Por JORGE MAÑACH (1951)
Ahora que la polvareda levantada por el ataque de Chibás al Empréstito parece haberse despejado un poco, podemos hacer un esfuerzo por comentar con sosiego el percance. No voy a hacer ninguna apología sectaria. Y para justificarlo, quisiera que se me permitiesen antes unas pocas palabras de orden personal, pues, aunque sea quien esto escribe persona cuya posición política no altera la mecánica celeste, mal que bien está todavía en la vida pública y alguna obligación tiene de justificar sus actitudes.
Yo soy ortodoxo. Lo soy por varias razones. Una que el partido en que por mucho tiempo milité en la política cubana, el ABC, se vertió en el Partido del Pueblo, y yo acepté complacido esa fusión. La acepté porque me parecía, y aún me parece, que lo ortodoxia respondía, aunque con menos densidad doctrinal y más acento popular, a los mismos ideales abeceistas. Sobre eso volveremos luego. En segundo lugar, porque, aunque no siempre he estado de acuerdo con todos y cada uno de los acentos y las actitudes de la ortodoxia, no he hallado hasta ahora razones suficientemente sustantivas y generales para apartarme de ella; y no soy hombre que guste de veleidades y acrobacias políticas.
La “línea” de un partido no está determinada por todos sus puntos, sino por la mayoría de ellas, pues una agrupación política es un hecho humano, y no una figura geométrica. Así pues, no sólo estoy afiliado al Partido del Pueblo, sino que en él presido una de las Comisiones Técnicas Asesoras (la de Cultura), lo cual en cierto modo me sitúa entre los “dirigentes” del Partido.
Ahora bien: ocurre que, además de ortodoxo, soy por noble oficio eso que Montero llamaba “un escritor público”. Como tal, tengo el deber de ofrecerles a mis lectores un pensamiento libre y sincero sobre los problemas nacionales. Por consiguiente, he recabado y mantenido siempre mi derecho y mi deber de escribir con serenidad sin apasionamientos sectarios.
Creo que con esto no solo ayudo un poco a la conciencia pública, sino también a la propia Ortodoxia. Se acredita así públicamente que el Partido no es un rebatido ideológico, sino un grupo democrático con una conciencia crítica. Esta conciencia es siempre indispensable para que un partido se oriente responsablemente en la vida pública. Y no basta que la Ortodoxia la tenga por dentro, como efectivamente la tiene en sus deliberaciones: sino que es preciso que exteriorice ese respeto al matiz crítico, porque eso debe ser parte de su ejemplaridad.
Finalmente, si algún valor -por mínimo que sea, – tiene mi presencia para el Partido, será el que se derive de la estimación pública de que yo pueda disfrutar, y esta estimación se la debo -modestia aparte- a que siempre se me ha visto escribir con honradez, sinceridad y espíritu de servicio nacional. Si yo sacrificase esto, de bien poco le serviría a la ortodoxia mi presencia en ella.
Chibás y el Partido han aceptado siempre esta actitud mía. De acuerdo con ella, he emitido, en estas y otras páginas, juicios personales equilibrados acerca de Gobierno y de las cuestiones públicas, y he suscrito como presidente de la Sociedad de Amigos de la República, declaraciones de censura unas veces y otras de elogio para tal o cual aspecto de la conducta oficial. Huelga decir que tales “pronunciamientos”, como ahora se dice son de mi entera responsabilidad.
Dicho todo lo cual, para descargo de mi conciencia y “alivio de caminantes” -de los que caminan por la misma vía ortodoxa-, reitero mis excusas por lo que ello tiene de personal y procedo a utilizar mi bula de escritor libre, aunque ortodoxo.
A propósito de las referencias de Chibás al Empréstito, se han hecho las siguientes censuras: 1) Que la posición específica del líder ortodoxo contra esa operación financiera fue irresponsable, porque a) se trata de una Ley de la República; b) representa la movilización del crédito nacional y doméstico; c) a su amparo se han hecho, de buena fe, adquisiciones de títulos públicos; y d) el dinero de Empréstito está siendo bien administrado. En razón de todo lo cual se aduce que Chibás es irresponsable, mendaz y demagogo, y que su acceso a la Presidencia de la República sería un peligro nacional.
Para examinar bien esos cargos, hay que empezar por unas consideraciones que sirvan de marco general a nuestro criterio.
Cuba se halla todavía en un proceso revolucionario. Hay un concepto de Martí que no suele recordarse suficientemente: cuando un pueblo entra en revolución no sale de ella hasta que no la completa. Cuba no ha completado la Revolución del 33. En efecto, esa Revolución quiso fundamentalmente dos cosas: Un cambio de instituciones y un cambio de modos y costumbres públicas. La Constitución del cuarenta pautó el cambio de instituciones y, de un modo indirecto, también el de costumbres y modos políticos y administrativos. Algunas de las instituciones que el texto constitucional preceptuó se han creado o se están creando; pocas, poquísimas, se han puesto a funcionar: innúmeros son los preceptos constitucionales que ni siquiera han sido desarrollados en leyes orgánicas. Por ese lado ya, la Revolución no se ha realizado cabalmente.
Mas por el lado de los modos y costumbres públicas, la cosa es aún más grave. La rectificación de la vida pública cubana que la Revolución contempló había de girar sobre tres puntos principales: 1) Competencia en los hombres públicos; 2) Técnica en los procedimientos del Poder; 3) Honradez en el servicio de la cosa pública. -Pues bien: nada de eso se ha logrado, sino todo lo contrario. Al poder- ya sea el Ejecutivo o el congresional- no se va hoy todavía por prestigio de competencia, sino por osado arribismo o por las maquinaciones de la compadrería política, y de eso tienen la culpa unas veces los Gobiernos, que eligen mal a sus hombres: otras los partidos, que postulan mal a sus candidatos.
Por consiguiente, no hay sentido técnico en los procedimientos, vista gorda, desorganización fabulosa, despilfarro, frondosidad burocrática, ausencia de estadísticas y otros medios adecuados de gobernación. Y finalmente, la honradez en el servicio de la cosa pública no es la norma, sino la Excepción: ha sido monstruosa la ausencia de ella en el orden administrativo, y tal vez más disimulada, pero no menos efectiva, en casi todas las demás esferas del Poder, incluyendo la congresional.
Así, pues, no se falsean las cosas cuando se dice que la Revolución está por completar: El Directorio Estudiantil la soñó; e l ABC la documentó y le dio sus fórmulas; Grau la inició en su primera etapa de Gobierno: Mendieta y Batista adelantaron parcialmente hacia la realización de algunos de sus propósitos, frenándola y frustrándola en otros: la Constitución pautó la general reforma; el autenticismo de vía electoral acentuó la rectificación económica y social, pero le dio un golpe casi de muerte a lo que he llamado rectificación de los modos y costumbres públicas. Prío ha querido, pero solo a medias y demasiado tarde, iniciar esa rectificación: todavía las lacras y los resabios son más patentes que los “Nuevos Rumbos”. La Revolución, en cuanto proceso general y profundo de rectificación pública, está inacabada e incompleta.
La Ortodoxia surgió para subsanar esa mutilación; para enderezar todo lo que se había torcido. Por ese se llama “Ortodoxia”. Y Chibás, su líder, que es, (o parece ser hasta ahora) un revolucionario sincero y absoluto, engendró la Ortodoxia. Eso es lo que le da su enorme autoridad sobre ella y ante el pueblo.
Ahora bien: si la necesidad cubana es todavía revolucionaria, hay otro hecho importantísimo que la condiciona: el cauce para satisfacer esa necesidad ha de ser electoral. Ha de serlo, porque el mal público, con ser grave, no lo es tanto que exija mutaciones urgentes y bruscas, y sobre todo, porque el poder de rectificación no le ha sido secuestrado al pueblo, como lo fue por Machado, sino que el pueblo puede todavía cambiar la autoridad pública por medio del voto. Por tanto, la Revolución por hacer no necesita recurrir a una técnica de violencia, sino a una técnica electoral de conquista del poder.
Sabido es que esa conquista puede efectuarse por dos vías solamente: Una de ellas es la concentración hábil de intereses políticos para el dominio de los sufragios; la otra es la persuasión directa del pueblo A los efectos rectificadores, tiene la primera el inconveniente de que no remedia nada, porque la concentración de intereses políticos opera precisamente a base de los “intereses” que hay que rectificar. De ahí el “anti-pactismo” de Chibás, con el cual yo no estuve de acuerdo, hasta que los hechos me han venido convenciendo de que él tenía la razón.
La otra vía de conquista del poder es, repito, la de la persuasión popular: la de conquistar directamente los votos del pueblo sin conciertos ni contubernios de partidos. Pero a su vez en esta vía se ofrecen dos modos posibles de persuasión; la “serena”. Razonadora, doctrinal, y … la de Chibás.
Está visto que la primera no resulta eficaz para movilizar decisivamente la voluntad pública a favor de una idea. El ABC intentó ese tipo de persuasión serena, y fracasó. Cuando subíamos a la tribuna el pueblo nos encontraba demasiado fríos, impersonales, distantes. Quizás el único orador abeceista que enardecía a las multitudes y que alcanzó un acta principalmente a base de su oratoria, fue Eduardo Ciro Betancourt -una especie de Chibás abeceista … De factura doctrinal y “serena” fue también la oratoria de Carlos Saladrigas en su campaña presidencial, y tampoco conmovió a las multitudes.
Esto no conlleva ningún juicio despectivo respecto del pueblo. Sin duda, al nuestro, en general, le falta educación política del tipo más elevado, aparte de que nuestro temperamento es mucho más impresionable por las vías emocionales que por las intelectuales. Pero se trata principalmente de una cuestión de clima histórico.
El pueblo está resentido. Ha sido demasiadas veces víctima del engaño, y lo que apetece es el castigo de sus engañadores. Las meras fórmulas de buen gobierno no le conmueven, porque sabe que todos los partidos abundan en esa retórica lo que admira es la combatividad, la concreción valerosa en el ataque, la denuncia fiera e implacable, la intransigencia. El secreto del gran éxito de Chibás es el haberse percatado de que un momento todavía revolucionario, pero ya electoral, proscribía la violencia física, pero exigía la violencia verbal.
Claro que esa técnica de persuasión tiene, desde un punto de vista elevado, muchos inconvenientes. Simplifica, exagera, anda constantemente expuesta a los errores de la improvisación fogosa y a las tentaciones de la deformación deliberada, o sea de la injusticia. Envicia al pueblo en el alcohol de la diatriba; tiende a rebajar el “tono” de la polémica política.
Pero la desvergüenza, ¿no es aún más intrínsecamente relajadora del público decoro? A Chibás se le reprocha se desmesura. ¿No son todavía más desmesurados los vicios que él flagela? ¿Por qué escandalizarnos tanto con el estruendo de las palabras, y tan poco con el escándalo de los actos? Resulta desagradable oír que públicamente se le llama a un gobernante “ladrón”; pero más repugnante aún es que haya ladrones impunes en la vida pública.
Si la violencia verbal de Chibás tiene todos aquellos inconvenientes que dije, y en modo alguno puede darse como desiderátum o como modelo permanente para la acción política de un pueblo, en cambio habrá que reconocer que son los hechos de la vida pública cubana los que la han engendrado y la provocan y que es ella la que está manteniéndole cierta tonicidad a la conciencia pública actual. ¿Se piensa lo que hubiera podido ocurrir en Cuba, dado el desenfreno de codicias y cinismos en que habíamos caído, si no hubiese estado Chibás ahí para vigilar, para denunciar transgresiones?
Le tachan de demagogo. Pero habría que averiguar si esa imputación no se debe principalmente a su intransigencia con la desvergüenza, a su resistencia frente a toda forma de complicidad. Los que tienen mucho que ocultar suelen ser muy adictos a la mesura y al disimulo. Quienes traicionan al pueblo se indignan de que se apele directamente al pueblo y se alimenten sus iras, La calificación de demagogo es muchas veces un recurso de la hipocresía.
¡Azuzar es el oficio de los demagogos!, escribe Martí. Pero falta saber si Chibás azuza por “oficio” o porque realmente piensa que hay que incitar al pueblo a vindicar por sí mismo, y a rescatar por su cuenta el bien público que le han venido negando los políticos “de oficio”. Yo no le he visto nunca hacer lo que el verdadero demagogo hace, que es ofrecerle al pueblo lo que no se le puede dar. Si le he visto más de una vez oponerse a cosas “incumplibles”. Sus fórmulas de gobierno (véanse sus recientes respuestas a las preguntas de “Los Cinco”) son perfectamente razonables y ponderadas. Toda su “demagogia” es cuestión de “tono” y de “actitud”; no sustantiva ni intrínseca. Y no hay que olvidar que desde que la “masa” se ha hecho el punto de apoyo ineludible de toda acción política de sentido popular, son los médicos psicológicos de la masa los que le imponen a esa política su estilo.
A la luz de estos criterios hay que contemplar, creo yo, la acción política de Chibás, y en particular su ataque al Empréstito.
Quien esto escribe no estuvo de acuerdo con esa operación financiera, y ello, no porque considere que los empréstitos sean malos en sí mismos, desde luego, sino porque en el que se proyectaba no concurrían las dos condiciones necesarias para justificar ese género de operaciones: un plan de inversión en obras básicas cuyo costo no debe pesar sobre los recursos ordinarios del Estado, y una aptitud ya demostrada por parte de los gobernantes para administrar con limpieza y eficacia los recursos extraordinarios que intentaban movilizar. Esa apreciación fue la del partido del Pueblo Cubano, la que otros partidos de oposición y, sin duda, la de una vasta mayoría ciudadana. El Empréstito ciertamente no era “popular”.
Pero eso vale solo como antecedente político y psicológico. Aprobada al fin la operación por el Congreso, era una ley de la República. No nos internemos ahora en la cuestión de si esa ley era o no “repudiable”. En esta teoría lo es, como todas. En la práctica, no hay duda de que la repudiación de los compromisos contraídos a su amparo resultaría siempre demasiado grave por más de una razón. A lo más que discretamente podría aspirarse sería a la “revisión” futura y a las sanciones que una mala administración mereciera.
Ese a Chibás no podía ocultársele. Pero su ataque al Empréstito no se produjo en un documento específicamente deliberado sobre el tema. Fue solo una referencia incidental y brevísima en un artículo de mucha amplitud polémica. Un desarrollo de su referencia le hubiera obligado a ciertas reservas y matizaciones. Pero ni Chibás es hombre de matices y reservas, ni allí se trataba, repito, de enjuiciar globalmente y respondiente a un ataque, la conducta política y administrativa del Gobierno y de sus hombres. Y Chibás apeló a su técnica acostumbrada de generalización y violencia verbal. El resultado fue que la referencia al Empréstito quedó como una simplificación polémica.
Fue hábil el Gobierno en denunciarla; pero la habilidad consistió en sacarla de quicio desmesuradamente. A Chibás se le dio su propia medicina: solo que sin tanta autoridad facultativa -es decir, moral- como la que él tiene para administrarla. El Gobierno (que no es ni tan malo como Chibás a veces dice, ni tan bueno como Prío se cree) montó una vasta tramoya de publicidad y de aspaviento para denunciar un exabrupto.
La reacción de Chibás no fue la de un demagogo. Llevó su improvisación polémica a la deliberación formal de su partido. En el seno de su Comité Ejecutivo, es un hombre sereno, circunspecto, fríamente razonador. Nada de ese grito herido que es su polémica pública. Habla sosegadamente, en voz baja a veces curso abierto en sus propias reflexiones, y siempre con un noble acento patrio. Orienta, pero no coacciona. El Partido analizó, y lo que Chibás en definitiva piensa sobre el Empréstito es lo que aceptó que dijese el Partido al ser emplazado por el Gobierno.
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