Estamos celebrando hoy la tradicional fecha litúrgica conocida como el “Miércoles de Cenizas”, ocasión que determina el comienzo del tiempo de Cuaresma, probablemente la de mayor impacto espiritual en todo el año cristiano.
¿Se ha preguntado usted el significado de las cenizas que en forma de cruz han colocado sobre su frente sacerdotes católicos y clérigos de otras vertientes del cristianismo? Hoy vamos a tener el placer de explicarlo.
La ceniza, del latín “cinis” (incineración incendio, etc.) es el producto final que nos deja cualquier proceso de combustión, en especial el fuego. Por extensión representa la nada, es símbolo de la muerte, del destino inevitable del ser humano y en un sentido religioso, se asocia a la humildad y a la penitencia. Las palabras que se usan para la imposición de las cenizas son: “Concédenos, Señor, el perdón y haznos pasar del pecado a la gracia y de la muerte a la vida”; recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”, y “arrepiéntete y cree en el Evangelio”.
La ceniza es polvo, y se relaciona con el origen del ser humano. Recordemos que “Dios formó al hombre con polvo de la tierra”, y tengamos en cuenta que el designio divino se destaca en estas palabras: “hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho”. Abraham, conspicua figura de la historia bíblica reconoce que “aunque soy polvo y ceniza, me atrevo a hablar a mi Señor. Todos expiramos y al polvo retornamos”. Los orígenes de las palabras nos abren el entendimiento. La raíz del vocablo “humildad” es “humos”, la misma que se usa para formar la palabra “humano”. En la celebración de la Cuaresma suelen llevarse a cabo prácticas rituales que nos hacen ver que ante Dios tenemos que humillarnos. Jesús dijo que “el que se humillare será ensalzado”, y por el sendero de la humildad acortamos la distancia que nos separa de Dios.
En tiempos antiguos –y todavía en diversas prácticas orientales la misma perdura-, la ceniza era una forma de expresar luto y penitencia pública. Había personas que se derramaban cenizas sobre sus cabezas y otras que se sentaban sobre las mismas. La noción de culpabilidad ha ido palideciendo en estos turbios días en los que nos ha tocado vivir; pero en Las Escrituras Sagradas se enfatiza la realidad de que el ser humano es victima del pecado y cuando hacemos esta confesión sentimos la necesidad de arrepentirnos y ser perdonados. Precisamente esa es la esencia de la Cuaresma, que se hace palpable el ritual de las cenizas.
Hay varias connotaciones bíblicas sobre la ceniza que resulta interesante explorar. En el libro de Job, donde se narra la experiencia de un hombre justo azotado por indecibles sufrimientos y por la incomprensión de los que debieron haber sido sus consoladores, el atribulado patriarca profiere esta queja: “he sido arrojado con fuerza en el fango y me han reducido a polvo y ceniza”. En situaciones semejantes solemos nosotros quejarnos de los problemas que nos afectan. La doctora Elisabeth Kubler-Ross, especialista en el tema de la muerte, afirmó que “el sentimiento de la culpa aumenta el dolor de morir”, y reconoció, de acuerdo con sus estudios, que el ser humano empieza su derrotero hacia la muerte con una natural expresión de protesta o negación. Job nos enseña, desde su propia experiencia, esa realidad y usó el símbolo de la ceniza con la inescapable realidad del sufrimiento y el forzoso encuentro con la muerte.
En el poético libro de Los Salmos se nos revela el hecho de que la aflicción toca indiscriminadamente a todos los seres humanos. Una forma de expresarlo se evidencia en estas palabras: “las cenizas son todo mi alimento ….”. Cuando sobre nuestra frente se imprime la señal de la cruz por medio de las cenizas se nos está indicando que somos criaturas frágiles sujetas al castigo del sufrimiento; pero al mismo tiempo se nos proclama un sentimiento de victoriosa esperanza: “miró el Señor desde el altísimo santuario, contempló la tierra desde el cielo, para oír los lamentos de los cautivos y liberar a los condenados a muerte”. Debemos entender que la Cuaresma es una caminata espiritual que desemboca en el milagro de la tumba abierta.
En La Biblia hay historias de tono profundamente trágico que a menudo tratamos de ignorar por aquello de no disminuir nuestro respeto por el texto sagrado; pero ciertamente La Biblia es un libro que expone de la vida, tanto los valores a imitar como las acciones que son censurables. En el segundo libro de Samuel aparece la historia de la princesa Tamar, que fue violada por su hermano Amnon. Ante desgracia tal, la joven “se echó cenizas en la cabeza” para proclamar ante Dios el dolor que experimentaba por la vejación infame de que fue objeto. En este caso las cenizas no son para extender posibilidad de justificación al desvergonzado, sino para declarar misericordia sobre su víctima. Las cenizas se convierten en un símbolo de búsqueda de alivio por los dolores y decepciones que sufrimos como consecuencia de actos impíos cometidos por otros.
El autor de la carta a los Gálatas, en el Nuevo Testamento, aclara que “las obras de la carne son inmoralidad sexual, impureza y libertinaje, idolatría y brujería; odio, discordia, celos, arrebatos de ira, rivalidades, disensiones, sectarismo y envidia; borracheras, orgías, y otras cosas parecidas”. Oportuno es recordar las palabras de Jesús en el evangelio de San Juan cuando se narra que una multitud pretendía lapidar a una mujer por la supuesta acusación de haber sido sorprendida en un acto de adulterio. Dirigiéndose a los acusadores, Jesús les dijo: “aquel de ustedes que esté libre de pecados, que tire la primera piedra”. En efecto, nadie está limpio de culpa en este mundo, y esa realidad nos obliga a humillarnos ante Dios por nuestra desobediencia y nuestro desvío de sus estatutos. Y no solamente por el mal que hacemos, sino por el bien que dejamos de hacer. Analicemos cuántos vivimos de acuerdo con el fruto del Espíritu que aunque varios, se ajustan a una singularidad: o todos, o ninguno. En Gálatas: “el fruto del espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio”. Insistimos en que la lista está en singular, lo que implica que se practican todas las virtudes sin excepción, como si se tratara de una irrompible obligación. La ceniza del miércoles que da inicio a la cuaresma significa que debemos humillarnos ante Dios en reconocimiento de que le fallamos de manera continuada y variada.
Abraham, con toda su grandeza, confesó ante Dios: “reconozco que he sido muy atrevido al dirigirme a mi Señor, yo, que apenas soy polvo y ceniza”. El hecho de permitir que nuestras frentes se vistan con cenizas no es un espectáculo ocasional o una decisión trivial, es un acto de humillación por medio del cual nos avergonzamos de nuestra pecaminosidad, reconociendo la inconstancia de nuestra devoción, la debilidad de nuestras promesas y convicciones y lo endeble de nuestra fe. La cuaresma, sin embargo, es exactamente un sendero de recuperación, un período de tiempo igual al que pasó Jesús en el desierto antes de iniciar su ministerio terrenal.
Un tema asociado al miércoles de ceniza es el del arrepentimiento. El primer domingo de cuaresma, en las iglesias que siguen un leccionario común se inicia una serie de predicación y de lecturas litúrgicas relacionadas con esta fundamental experiencia cristiana. El idioma original en que se escribió el Nuevo Testamento es el griego popular de finales del primer siglo, y el vocablo que se usa para arrepentimiento es “metanoeo”, que significa textualmente “cambio de mente”. La Nueva Concordancia Griega nos explica que “es un cambio de mente y corazón que se aleja del egocentrismo y el pecado y nos acerca a Dios y a la santidad”..
El problema contemporáneo es que carecemos de sentido de culpa y por lo tanto no tenemos de qué arrepentirnos. Una sociedad sin Dios es una sociedad sin noción del pecado, lo que la lleva al relativismo de la moral, la negación de los valores y la ausencia de la fe. Exactamente la Cuaresma es una época propicia para erradicar esas anomalías que cambio tan negativo de nuestra identidad han provocado. El profeta Daniel, obligado por decreto real a desechar sus creencias religiosas, no se adaptó al secularismo que quisieron imponerle, sino que reforzó su vida espiritual. Este es su testimonio: “… me puse a orar y a dirigir mis súplicas al Señor mi Dios. Además de orar, ayuné y me vestí de luto y me senté sobre cenizas”. Este fue su método para vencer la represión secular y la tentación de someterse a los rigores del agnosticismo y la idolatría.
Las cenizas que nos pusieron en la frente para que nos internáramos en el recorrido de la Cuaresma son un simbolismo múltiple. Nos advierten que debemos separarnos de las profanidades de un mundo corrompido, nos afirman que podemos encontrar en Dios el sostén y el apoyo seguro en las horas de las pruebas. Y nos confiere la esperanza de que en las situaciones opresivas del pecado hallaremos liberación, además de indicarnos el deber de la humillación ante Dios y su santa voluntad,
Es aleccionador el hecho de que las cenizas que se impusieron el miércoles se obtuvieron quemando las palmas usadas el domingo de ramos del año pasado. Esto nos recuerda que lo que fue signo de gloria pronto se reduce a nada. La imposición de las cenizas nos advierte que algún día vamos a morir y que nuestro cuerpo se va a convertir en polvo. Nos hace saber que todo lo material que tengamos se acaba. En cambio, todo el bien que hayamos hecho se nos revierte en alabanzas en la eternidad, junto a Dios.
Vamos a terminar citando un inspirador poema de Amado Nervo titulado “¡Oh, Cristo!”:
“Ya no hay un dolor humano que no sea mi dolor;
Ya ningunos ojos lloran, ya ningún alma se angustia
sin que yo me angustie y llore;
ya mi corazón es lámpara fiel de todas las vigilias,
¡oh, Cristo!
En vano busco en los hondos escondrijos de mi ser
para encontrar algún odio: nadie puede herirme ya
sino de piedad y amor. Todos son yo, yo soy todos.
¡Oh Cristo!”
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