

Hace unos pocos días, también esta vez acompañado por un extranjero al que preocupan esos problemas sociales, visité de nuevo los “shanty towns” habaneros o, mejor dicho, solamente cuatro de ellos, los llamados “Isla de Pinos”, “El Barrio de las Yaguas”, “La Cueva del Humo” y “Matanzas”. En uno de ellos, y no el mayor, precisamente, contamos 397 chozas con un promedio de siete personas cada uno o una población de 2779 habitantes hacinados en poco más de dos manzanas de terreno. 

Para recorrer el lugar continuamente saltábamos zanjas descubiertas, llenas de agua estancada verdinegra y de inmundicias de todas clases. Las zanjas, según hube de enterarme, habían sido hechas por obreros del Departamento de Salubridad, pero con tan poco declive, que apenas descargan su contenido, a no ser que sobrevengan grandes lluvias, en cuyo caso se desbordan, y las materias en suspensión son las que se quedan fuera de las zanjas y las aguas van a un arroyo próximo. 

En cuanto al empleo de cal y otros desinfectantes para esas zanjas, el Ministerio de Salubridad, que fue orgullo de Cuba hasta 1923 y que poco a poco se ha convertido en una, de las más pestilentes cloacas poéticas, no hace nada: allí ignoran que los cuatro barrios citados, en que viven unos doce mil cubanos, carecen de sanidad y de higiene a pesar de que la República destina más de seis millones de pesos a tales atenciones.

En “Isla de Pinos”, posiblemente el más abandonado y primitivo de estos barrios, separado de “La Cueva del Humo” por la calle Fábrica y ambos al pie de la loma de Atares, hay una sola llave de agua a cincuenta metros de las chozas, y ésta es la que utilizan unas dos mil personas. Hay aguadores que con dos enormes depósitos colgados de una pértiga recorren las callejuelas y surten a ciertos clientes que por edad achaques o posición más desahogada,   no van por sí  mismos a llenar sus cacharros.  

La inmensa mayoría sin embargo hombres y mujeres, pero niños también en gran número, llevan latas y cubos y cazuelas, hasta el grifo, que ni siquiera es fuente con taza, llenan sus depósitos y luego, trabajosamente, vuelven a la caseta con aquella carga. Los niños se las arreglan para llevar entre dos un depósito y cuando ya pasan de los 7 u 8 años, se doblan solos bajo el peso de un balde de agua, deteniéndose de trecho en trecho para descansar: el transporte de agua es su Cruz de pobreza al hombro. 

Las callejuelas de Isla de Pinos” están llenas de charcos y de basuras acumuladas; los tugurios que hacen de bodega viven del crédito que dan: y reciben, más que transacciones en electivo, por extraño que parezca: en muchos casos los padres y los hijos y otros familiares duermen todos en una misma habitación, con promiscuidad desmoralizadora, y los niños tienen los ojos abiertos desde la edad más temprana a todas las realidades de la vida. No hay pared ni tabique sin agujeros, no hay techo sin goteras, no hay puerta que ajuste, no hay otro piso que el de la tierra: todo esto dentro de la capital de la República, a cinco minutos del Palacio Presidencial y del Capitolio y de los ministerios en que hay hombres que no nacieron ricos, sino que tuvieron: una niñez de miseria, que vivieron amenazados del hambre y de la desnudez y que más que nadie debieran preocuparse por los sufrimientos de los indigentes.

En “El Barrio de las Yaguas” hay orden y limpieza, la limpieza del pobre que lava sus harapos y baña su cuerpo y que se niega a que haya suciedad en lo que le rodea. Allí y en el contiguo barrio de “Matanzas”, un policía, Felipe Torres, ha hecho el milagro de crear orgullo cívico en los desheredados y cuenta con auxiliares que continuamente critican, exigen y elogian, según los casos, todo lo relacionado con el mejoramiento de las condiciones de vida. 

En “El Barrio de Las Yaguas” se habían refugiado temibles elementos maleantes, y el comandante Miranda, de la Policía nacional, decidió expulsarlos antes de que el barrio de seis mil personas fuese a convertirse en antro de criminales. La presencia continua del vigilante Felipe Torres, de la Sección de Caballería, responde a ese propósito logrado y ha resultado, además, en una campaña de mejoramiento que revela plenamente las buenas reservas de disciplina, espíritu progresista y otras virtudes ciudadanas, de nuestro pueblo. Que no se pierden como el dinero, como las comodidades y como las promesas de los políticos que aspiran a cargos electorales. 

La Agrupación Católica Universitaria trabaja con tesón para ayudar material y espiritualmente a los indigentes. ¿Qué se trata de obra de proselitismo? Concedámoslo así o no; pero con ella le han llegado a esos seis mil cubanos la atención médica, las medicinas, las escuelas, libros y otras ventajas que necesitaban, y todo ello gratis, mientras que el Estado laico y los otros credos religiosos y los partidos políticos hacen menos o no hacen nada. 

En “El barrio de las Yaguas” vive una buena mujer, la Sra. Manuela Ascanio, mexicana, que hace dieciséis años que es maestra y trabajadora social de la comunidad sin sueldo. Su kindergarten tiene dos secciones de a noventa niños cada una, y las clases se ofrecen en un caserón de madera, yaguas y techo de latas vacías. No hay pupitres, sino rústicos bancos, ya que en Cuba los pupitres se han trasmutado hasta 1941 en casas señoriales, joyas, automóviles lujosos y depósitos bancarios de funcionarios públicos enriquecidos por sus cargos. Cuando los niños tienen que escribir se arrodillan ante el banco y éste les sirve de mesa. El cuadro general es de una sencillez y una pobreza conmovedoras. Lo preside una vieja litografía de Martí, un Martí comprensivo y triste, aquél que dijo que “los niños son la esperanza del mundo” “Cuba, futura universidad americana”; “Saber leer es saber andar. Saber escribir, es saber ascender”; “Ay de los pueblos sin escuela”; “La enseñanza obligatoria es un artículo de fe del nuevo dogma”; “Hombres recogerá quien siembra escuelas”, etc. Aquí, en esta primitiva escuela, próxima a los lujosos pabellones del sanatorio de las “Hijas de Galicia”, Martí parece decir rodeado de miseria, desempleo y desamparo criollos, sus famosos versos sencillos:

Con los pobres de la tierra 

Quiero yo mi suerte echar. 

El arroyo de la sierra 

Me complace más que el mar. 

Nuestros barrios de indigentes, por lo general, están situados en las zonas industriales de la ciudad. Casi parecen cercados por fábricas, almacenes, talleres, embarcaderos, etc., que no pueden absorber como trabajadores a esos vecinos y cuyos dueños invierten sus millones sobrantes en riesgosas especulaciones con tierras en Miami, o petróleo en México, o con el empréstito noruego, etc., sin, detenerse a pensar que un proyecto de casas baratas con su campo de cultivo, como los hechos en el Sur de los Estados Unidos, en Argentina, en Venezuela, etc., en las afueras de La Habana y de las otras grandes ciudades nuestras, de una vez crearía una clase media afincada a la tierra, próspera e independiente, cuya influencia cambiaría la vida social, política y económica de nuestro país, hasta con ventaja para esos ricos que no saben serlo.

Es imposible construir una república respetable con una población de indigentes. Nuestras crónicas crisis económicas, que llevan trazas de hacerse permanentes, y los mismos cambios políticos y hasta los sacrificios traídos por la Segunda Guerra Mundial, aumentan el número y la población de los barrios de indigentes. Son pocos relativamente los vecinos fundadores, que empezaron allá cuando la quiebra de los bancos, bajo los desgobiernos de Zayas y de Menocal. La pauperización de nuestro pueblo es cada día mayor y se acelerará en los próximos meses, con el creciente desempleo y las negras perspectivas de la próxima zafra pese a los optimismos infundados de los que no quieren creer que nuestra industria azucarera, tal como está organizada, no puede ni debe subsistir, hay que transformarla para que Cuba viva. 

Mi visita a los barrios de indigentes me ha puesto en contacto con el comprador de trapos viejos, de botellas vacías y de huesos, que hace dos años fue sastre con taller abierto o chofer de alquiler. He visto a la oficinista y a la maestra jubiladas que, ya ancianas y sumidas en la miseria de unas pensiones que no se pagan, todavía usan medias y vestidos llenos de zurcidos y se tocan con sombrerillos recompuestos: conservan: sus maneras y una cierta distinción mientras se abren paso entre los grupos de ociosos y evitan el salpicarse con el lodo de las callejuelas. 

He sabido del comerciante y del industrial al que los fiados, las inconsideradas leyes sociales y nuestro absurdo sistema arancelario de sacrificar toda industria y todo comercio en favor del azúcar, los han convertido en derelictos humanos, en despojos arruinados de una sociedad en crisis. En todos ellos hay el deseo y la esperanza de redimirse por el trabajo, pero en Cuba no se crea trabajo sino desempleo…

Todo esto ocurre a los cuarenta años de haberse creado una República que dista de ser la que soñaron Martí, Gómez y Maceo, en una ciudad como La Habana, cuyos ingresos municipales superan a los de varias naciones americanas, y cuando la recaudación nacional llega a setenta millones de dólares en menos de nueve meses… Quizás si por eso el ex-Premier Saladrigas acaba de hacer la humillante declaración de que pedimos ayuda a México, la que parece un paso previo para implorar la caridad internacional en favor de un pueblo que lo que necesita es que haya gobiernos honrados, patrióticos y capacitados que desarrollen sus riquezas y no destruyan su felicidad, y que con ello solamente podía ser un pequeño gran país, como tiene derecho a serlo.

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