“Yo no soy político”: estas cuatro palabras son una confesión de hipocresía de muchos aspirantes a puestos electivos. ”Si no eres político, ¿qué haces aspirando a un puesto político?”, les preguntaría yo a esa clase de candidatos que al tiempo en que quieren entrar al círculo de los servidores públicos, adoptan el falso concepto de que los que llegaron antes que ellos son propensos a la corrupción, por el simple hecho de que no niegan ser políticos. Honorato Balzac les hubiera dedicado estas palabras que aunque contienen un sentido religioso, pueden adaptarse al plano de lo secular: “Los hipócritas no sirven a Dios; pero se sirven de Dios para engañar a sus semejantes”.
El vocablo “político” proviene del griego “politikós” (trasladado el término a una pronunciación en español), y significa literalmente “dedicado a la ciudad”. Ya en la época de Aristóteles, cinco siglos antes de Cristo, se tenía un conocimiento básico y sistemático del comportamiento del individuo en su participación del acontecer social. El sabio filósofo griego trata en el primer volumen de su libro sobre Política el tema de la sociedad y el lugar del individuo en la misma. Su disertación sobre el concepto de “la superioridad del Estado sobre el individuo” es un reconocimiento a la autoridad y deberes del político a la vez que una recomendación al pueblo a que respete las leyes y preceptos que establecen los que asumen las tareas del gobiernan.
Ser político no es una profesión que merezca el desprecio de los que aspiran, quizás por primera vez en una justa electoral, tratando de separarse de una identidad que de hecho están asumiendo. Es cierto, como dice Remy de Gourmont, que a veces “la política es el arte de servirse de los hombres, haciendo creer que se les sirven”; pero toda generalidad es injusta. En nuestro sistema de gobierno son más riesgosas las posiciones que se designan por los gobernantes, que los mismos gobernantes que tienen que someterse al veredicto de las urnas.
No podemos negar que haya políticos corruptos; pero mucho menos podemos ignorar que hay políticos respetados y ejemplares que cumplen a plenitud su función de servicio a la sociedad. A los que trajinan desde la oposición, a menudo llenos de defectos, les es muy fácil criticar a los que han alcanzado posiciones electivas. Son gente que está por probarse frente a individuos que ya han sido probados. Cuando les llegue a ellos la hora -si es que les llega-, de gobernar, observaremos su comportamiento y juzgaremos su conducta.
Generalmente en las elecciones hemos visto siempre el lamentable procedimiento habitual de confrontaciones áridas con las que pretenden los políticos ganar el apoyo del elector. Esa actitud suele confundir a los que votamos y en muchos casos determina la ausencia del votante a las urnas.
Sabemos que la experiencia se obtiene aprendiendo. Muchos de nuestros funcionarios que han logrado una larga y efectiva carrera política empezaron, naturalmente, por el principio; pero no recuerdo a ninguno de ellos que haya dudado del proceso de la política como campo de batallas. Todos nuestros políticos han pasado la prueba de las elecciones asumiendo la tremenda oportunidad de aprender a compenetrarse más directamente con el pueblo. Desechar esa posibilidad es debilitar posibilidades del futuro.
Es lamentable el hecho de que no todos los electores se interesen en las elecciones. Decir “yo soy apolítico” es una apatía que contribuye al deterioro de nuestras ciudades y al declive histórico de nuestras tradiciones. Napoleón dijo en cierta ocasión que “la buena política es hacer creer a los pueblos que son libres”. No pretendamos nosotros ser libres evadiendo nuestro compromiso con la libertad.
Recientemente celebramos elecciones presidenciales en una contienda llena de inquietudes, insultos, acusaciones y serias dudas; pero finalmente, siete meses después, se va reanudando la tranquilidad y la paz. En cierta ocasión Winston Churchill dijo que “sólo podemos ser matados una vez en el combate, pero varias veces en política”. Tenía razón el ilustre personaje. Nuestro primer presidente tomó posesión el 30 de abril de 1789, y el más reciente, el número 46, ha conquistado su posición a comienzo del año 2020. La presidencia es permanente, los presidentes son efímeros.
En los programas radiales de micrófono abierto se escuchan a veces expresiones desafiantes. “No hay un solo político honrado, todos van al poder para enriquecerse”, decía con exaltación una señora. Ese comentario me hizo pensar en unas palabras del primer presidente de los Estados Unidos, George Washington: “Espero tener siempre suficiente fuerza y virtud para conservar lo que considero que es el más envidiable de todos los títulos: el carácter de un hombre honrado”. Debemos tener cuidado con nuestros juicios y opiniones. La tendencia de generalizar nuestras opiniones nos lleva a cometer injusticias y errores innecesarios.
Debemos tener en cuenta que los cambios suceden y las nuevas generaciones van estableciendo sus reglas, diferentes a las nuestras. Un hecho interesante, por ejemplo, es que el primer presidente de la historia en auspiciar una recepción en la Casa Blanca fue Thomas Jefferson en 1801. Sus predecesores, George Washington y John Adams se instalaron en la presidencia sin celebraciones públicas. Hoy día esa ceremonia se celebra en espacios públicos con la presencia de miles de ciudadanos y personas extraordinariamente importantes de varios países y políticos nacionales de alto nivel. Citamos unas palabras de Jules Bernard: “yo no me ocupo de la política sería como decir yo no me ocupo de la vida”. Ciertamente la política es hoy día un tema abierto, sin secretos que esconder, el congreso a merced de la prensa y los más altos funcionarios seguidos de manera constante, y hasta molesta, por decenas de periodistas y fotógrafos.
Los presidentes tienen el privilegio de ser figuras permanentes en la historia. Algo que no podemos olvidar es que George W. Bush, nuestro cuadragésimo tercer presidente de Estados Unidos, pronunció su primer discurso presidencial a través de la radio en español. En un país multicultural y afectado por continuadas tensiones raciales haber hecho eso fue sin duda alguna un riesgo político, pero al mismo tiempo un precedente prometedor.
Los cubanos llegamos a Estados Unidos cuando Fidel Castro inició en Cuba la dictadura marxista. Desde entonces hemos tenido como presidentes de la nación americana a Dwight D. Eisenhower, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George H. Bush, Bill Clinton, George W. Bush, Barac Obama, Donald Trump y Joseph Biden. Es sorprendente el ascenso político que han conquistado nuestros compatriotas a lo largo de estos numerosos años: miembros de la Cámara de Representantes, Miembros del Senado, gobernadores estatales, alcaldes de decenas de ciudades, miembros de Gabinetes Presidenciales, alcaldes, jefes y directores de altas entidades gubernamentales. La participación de los cubanos en el ámbito político estadounidense nos ha permitido ser respetados y exitosos. Ciertamente hemos tenido nuestros conflictos, nuestras divisiones en el campo de la afiliación partidista y nuestros distanciamientos en el difícil tramo de los períodos electorales; pero hemos aprendido a sobrevivir.
La fama de la política y de los políticos suele ser injusta. No hay seres humanos perfectos, pero hay unos que son mejores que otros. Sucede así en todos los niveles. No estamos en época de buscar votos, pero han sido incontables los políticos que han acudido al llamado de la solidaridad solicitada en relación con el derrumbe del edificio Champlain Towers South de apartamentos hundido en el área de la playa. Hasta el presidente, en medio de sus abrumadoras tareas abrió espacio para estar presente. A la hora de la crisis y del dolor se olvidan las diferencias, se diluyen las distancias y renace la bendita hermandad que nos une a todos a todos en el llamado de la desgracia de los que sufren y lloran.
A mí se me ocurrió hace tiempo, siendo pastor activo, convocar en mi iglesia a una reunión especial para orar por los partidos políticos inmersos en una lucha electoral. De forma tal fue exitosa la convocatoria que la misma ha ido repitiéndose a lo largo de los años. Las peleas de tono racial, la abrupta hostilidad entre los que sustentan diferentes opiniones y la nociva distancia entre los que nos movemos bajo el mismo cielo y dependemos de la providencia del mismo Dios es camino absurdo y desprovisto de metas creativas.
“La iglesia no se mete en política” me afirmó alguien rotundamente. Mi repuesta fue simple, “la iglesia no apoya candidatos, pero no debe vivir despojada de su presencia en la sociedad, tan necesitada de Dios y de los que servimos a Dios”.
0 comentarios