CÓMO SE HACEN Y CÓMO SE USAN LOS RELOJES

Written by Libre Online

10 de enero de 2023

POR JOSÉ LUIS GALBE (1952)

¿Hubo realmente épocas en las que no existía ninguna clase de relojes en el mundo? ¿Cuál fue el primer “reloj”?

La medida más antigua del tiempo fue el paso humano. Parece imposible, pero afortunadamente siempre ha habido gente que hayan hecho lo que parecía imposible: volar, navegar bajo el agua, hablar entre sí desde lugares muy lejanos, medir el tiempo con los pasos.

Y era sencillo. Había una columna en cada plaza. Esa columna daba sombra y la gente medía la sombra con sus pasos. Por la mañanita, la sombra era larga; hasta el mediodía iba disminuyendo y hasta el atardecer volvía a crecer.

Lo difícil era llevarse el reloj cuando salían de viaje, pero los fakires indios dieron con el truco, usaban unos bastones de varias caras y sobre cada una de ellas ajustaban una pequeña clavija cuya sombra era la que indicaba la hora, proyectándose sobre la pequeña escala grabada en cada una de las caras del bastón.

Enseguida se inventaron los relojes de noche, casi en la misma época que los cuadrantes solares. Fueron relojes de arena y de agua (o relojes chinos). En los peldaños de una escalera se colocaban calderas, una debajo de otra y el agua corría. Se llamaban clepsidras y tenían graves inconvenientes. Los perros callejeros se bebían los relojes y los adelantaban o los atrasaban levantando la pata. Un poquito de suciedad en el agujero de salida, paralizaba el reloj y la gente siguió pensando…

Hubo relojes de fuego, se medía el tiempo por la cantidad de aceite que consumía una lámpara o por la cera gastada de una bujía. Y en China hicieron ingeniosísimos despertadores. Eran unos barquitos muy lindos de juguete que tenían como eje una varilla de aserrín y resina, debajo había una bandejita metálica y encima unas bolas, también de metal. Se prendía fuego a la varilla y cuando acababa de quemarse se volcaba el barquito y las bolas caían en la bandeja con un tintineo argentino (argentino en el sentido metálico de la palabra).

A la distribución actual del tiempo se llegó con mucho esfuerzo. Hubo numerosas proposiciones, pero ninguna fue viable hasta que se inventaron los relojes de pesas y péndulo. El inventor copió simplemente un torno de pozo. El cubo corresponde a la pesa y el torno a los ejes de las manecillas, claro que había problemas, porque si en el pozo soltamos el cubo, o sea, la pesa, desciende vertiginosamente. 

No solo había que frenar las pesas sino hacer que cayeran de modo uniforme. Los reguladores primitivos eran algo así como los torniquetes que detienen la avalancha de gente en los lugares de aglomeración y nos hacen pasar de uno en uno. Se puso una rueda dentada y se buscó, algo que sirviera de motor en vez de las pesas. Y Peter Henlein, en Nuremberg, inventó los resortes, las “cuerdas” esas espirales de acero, siempre tensas, y deseosas de desenroscarse. Fue en 1500. Este fue en realidad el primer reloj “moderno”, pero antes habían existido ya otros. 

A fines del siglo XIII o principios del XIV se construyó el reloj de Beauvais y en 1370 el del Palacio de Carlos V, obra de Enrique de Vic. Pero eran imprecisos, menos exactos que las clepsidras o los relojes de sol o de arena. 

Durante la época de los grandes descubrimientos, los marinos sintieron la necesidad absoluta de determinar la longitud geográfica que Hiparco había definido diciendo que “la diferencia de longitud entre el lugar de dónde se viene y en el que se está es medible por la diferencia entre la hora local y la del lugar de origen”. Había pues que medir el tiempo con instrumentos portátiles insensibles al movimiento de los barcos. En Blois a principios del siglo XVI se constituyó un centro relojero importante que tuvo ramificaciones en Lyon y en Autún y luego en Ginebra, cuando los protestantes franceses huyeron de la persecución religiosa.

En el siglo XVII fue el Siglo de Oro de la cronometría. Astrónomos, físicos y matemáticos aportaron las soluciones y desde entonces no se ha hecho sino perfeccionar en detalles los instrumentos ya concebidos. El reloj actual sigue utilizando, como hace 300 años, un muelle, motor, que suministra la energía, engranajes que la transmiten al escape, órgano que cuenta las oscilaciones, del mismo sistema que imaginó el sabio holandés Huygens a mediados del siglo XVII. 

Desde entonces, lo que se ha 

modificado ha sido el tamaño, la disposición, la proporción de las piezas, las aleaciones metálicas, los montajes de los ejes sobre rubíes y aceros finos y la precisión de los mecanismos que llega a los cronómetros “discretos” a no variar en más de una décima de segundo al día. Es decir, un error de una millonésima aproximadamente. Lo mismo en las “pulseras” de señora que en el “Big Ben” de Londres, que con sus cuatro cuadrantes de 8 metros de diámetro cuyas saetas avanzan dando saltos de quince centímetros cada uno, aunque desde abajo el movimiento es imperceptible. 

Y sin que estos “cronómetros relativos” puedan competir ni de lejos con el del Instituto de Potsdam, que llega a una aproximación a la perfección absoluta de unas diez milésimas de segundo o el cronógrafo electro–balístico de Le–Boulanger o el de diapasón y chispa de Schultz que puede apreciar unas cien milésimas de segundo.

Hoy esta precisión se busca no excepcionalmente, sino en los más modestos aparatos de serie regulados a diferentes temperaturas (dos bajo cero y treinta y dos grados centígrados) observados durante no menos de 45 días y sometidos al concurso permanente de premios. Algunos de los cuales tienen decisiva importancia para su porvenir comercial, especialmente los concedidos por los observatorios de Kensignton (Inglaterra), Besanzón (Francia) y Ginebra (Suiza). 

Se nos dirá que es exagerar preocuparse de la cienmilésima de segundo, especialmente en un país como el nuestro, en el que la gente se cita a las seis y acude a las ocho y media, pero cuando hagamos todas las concesiones posibles a la idiosincrasia propia, la marcha del tiempo es algo muy importante y digno de vigilancia y todo el mundo debiera conocer algún detalle sobre el asunto. Por ejemplo, “El arte de aprovechar el tiempo”, de Arnold Bennett, un tratado completo para regir la conducta. Un antídoto contra la pereza mental y un modo de dar bríos renovados a nuestra actividad cotidiana.

Los días iguales se encogen en una medida que espanta, y si hubiera una vida perfectamente uniforme, por larga que fuera, sería muy breve. Pasaría en un momento. 

De aquí que el hombre se convierte en un reloj, se mecaniza, se deshumaniza, marca y no sirve. Por eso, dentro de nuestras posibilidades personales, debemos refrescar nuestro disfrute y percepción del tiempo para mantenernos bien vivos en la batalla que, contra él libramos. 

Nadie negará que cuando viajamos o hacemos algo nuevo nos parece como si rejuveneciéramos y fortificáramos. 

Respiramos mejor y resucita y se renueva nuestro afán de vivir. Enseguida, otra vez la monotonía acecha cuando llegamos a una ciudad nueva, los primeros días son los mejores, los que más a gusto se saborean y cuando las vacaciones se van a acabar, ya hay una nostalgia incipiente. Antes de que el presente se haya convertido en pasado. 

En la vida es igual al principio todo parece lento, pero cuando se dobla al cabo todo va demasiado deprisa. Es el miedo de que nos queda menos en la vida, como en las vacaciones y también que se aclimata uno. A la playa a la que vamos y a la vida que nos dieron. 

Y la aclimatación, la costumbre, la monotonía es lo que hace pasar el tiempo más deprisa. La prueba es que cuando volvemos al hogar después de las vacaciones, aunque traigamos el pesar de dejar lo que consideramos la buena vida, en los primeros días le encontramos a la nuestra un sentido nuevo y nos parecen días también amplios, jóvenes y gratos.

Eso dura poco, mucho menos que cuando se salió de viaje, porque uno se vuelve a dejar arrollar antes por la rutina que excitar por sus interrupciones extraordinarias. A veces 24 horas después de volver, es como si uno no se hubiera ido nunca y el viaje ha sido un sueño. Como lo es la vida, pero debemos aplicarnos a hacerlo real lo más real posible y a no tener que recurrir para llenar la vida a recuerdos ni a esperanzas.

El presente, por malo que sea, es mejor que el pasado, que ya no es. Además, nuestros antepasados fueron menos afortunados que nosotros, dígase lo que se diga. ¿Qué no?

Cierto que no vivían bajo el pánico de la bomba atómica, ni corrían el riesgo del campo de concentración, pero había también venenos y Bastilla y, además, tenían que pasarse sin muchas cosas que nosotros disfrutamos.

Hasta el siglo XVIII, el hombre vivió sin azúcar; hasta el XIV, sin carbón y sin mantequilla; hasta el XVI, sin arroz, patatas, chocolate ni tabaco; hasta el XVII, sin Té y sin jabón y hasta hace unos días, como quien dice, sin trenes ni automóviles, ni cine, ni teléfono, ni radio. Cierto que a veces, cuando nos taladran la cabeza con ciertos anuncios uno piensa como una felicidad en haber sido romano o mesopotámico antes de Cristo, pero hay que conservar la serenidad. La utilización indebida de los grandes inventos por una minoría de desorbitados que tienen que exhibir en todas las colectividades no nos puede inducir a renegar del progreso.

Esto es evidente, sabemos que en la época de la Revolución norteamericana la vida media del ciudadano del país era de 35 a 40 años, hoy es de 60 y pronto será de 70. Si el término medio de mortalidad infantil es de 5%, cuando ese porcentaje se reduzca a la mitad la vida media del hombre habrá aumentado. Si se acaba con la tuberculosis y se acabará lo mismo que se ha acabado con la viruela, volverá a aumentar, pero sin recurrir a ejercicios estadísticos. 

Hoy mismo, con una higiene razonable, buena alimentación y precaución con las guaguas, el hombre puede durar de setenta a ochenta años. Y si pensamos en lo extraordinario y trágico en lo bélico–atómico, incluso es innegable también –por ejemplo– que durante siglos y siglos las heridas de vientre significaron muerte dolorosa y segura, y sin embargo, en la Primera Guerra Mundial se curaron el 36% de los heridos de abdomen y en la segunda (con sulfas y transfusiones) más del 60%.

Sí, señoras y señores, verán ustedes como en el futuro viven mejor. Pronto iremos a los Alpes a pasar los fines de semana en avión estratosférico, trasatlántico, lo mismo que ahora vamos a Varadero o al Valle de Viñales es casi seguro que los próximos 100 años serán de enorme progreso y resultarán para todos nosotros sumamente agradables.

Debemos, eso sí, aprender a usar mejor nuestros relojes y nuestro tiempo, sobre todo tratar de vivir 24 horas diarias, tener 24 horas de renta al día, como diría un aconsejador profesional norteamericano. 

Cierto que ocho horas diarias las pasamos en la cama, los que tenemos cama. Esa cosa tan elemental, tan mínima, tan indispensable para la vida media de ochenta años, la simple cama “donde caerse muerto” la posee solo una tercera parte de la población mundial. 

Decíamos que ese caudal inalienable, que representan las 24 horas del día, el que nos hace iguales a todos ricos y pobres, debe ser administrado debidamente. Al que no tiene nada que hacer, al que tiene la vida resuelta, solo un ruego hay que formularle: que moleste lo menos posible. A los que hay que aconsejar es a esos que tienen que dedicar ocho o diez horas diarias al miserable puchero. A esos hay que enseñarles a trabajar a gusto en lugar de rabiar mientras trabajan, sin perjuicio de que se les ayude también a trabajar lo menos y lo mejor posible. Sobre todo, hay que convencerle de que esas ocho horas no son su día. 

De que el resto es un epílogo inútil, ni un prólogo de las próximas ocho horas de jornada. Claro que el que trabaja ocho horas se considera las ocho siguientes como un epílogo, sino simplemente un descanso claro que el que ha pasado ocho horas bajo la disciplina de trabajo no va a seguir trabajando otras ocho en su perfeccionamiento. ¿Cierto? 

También que los que han escrito los mejores tratados sobre el arte de aprovechar el tiempo es porque han dispuesto de enormes cantidades de tiempo que perder. Pero, de todos modos, conviene pensar un poco en la forma de vivir mejor que lo que hemos vivido hasta ahora. 

Y no está de más familiarizarse con el espectro abstracto del tiempo, y con esos bichitos concretos que son los relojes. Procuremos librarnos de su señorío, lo más posible, Conozcámoslo bien y sometámoslo a nuestro servicio. Una excelente idea sería ponerles nombres, lo mismo que se lo ponemos a nuestros perros y gatos. Ya ellos tienen sus nombres, que son sus lemas. Gómez de la Serna, campeón mundial del “pierdetiempismo” cultivador de la ciencia de la gnómonica, teoría y práctica de los relojes de sol (que es una especie de metafísica de la relojería) nos han hecho ya el catálogo de los lemas de los relojes.

Hay lemas totalmente pesimistas al aludir a las horas. “Todas hieren, la última mata”. “La más incierta es la más cierta”.  “Tempus fugit”. “Volat irrevocabilis”. Los hay admonitorios, como “Es más tarde de lo que crees”. Y cínicos como “Dum licet utere” que quiere decir “Aprovecha mientras puedas”. 

Pero los hay también correctamente optimistas, como el que nos dice que nuestra hora llegará –“Tuaculque hora”– y nos deja creer que no se refiere a la hora de la muerte, sino a la del triunfo o como el que es, quizás el más bello de todos: “Solo cuento las horas alegres”. “Horas non numero nisi serenas”. 

Elijamos un lema alegre para nuestro reloj y eso nos ayudará a que nuestras horas sean mejores. Ellas en sí son todas iguales. Como dijo Salomón son adioses sin epitafio, espejo sin rostro, escondites de reflejo, blancas, nubes de instantes, caminos sin correr.

Mientras tanto, como dice 

nuestro distinguido colega, esta noche cuando oigan el cañonazo de las nueve que tanto nos gusta oír a todos como reválida cotidiana de nuestra cubanía, comprueben ustedes que esto del tiempo y su medida puede tener incluso importancia nacional. 

Cuando durante la guerra oíamos el “Big Ben” de Londres, sentíamos una emoción enorme, Londres estaba ahí, enhiesto e invencible. Era la misma emoción que habíamos sentido oyendo en los radios de los frentes las campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid. Ahora este cañonazo del Morro nos da la emoción, la vibración, la sensación colectiva y social por excelencia. La Habana declara a las nueve que ha vivido un día más. Y todo el que lo oye está de acuerdo… está de acuerdo en que son las nueve. Es una cosa insignificante, sin importancia, pero al menos hay un momento en que estamos de acuerdo en algo.

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