¿CÓMO LLEGÓ A CUBA LIBRE PANCHITO GÓMEZ TORO?

Written by Libre Online

2 de marzo de 2022

Conclusión de este trabajo

(Narración de un Expedicionario del “Three Friends”)

Por JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ DE CASTRO

(Esta segunda parte del relato entresacado de un manuscrito original del Alférez del Ejército Libertador, Francisco J. Morales Andreu, y otros documentos contemporáneos de los hechos que se describen -la correspondencia de Francisco Gómez Toro, amablemente facilitada por la familia del Generalísimo y una carta del Coronel del Ejército Libertador José R. Villalón, aparecida en el interesantísimo libro “Expediciones Cubanas”, original del patriota, coronel Justo Carrillo y Morales, participante activo en numerosas empresas de índole análoga de la que aquí se describe- se ajusta fielmente al espíritu que animó al redactor de estas amarillentas páginas). Alguna de las fotografías fueron, hasta hace alguno años, inéditas y poseen valor histórico extraordinario por ser las únicas que de este suceso revolucionario se tomaron por otro de los expdicionarios que vinieron también en el barco.)

La primera impresión que me hizo Francisco Gómez Toro, fue la de un joven adolescente abstraído en su propio yo. De aspecto fino,- pero musculoso. Su cutis bronceado por el sol del trópico, resplandecía de limpio. Los modales distinguidos y muy reposados para un joven de tan escasa edad.

Nos llamó la atención a Manolo García y a mí, que otros pasajeros del “Seminole”, aquellos a quienes el Comandante Raúl Martí nos había presentado como nuestros futuros jefes y oficiales, saludaban al joven Gómez Toro con efusiva atención y le hablaban con respeto al encontrarlo en sus paseos sobre cubierta.

Contestaba el aludido deferentemente, pero sin exageración alguna, devolviendo las cortesías recibidas. Prefería mantenerse apartado. Nuestra curiosidad por conocerlo, ya que era poco más o menos de nuestra misma edad, fue acrecentándose, y al encontrarlo en uno de sus paseos sobre cubierta en momentos de estar acompañados por el Comandante Martí, le preguntamos a éste quien era.

-Es el hijo de Máximo Gómez, Panchito Gómez Toro. Nos dijo el Inglesito, añadiendo: -Viene incorporado a nuestra misma expedición.

Fuimos presentados. Conversamos ampliamente sobre la identidad de aspiraciones, y al despedirnos esa vez, mientras Manolo y yo continúabamos conversando con los demás grupos de expedicionarios, Panchito Gómez volvió a la abstracción meditativa que parecía rodearlo. Debo añadir que esa modalidad de su carácter no tenía nada de fingido y de momento no nos impresionó en el grado que debía. No era en modo alguno un solitario, pues su afabilidad, y cortesía y generosidad en el trato con los compañeros, demostró siempre lo contrario; pero a veces, en ciertos momentos de su meditación, sus facciones tendían a endurecerse enérgicamente y su mirada adquiría una fijeza magnética, propia de los dominadores.

Las veces que hablamos con él mientras hicimos el viaje de Nueva York a Jacksonville, fueron la causa de que la simpatía que nos despertó su trato se intensificara. Era imposible hablar con él sin dejar de darse cuenta que se estaba en presencia de un ser superior a pesar de su extrema juventud. Muchos años después he leído que Martí escribió de él a su venerable padre, el Generalísimo Máximo Gómez: “De su elocuencia verdadera y en su edad, por lo sobria, sorprendente; es justo que le diga algo y de su corazón tan pegado al mío que lo siento como nacido del mío, nada le diré para no parecerle excesivo. Ya el conoce la llave de la vida, que es el deber; no creo haber tenido a mi lado criatura de menos imperfecciones”.

Si el Maestro dijo palabras tan altas y tan justas respecto a quien era ya nuestro joven amigo, el lector imaginará cuáles eran nuestros sentimientos inmediatos.

Manolo y yo seguíamos sus pasos y en cuanta ocasión nos parecía propicia, nos acercábamos a él. Lo curioso, – y esto lo pienso ahora a los tantos años de aquella fecha- era cómo nos escuchaba y nos alentaba. Nacido como lo fue su padre, para libertador, y para apóstol, como el Maestro Martí, que lo tuvo a su lado varios meses, acompañándolo en su patriótica y dolorosa peregrinación, era modesto y sencillo como uno de nosotros. Las mismas fotografías que conservo, me sirven para constatar, a lo largo de los años, lo certero de mis impresiones de aquellos días. A ellas remito al lector para comprobarlo.

Al llegar a Jacksonville, se nos separó por grupos, para que al desembarcar llamáramos menos la atención de los espías españoles que pululaban en todas las ciudades costeñas de los Estados Unidos. Se nos dio a cada grupo un esquema gráfico de nuestro recorrido y se nos envió al “boarding house”, donde debíamos permanecer hasta nuestra salida para Cuba.

En Jacksonville fuimos atendidos por las familias cubanas que allí residían. Recuerdo que visitábamos una de apellido Cancio, cuyas hijas, muy distinguidas y entusiastas, nos invitaban a las pequeñas fiestas que se celebraban algunas noches. Aunque a estas modestas reuniones asistía la mayor parte de los jóvenes que habían llegado en el “Seminole”, no vimos en ninguna de ellas a Panchito Gómez Toro. Supimos sí, que se hospedaba en casa del Delegado cubano en Jacksonville, el señor Huau, tan conocido por sus contribuciones a la causa cubana. En dichas reuniones, en las que cantábamos ingenuamente el Himno y otras canciones patrióticas, no vimos a Panchito; solamente nos lo encontramos alguna vez en la calle, acompañado ya del Capitán César Salas, con quien había salido de Santo Domingo y con quien había vuelto a reunirse en la ciudad donde ahora nos hallábamos. Pero si lo vimos en todas las prácticas que efectuábamos en las inmediaciones de la ciudad.

Recuerdo una vez que salimos bajo las órdenes del Comandante Martí a hacer ejercicios  de remo en el río. Nos alejamos tanto que nos cansamos y tuvimos necesidad de alcanzar la orilla para recobrar nuestras fuerzas. Aprovechamos la ocasión  para hacer prácticas de tiro. Como yo era absolutamente nuevo en esos menesteres, al disparar por primera vez con mi 44, puse la mano sin presión sobre la culata, y fue tal el retroceso del arma que sufrí una fuerte lastimadura. Al embarcarnos de nuevo en el bote para regresar a la ciudad, teníamos que remontar el río e ir contra la corriente, y recuerdo la solicitud cariñosa con que Panchito Gómez Toro vigilaba todos los movimientos de mi mano un poco inutilizada y su propuesta al Comandante Martí de que dejásemos el bote y nos internáramos por tierra, para evitarme mayores complicaciones en mi mano que ya comenzaba a hincharse. Así lo hicimos. Y en esa misma ocasión, al tener necesidad de atrevesar un sembrado que en esos momentos era atendido por un grupo de hombres ocupados afanosamente en sus tareas cotidianas, tuvimos un ligero incidente con estos campesinos que -o bien porque se asustaron de ver tantos hombres reunidos, o porque les pisáramos su sagrado pedazo de tierra- se molestaron y excitaron a tal extremo, que únicamente la discresión y diplomacia con que intervino Panchito en el conflicto que iba a avecinarse, pudo evitarlo por completo, siendo por el contrario, agasajado por aquellos pobres campesinos que al principio nos habían visto hostilmente.

Al fin, exactamente el día 3 de septiembre, recibimos órdenes de reunirnos en un lugar determinado en las inmediaciones de la ciudad, junto al río, y tuve la suerte de que en mi grupo viniese Panchito Gómez Toro.

Las familias cubanas, además de los agasajos a que me refiero, nos proveyeron de vestimenta útil para la manigua, y alguno que otro remedio imprescindible para las fiebres y otras enfermedades tan corrientes entre los insurrectos cubanos. Como yo, a pesar de mi aspecto robusto, me encontraba algo debilitado por las angustias que había experimentado en mi primer intentona de unirme a los mambises, me cansaba visiblemente el peso de mi maleta. Pues bien, Panchito Gómez Toro, sin alarde de ninguna clase, tomó la mía, dándome la suya que era más pequeña y más ligera; y ante mi negativa, me dijo sonriendo, que era la primera orden que me daba. Ya se sabía entre los expedicionarios, que tenía grado de Teniente.

A las doce de la noche de ese día, tomamos un carro tirado por dos caballos, que avanzó por un camino carretero que proseguimos durante hora y media o dos horas, parando en un lugar solitario, escasamente alumbrado por algunas linternas de mano. Más adelante nos esperaba el Comandante Martí. A poco escuchamos el rumorar de las aguas lamiendo las orillas y en la oscuridad percibimos un barco atracado al costado de un muelle desvencijado. Por fin pusimos pie en el “Three Friends”, el heroico remolcador que tantas expediciones condujo a los campos de Cuba Libre.

Ya se encontraba estibada la carga. De manera que cuando subió el último expedicionario de nuestro grupo, nos separamos del muelle y emprendimos camino río abajo, hacia el mar. Por fortuna, la noche era profundamente oscura, pero no obstante, conteníamos el aliento para hacer el menor ruido posible y no respiramos hasta que escuchamos el rumor de las olas marinas batiendo el costado de nuestra pequeña embarcación.

A bordo llevábamos un cargamento de mil armas de fuego, desde los más modernos fusiles, hasta las más conocidas tercerolas Mausser y rifles Winchester; 500,000 tiros; 2,000 libras de dinamita; otros elementos de guerra, y el famoso cañón de aire comprimido, construído personalmente por el Coronel José Ramón Villalón, que venía en la expedición y que fue el primero de su clase que se fabricó en el mundo y en Cuba el primer país donde se empleó con éxito. Este cañón se encuentra actualmente en el Museo Nacional. Venían a su cuidado tres o cuatro artilleros de nacionalidad americana.

El Jefe de Mar de la expedición era el general Castillo Duany, y el de Tierra, Juan Rius Rivera. Panchito Gómez Toro venía como ayudante de este último. La Plana Mayor la componían los distinguidos jefes que acabo de mencionar, el Comandante Raúl Martí, el de igual graduación, Donato Soto y el Capitán César Salas, incorporándose como Secretario del General Rius Rivera, mi compañero Manuel García.

“Por fin, el ocho de septiembre, y después de una travesía en la que burlamos con éxito la vigilancia de los buques españoles y que describe con mano maestra el propio Panchito en su carta a su señora mamá y su tíos:

“La alegría alumbra hoy los rostros tostados; han pasado los primeros días de navegación molesta por lo agitado del mar y los chubascos. El mar está esta tarde muy azul y muy hermoso el cielo. Tenemos a la derecha y al frente a Cayo Hueso. La gente va hecha toda una fiesta; levanto la cabeza y veo un artillero a quien le acaban de dar un Mausser, lo rastrilla y le da un beso en el gatillo. Diez o doce están metidos en uno de los botes y conversan. Aquí acomoda uno su charretera en el jolongo color de seda y las cien cápsulas las cuenta y las recuenta. Las escarapelas lucen en las alas de los sombreros, como estrellas. Ansío ya llegar. A bordo todos son afables y cariñosos para conmigo, como no puedo merecer. Adiós, el bote está en el agua y me espera el remar”.

Esta carta la comenzó Panchito Gómez Toro el cinco de septiembre y la terminó el ocho, en el momento de desembarcar. Mejor que ningunas otras palabras, pintan las que acabo de copiar, el espíritu que lo animaba a él y a muchos de nosotros.

-Y después de burlar-como decía al comienzo del párrafo anterior la vigilancia de los buques de guerra españoles y de haber efectuado sin proyectiles algunas prácticas con el cañón que llevamos a bordo, tomamos tierra, verificando el alijo bajo la dirección de los Comandantes Donato Soto y “El Inglesito”.

A las lanchas todos a transportar el cargamento. En el segundo bote llegué yo, el Inglesito y yo juntos efectuamos el primer alijo.

 Al encayar en la arena, rcuerdo que salí del mar y besé el suelo porque me sentí ya en tierra sagrada. Nunca he gozado como en ese momento. Traíamos dinamita y municiones, que tan útiles fueron a la campaña que semanas más tarde desarrolló el Lugar Teniente General Antonio Maceo.

Al internarnos en la Isla, días después hicimos el primer contacto con una comisión enviada por el General Maceo, que había ido precisamente a explorar si ya había llegado nuestra expedición. Establecimos allí campamento y fui testigo de la actitud de Panchito en todo ese tiempo. En sus apuntes escribe él mismo lo que vivimos. Y tiene la suerte de establecer el primer contacto, como jefe de día, ostentanto ya el grado de Capitán, con el General Pedro Díaz, a quien dio la bienvenida en nombre de nuestro jefe el General Rius Rivera. Recuerdo que conocí entre la escolta de Pedro Díaz al entonces Teniente Gálvez, que murió de Jefe del Departamento de Limpieza de Calles de la Ciudad de La Habana, ostentando el grado de Teniente Coronel, y como éste no tenía entre sus soldados ni entre los pacíficos que iban a transportar la carga de la expedición, quien supiese tomar nota del parque que se enviaba, haciendo la correspondiente clasificación, el propio Panchito me requerió a mí, poniéndome como fututo ayudante del General Díaz, ya que con él tuve la suerte de serlo a la primera semana de habernos incorporado a las tropas insurrectas.

Y aquí, precisamente en este punto, fue cuando nos separamos para siempre, el heroico joven de gigantesco espíritu que se llama Francisco Gómez Toro, cuyo nombre debía constituir un símbolo y un ejemplo para la juventud cubana de todos los tiempos y su modesto compañero de aspiraciones y de lucha por la independencia de su patria, de las penalidades que sufrí, yo no estimo necesario hablar aquí. Constan en mi hoja de servicios que se conserva en el Archivo del Ejército Libertador y en este manuscrito en el que narro mis peripecias y pienso donarlo como el mejor recuerdo de mi paso por la vida, a la mujer dulce y cariñosa, criolla sencilla y bondadosa que supo ser mi compañera en la vida.

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