Después de 55 años escribiendo y hablando en público he aprendido varias cositas. Y hoy se las paso al costo.
He aprendido a reducir mis palabras, a no extenderme demasiado, a no utilizar palabras altisonantes, ni hacer un intento absurdo de dármelas de intelectual. Nada detesta mas un lector que tener a ir a un diccionario tratando de encontrarle el significado de una palabra rebuscada por mí.
Me di cuenta que la forma idónea de lograr el respeto de los lectores es solamente respetándolos a ellos. Entendí que la manera más fácil de chotearse es prometiendo diariamente la proximidad de la libertad de Cuba. Hace más de 50 años que dejé de decir que “el lechoncito de Navidad nos lo comeremos este año en una Cuba libre”.
Conseguí con mucho trabajo no pedirle a nadie (ni en el exilio ni dentro de Cuba) que haga algo que yo no estuviera dispuesto a estar al frente para correr los mismos peligros que ellos. Y no escribir nada que pudiera ser utilizado por los enemigos.
Decidí ir al grano, directo, sin cortapisas ni subterfugios, sin florear, sin dármelas de que sé más que el inteligente lector. El lector es el dueño de su lectura, dicta su atención y decide el tiempo que me dedicará y tiene el derecho de parar de leer cuando le da la gana. Y mi deber es intentar mantenerlo el mayor tiempo a mi lado.
Con respecto a la oratoria les voy a decir algo que quizás ustedes se preguntaran: ¿Por qué en los actos cubanos brilla por su ausencia la juventud cubana? La culpa es de los oradores que se extralimitan es sus descargas de barricada.
Entonces, aprendí a observar el reloj antes de comenzar a hablar, mirarlo a cada rato, y a tener a un buen amigo en el público que con mucho disimulo me mande a parar si me paso de 20 minutos. Y ahí hago mutis por el foro.
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