Por Lewis Hanke (1955)
El cuarto centenario de la publicación de los primeros libros de Bartolomé de Las Casas proporciona al mundo una oportunidad de reexaminar sus ideas y evaluar su influencia. Los aniversarios siguen con frecuencia un patrón regular y familiar. Piadosas apologías, banquetes soporíferos, gruesos volúmenes de discursos, pronunciamientos oficiales y otros tipos de bacanales académicas se organizan para satisfacción de los que celebran un acontecimiento muy alejado en el tiempo. Sería, sumamente infortunada que la conmemoración de la publicación en Sevilla, en 1902, de la “Brevísima relación de la destrucción de las Indias” y otros ocho tratados, deviniera cosa insubstancial o perfunctoria, porque las ideas y principios por las cuales luchó en el siglo XVI son problemas vivos hoy.
Cuatrocientos años deben de darle al mundo una perspectiva y permitirnos a nosotros una oportunidad de considerar de nuevo la influencia histórica y el significado contemporáneo de esta figura tan candentemente discutida en la historia de esa gran procesión de sucesos que los españoles del siglo XVI consideraban los más miríficos desde la venida de Cristo–el descubrimiento, conquista y colonización de América–.
Sus contemporáneos consideraron a Las Casas de diverso modo: un santo líder, un fanático peligroso o un necio sincero. Aún hoy su memoria sigue lozana debido a sus activas disputas; los argumentos sobre su confiabilidad siguen ensanchado hasta el extremo de que la reputación de este hombre se ha vinculado inextricablemente con los juicios que se emiten sobre el régimen colonial español como un todo.
Todavía se pronuncian juicios desfavorables, por lo menos en las tierras angloparlantes, sobre lo que los españoles llaman “La gran empresa de las Indias”. ¿No se permitió el difunto juez Alan Guidaborough, al sentenciar a muerte al puertorriqueño Oscar Collaso por su participación en el atentado a la vida del presidente Truman, referencias gratuitas a las iniquidades del sistema colonial español? Y cuando el “New York Times”, editorializó sobre el cuarto centenario de la Universidad San Marcos, de Lima, Perú ¿no consideró el establecimiento de tan famosa institución educacional, una “chispa de civilización en medio de los horrores, de la traición, la codicia y la opresión españolas”?
Las Casas ha sido, en gran medida responsable de que se haya creado este obscuro cuadro de la acción española en América, y, sin embargo, su vida no se conoce bien. No sabemos dónde está sepultado y la magnitud total de la información que poseemos sobre el nombre Las Casas, es lamentablemente pequeña. Ningún contemporáneo hizo una descripción de su aspecto físico y ningún pintor lo fijó en el lienzo. A lo que parece, Las Casas experimentó el impulso de escribir una autobiografía y tenemos que depender en gran medida, de escritos históricos y polémicos, que están magníficamente llenos de controversias públicas, para proporcionarnos la base de nuestro conocimiento actual sobre el sitio que ocupa en la historia.
Se cree que nació en Sevilla y puede que haya estudiado en la Universidad de Salamanca antes de ir al Nuevo Mundo a donde su padre y su tío macharon antes que él. Se hizo sacerdote, pero esto no le impidió tomar parte en la conquista de Cuba. En 1514 experimentó en su corazón un cambio radical, se percató que los indios habían sido maltratados por sus conquistadores y determinó dedicar el resto de sus días a la defensa de ellos.
Se hizo el renombrado campeón de los indios y durante medio siglo fue una de las figuras dominantes de la época más excitante y misteriosa que ha conocido España.
Los años que mediaron entre su despertar de 1514 en Cuba y muerte en Madrid, en 1566, a la edad de noventa y dos años, fue sucesivamente reformador en la corte de España, colonizador fracasado en Venezuela, fraile en La Española, estorbador de guerras que consideraba injustas, en Nicaragua, luchador en pro de la justicia por los indios en acerbos debates entre eclesiásticos, en México, promotor del plan de conquistar y cristianizar, por medios pacíficos solos, a los indios de Guatemala, triunfal agitador ante la corte española en beneficio de muchas leyes para proteger a los indígenas americanos, y Obispo de Chiapas, en el sur de México.
Después de su regreso final a España en 1547, a la edad de setenta y tres años, sirvió como procurador o abogado general de los indios durante las dos últimas décadas de su vida, durante las cuales también produjo y dio a las prensas algunas de sus obras más importantes.
De estos escritos de Las Casas, publicados en su vida, el tratado que más de inmediato inflamó la mente de los españoles fue la “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”. Esta desenfrenada denuncia de la crueldad y operación españolas hacia los indios, llena de horripilantes estadísticas sobre el número de indios muertos, y otras duras acusaciones, fue impresa en Sevilla en 1552. Aun cuando Las Casas creía que el trato de los indios era “menos malo” en México, la obra es una acusación de la acción española en todas partes de las Indias.
Los bramidos de Las Casas al dirigir sus furiosos asaltos contra muchos de los grandes líderes de la conquista no predispusieron a los hombres, entonces o más tarde, en favor de apreciar o examinar de cerca las citas marginales o los argumentos que desarrolló en otros ocho tratados, impresos hacia la misma época y en el mismo lugar. Las muchas traducciones de la “Brevísima relación” que salieron a la luz en inglés, holandés, francés, alemán, italiano, e influyeron poderosamente en el mundo para hacerle creer que los españoles son congénitamente crueles, como lo evidenciaba el trato que daban a los indios americanos.
Los famosos dibujos de De Bry usados para ilustrar muchas de esas traducciones, pintando regocijados españoles cazando indios con mastines y haciendo una carnicería hasta en mujeres y niños de muchos desagradables modos, difundieron extensamente las acusaciones de Las Casas, aun entre quienes no sabían leer. Sus escritos, y el uso político que de ellos hicieron varios países, introdujeron la moderna edad de la propaganda.
Los ingleses usaron adecuadamente las traducciones de Las Casas en sus disputas políticas con España, y la leyenda de la crueldad española fue llevada a las colonias inglesas de la América del Norte. “La Brevísima relación” continúa como arma de propaganda porque fue reimpresa en un periódico durante la Guerra Civil española, y cuando los japoneses cultivaban relaciones con España antes de Pearl Harbor apareció en un periódico de Tokio un ataque a Las Casas.
Es una tremenda ironía de la historia que los escritos de este solo español del siglo XVI, que se dirigía a su pueblo en un intento por conmoverlo apartándolo de su impiedad llegaran a publicarse en tantas tierras y tantas lenguas que hayan servido para cristalizar durante siglos la hospitalidad de los extranjeros contra la nación española. Otra ironía es que este cristiano de paz, que acentuaba el amor de Dios e insistía en la bondad hacia los indios, despertara en los españoles tanta animosidad y acrimonia. Las Casas exaltaba todas las virtudes pacíficas en sus escritos, pero su vida toda fue un ataque – un ataque fiero e intransigente– contra cualquier cosa que concibiese mala para los indios.
No solamente sus exageraciones deformaron la realidad de la acción española en América, sino que fijaron también en la mente de muchos españoles un concepto falso, o por lo menos incompleto, de Las Casas y los cegaron a sus virtudes. Los elogios, a veces, excesivos, que le han otorgado sus hermanos dominicos y otros quienes le denominaron “un verdadero siervo de Dios” le han sido negados por muchos, y en años recientes se le ha llamado pre-marxista que predicara la lucha de clases.
Su cordura ha sido puesta en tela de juicio, y un tiempo fue descripta su obra como “La miserable y frenética piedad del anárquico Padre Las Casas”. Un bibliógrafo español, al sopesar las opiniones sobre Las Casas en la actualidad, considera sus escritos “peligrosamente elocuentes” mientras que un erudito mexicano le describe como una admirable persona, poseída por el demonio, cuyo concepto igualitario de la humanidad era peligrosamente moderno.”
Otras voces se han elevado en España, en América y en otras partes para defender y explicar a Las Casas. La popularidad de Las Casas es inequívoca en algunas partes de la América española. Guatemala le erigió cierto número de estatuas y bustos, le ha puesto su nombre en escuelas y parques, ha emitido una serie de cinco sellos en 1949, en su honor; en 1951 acuñó una moneda de un centavo con su imagen, y todavía tiene una población nombrada Las Casas en la provincia de Alta Verapaz.
También en México, en pasados años se han erigido estatuas suyas. Unos choferes de alquiler en la ciudad de México saben de Las Casas, y podría escribirse un interesante ensayo sobre la popularidad de las Casas en Hispanoamérica. El escritor anónimo que intentaba que se colocase una estatua de Las Casas en algún punto estratégico del Nuevo Mundo, como, por ejemplo, en el istmo de Panamá, es ejemplo de la extendida devoción a Las Casas en Hispanoamérica, y la amargura que aún existe en América contra los conquistadores españoles puede medirse por el hecho de que la opinión pública de México jamás ha permitido una estatua de Cortez en la tierra que conquistó España.
Hay que recordar también que Las Casas ha devenido en un símbolo y ha sido generalizado, como dice Salvador de Madariaga, en el tiempo y en el espacio. Cuando el líder revolucionario argentino, Bernardino Rivadavia quería describir adecuadamente al escritor francés de la “Edad de la Ilustración”, Abate de Pradt, se refería a él como al de “Las Casas de nuestro siglo”. Cuando un bibliógrafo norteamericano quería dar una idea de crueldad de sus compatriotas con los indios, explicaba a su entorno que el informe oficial por el Senado de los Estados Unidos “contiene la prueba de horrible matanza de inofensivos indios en Sand Creek. Nada en las relaciones de Las Casas sobre las atrocidades españolas, lo sobrepasa.”
Se han escrito novelas y efusiones poéticas de varias calidades con Las Casas. Se nos ha dicho, por ejemplo, sobre la autoridad de varios escritores mexicanos del siglo XIX, que el predicador Martin Durán fue torturado y luego quemado en México, después de un proceso de la Inquisición, porque declaró en un sermón que el Papa podía errar y en otro se quejó de la crueldad de los españoles, alabando el celo evangélico de Las Casas. Pero según Joaquín García no se ha presentado nunca documento alguno que apoye este interesante episodio, el cual parece ser una fábula ingeniosa.
El tumulto y grito que acompañó a Las Casas a través de su vida ha durado hasta hoy. Las Casas ha sufrido a lo largo de los años, de parte de sus enemigos y de los excesos y adulaciones de sus amigos. Un extremo ha conducido a otro y en consecuencia, la opinión del mundo sobre Las Casas ha fluctuado violentamente. Unos observadores han adoptado la actitud benigna de Diego Fernández, el historiador de Perú del siglo XVI, de Las Casas abogó por proposiciones que eran “buenas y santas pero difíciles de realizar”, mientras que otros estimaban que siempre cantaba fuera de tono”, que era de lo más poco representativo y “en realidad uno de los menos conspicuos aun en los anales misioneros de su propia orden”.
Durante algún tiempo, a fines del siglo XIX, estuvo de moda “menospreciar el honor que Las Casas ha tenido por tanto tiempo en la estimación del mundo, si no demostrar que fuera un hombre fracasado y decepcionado”. Pero la marea siempre refluye. Justo Sierra le consideraba un “hombre necesario”. John Fiske se refería a él como “una figura que en algunos respectos (era) la más bella y sublime en los anales de la cristiandad desde la edad apostólica” y F. A. Kirkpatrick, le describía como “devoto sacerdote, apasionado predicador, fogoso disputante, violento propagandista y entusiasta filántropo, que era al igual de los más grandes conquistadores en valor y determinación, pero que no poseía las cualidades de un discreto y práctico comandante”. ¡Todo el mundo parecía sentirse obligado a dar su opinión sobre Las Casas! Hasta Philander C. Knox pronunció un discurso, preparado acaso por algún escritor a sueldo, de inclinaciones históricas de aquella época en que, como secretario de Estado, visitó al presidente de la República Dominicana el 27 de marzo de 1912, el cual incluía la siguiente observación:
“Experimento especial satisfacción al poder respirar el aire libre… del hogar de Las Casas, ese hombre grande y bueno que, en el siglo XVI, figuró en primera fila como el abogado de los derechos del hombre y que es reverenciado con justicia por todos los americanos amantes de la libertad como uno de los primeros apóstoles de la democracia y la libertad.”
El volumen mismo de los escritos de Las Casas ha sido una de las dificultades para juzgar su obra. Él mismo afirmó haber escrito en español y en latín más de “dos mil pliegos” en favor de los indios. Los proponentes de una opinión o de otra han podido, con frecuencia, hallar en sus escritos lo que han buscado. La personalidad de Las Casas ha movido también a los hombres a violentas reacciones. Había en Las Casas una complacencia y rectitud irritantes que fastidiaba enormemente a algunos de sus contemporáneos y a personas que vivieron generaciones, y hasta siglos, después que él. Este fraile se consideraba también por encima de la ley del tiempo. Una vez que se trasladó a España sin el requerido permiso de las autoridades reales fue interrogado acerca de eso y replicó con altivez que había viajado “con licencia de la caridad”.
Pocos españoles se molestaron en aprender más acerca de Las Casas, aparte de que exageraba el número de los indios muertos violentamente. Como en el caso de nuestro Willian Lloyd Garrison, los hombres han vacilado entre las opiniones de que era un idealista magnánimo, de realizaciones heroicas, y que era un fanático nada práctico, que realizó unas cuantas obras buenas, de una manera muy desagradable.
El problema grande y poco menos que insuperable que arrastra todo estudioso de Las Casas es, pues, cómo impedir que el ardor que él generó chamusque el juicio de aquellos que estudian su vida. No es difícil entender por qué cuatro siglos de falsos conceptos han sido el resultado de ellos.
Sin embargo, durante los últimos cincuenta años, los doctores han estado señalando de modo creciente que Las Casas fue mucho más que un propagandista. Fue también un historiador, cuya Historia de las Indias sigue siendo uno de los documentos básicos del descubrimiento y los primeros tiempos de conquista de América. Ha venido también a ser reconocido como un teorizante político de importancia y es uno de los primeros antropólogos de América. Aunque la España del siglo XVI era una tierra de eminentes eruditos y atrevidos pensadores, pocos de sus contemporáneos fueron más independientes en sus juicios, más doctos en sostener sus opiniones o más universales en su campo de interés que Las Casas.
Hoy en tanto el mundo busca a tientas una base honesta para una paz duradera entre los pueblos de diversas culturas, no es la multiplicidad de sus intereses intelectuales ni de la devoción sincera de este fraile a los indios lo que excita nuestro respeto y simpatía tanto como su actitud hacia los no españoles y los no cristianos. Porque Las Casas rechazaba la opinión popular de que los indios descubiertos en la acometida de España a través de las tierras del Nuevo Mundo eran bestias, ni suscribía tampoco la teoría de que eran esclavos por naturaleza, según la opinión aristotélica, o criaturas semejantes a niños, con tan limitado entendimiento que había de traducirlos como perpetuos menores. Las Casas, por lo contrario, insistía en que la civilización de los extraños seres dados a conocer al mundo por la conquista española no sólo merecía estudio sino también respeto.
Adelantó la idea de que los indios del Nuevo Mundo se comparaban favorablemente con los pueblos de los tiempos antiguos y mantenía que los templos mayas de Yucatán no eran menos dignos de admiración que las pirámides de Egipto, anticipando de tal suerte construcciones de los arqueólogos del siglo XX. La más alarmante de todas sus opciones.
Al menos para los orgullosos españoles de su época que dominaban al mundo europeo, era la afirmación de que algunos aspectos de los indios eran superiores a los españoles. Otros españoles de la época de la conquista sostenían que todos esos pueblos nuevos eran de un tipo inferior de humanidad y que debían de ser sometidos a la dominación de los españoles. Uno de los más grandes juristas y pensadores de la época, Juan Ginés de Sepúlveda, no titubeó en pronunciarlos no del todo hombres, por encima de los monos, desde luego, pero indignos de ser considerados en la misma categoría que los españoles.
Las Casas lanzó toda su enorme vitalidad, su extenso saber, y su habilidad en el debate, contra esas opiniones. Apasionadamente argumentó que los indios, aunque diferentes a los españoles en el color, las costumbres y la religión, eran seres humanos capaces de
hacerse cristianos, con el derecho a gozar de la propiedad, la libertad política y la dignidad humana, y que debían de ser incorporados a la civilización española y cristiana en vez de esclavizarlos o destruirles.
Un paso vacilante más se daba así en la senda de la justicia para con todas las razas en un mundo de todas las razas. Porque, aun cuando Las Casas comenzó como defensor de los indios solamente a apañarse a la esclavitud del negro también “por las mismas razones” y, para citar a uno de sus traductores, ardía en “piadoso celo de convertir almas a Jesucristo arrebatándolas al poder de las tinieblas”.
Creía, con profunda convicción, que los pueblos de todas partes podrían civilizarse si se emplearan solamente métodos cristianos pacíficos, y que “no existe hoy nación alguna, o podría existir, por bárbara, tierra o depravada que fuese en sus costumbres, que no pudiera ser atraída y convertida a todas las virtudes políticas, y a toda la humanidad de los hombres domésticos, políticos y racionales”. Inclusive los errantes semidesnudos de la Florida eran hombres racionales a quienes se les podía enseñar. Simplemente se hallan en ese estado de rudeza en que todos los otros pueblos existieron antes de recibir instrucción.
Aquí vemos la primera afirmación enfática después de la invención de la imprenta, de esa “verdad axiomática” proclamada por la Declaración de Independencia inmortalizada por Abraham Lincoln en el discurso de Gettysburg: que “todos los hombres han sido creados iguales”.
¿Qué mayor fruto podía haber producido el descubrimiento de América y de sus muchos pueblos diversos que la conclusión de Las Casas: “todos los pueblos del mundo son hombres”? Para mí está claro que esta creencia de Las Casas o hipótesis si se quiere, sobrevendrá a los siglos y vendrá a ser conocida como una de las más importantes contribuciones de España al mundo.
Es significativo notar que mientras más se estudia a Las Casas más se convierte en una figura universal. Hemos visto que, aunque comenzó como defensor de los indios solamente, presto abandonó la esclavitud negra cuando vio lo que significaba. Esta universalidad de Las Casas está bien ilustrada con carta que escribió al rey desde Sevilla. Mientras aguardaba a embarcar para América en su último viaje no había estado ocioso, y refirió al rey que había descubierto a muchos indios injustamente retenidos como esclavos en el sur de España. Se quejaba de sus dificultades legales para obtener la liberación de una india, e imploraba a la corona que no permitiese tales demoras judiciales en asunto tan importante a “la libertad de los indios y de todos los pueblos del mundo”.
Ahí está la significación actual y en realidad, perdurable de este fraile para los hombres modernos. José Rizal, el patriota filipino que atacó la dominación española durante la última década del siglo XIX seguía seguramente los preceptos de Las Casas cuando expresó “somos personas”.
¿Continuarán los viejos e influyentes debates, de tono histérico y polémico, entre los que consideran a Las Casas un caballero moral sin mácula y los que le denuncian como un español desleal, responsable él solo de la “Leyenda Negra” contra España? Sobre todo, ¿será posible que el mundo vea a Las Casas como un todo: sus virtudes sus defectos, sus exageraciones y sus verdades fundamentales? Se alcanzará un resultado importante si se dedica más atención al estudio de su vida, porque todavía hay algo que aprender sobre él.
Tenemos estudios de él como bibliófilo, erudito y propagandista, como psicólogo, como teorizante político, como historiador, como antropólogo, como geógrafo, como humanista. Sin embargo, otros ensayos pueden escribirse, y sin duda se escribirán, sobre Las Casas el educador, el político, el economista (porque tiene unas teorías interesantes sobre la causa de la inflación y sostenía decididas opiniones sobre el poder del sistema de libre empresa), el filósofo, el burócrata, el teólogo, filólogo, el naturalista, el sociólogo.
Es de esperarse también que alguien, algún día prepare un índice de conceptos erróneos sobre Las Casas, con su corrección, del mismo modo que Jacques Barzun a compilado uno sobre Berlioz. Fernando Ortiz ha hecho un magnífico comienzo en este terreno con su artículo “La leyenda negra contra Bartolomé de las Casas”. Y nosotros sabemos que Agustín Miyares Cario proyecta emprender otra de sus labores benedictinas, haciendo un índice de todos los libros y autoridades citados por Las Casas en sus obras, que será una contribución monumental, de gran servicio para los estudios del hombre y de su época.
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