ANTONIO MACEO: Anécdotas del Hombre y Curiosidades de su Intimidad

Written by Libre Online

6 de diciembre de 2022

FRENTE A AQUELLOS MUCHACHOS

Ciertamente había pasado algo más de un largo medio siglo. Ya el guerrero dormía para siempre frente al escenario de valles y colinas y aquel muchacho de Nueva Paz que habló con él una mañana era ahora el hombre de voz como rota por el huracán de los años. Ahora caminaba cuidando alegres jardines, pero un día vio al héroe frente a frente y no ha podido olvidar su corazón.

Eran los días del relámpago de sangre y valentía. La invasión como prodigio estratégico— había conmovido a Cuba. El reguero de pólvora y machetes había sido llamarada instantánea. La caballería mambisa había adquirido condición de leyenda y de epopeya. Tan pronto el enemigo la creía escuchar entre nubes de polvo hacia el Norte, como sorprendía a las fuerzas de más al sur. 

Aquel ejército peleaba contra uno de los más poderosos y experimentados de Europa, que poseía generales condecorados en viejas campañas y un río de recursos técnicos, de hombres y de oro. La lucha era desigual, pero frente a la columna mambisa iba un hombre al que ninguna herida parecía herir, que penetraba muros de balas o de sables y triunfaba: era el general Antonio. Cuba y el mundo lo sabían.

Por eso, aquella mañana, en las afueras de Nueva Paz, los muchachos se sintieron hombres y Mariano Soler le habló al General de la resolución de ir con él hacia la heroica muerte o la vida gloriosa. Antonio Maceo los miró queriendo empinarse ellos sobre su edad, hijos de aquel pueblo suyo martirizado y heroico, desangrándose por la libertad. Los vio como arbolillos tiernos, que pretendían ser árboles resistentes antes de tiempo, y con orgullo de cubano, pero con firmeza de hombre, les dijo, poniendo el corazón en la voz y el sol en las palabras:

—Muchachos… ustedes lo que tienen que hacer ahora es crecer… si… crecer…

Ellos lo miraron, reiterando sus anhelos de seguirlo, pero Maceo los contuvo:

—No… Están todavía muy jóvenes.

Pero el General pensó que su 

negativa seca y cruda los dejaba como sin horizontes inmediatos y poniendo ternura en su honda voz varonil, les dijo, acercando más al corazón las palabras:

—Crezcan… por si cuando yo vuelva y los necesito… puedan seguir conmigo.

Lo vieron alejarse. El General iba a la muerte, pero a una muerte que iba a darle- más vida, porque iba a sembrarlo en el corazón de Cuba. El muchacho de aquel entonces cuida ahora los jardines de un parque grande. Todavía al relatar la historia le tiembla la voz de emoción. Mi amigo el poeta Luis Maderal me llevó una tarde para que lo conociera y cuando Mariano Soler decía Maceo, parecía que en la voz nacía como un canto de epopeya.

No volvieron a ver al General, pero unas pocas palabras del héroe fueron suficientes para que aquellos muchachos —ancianos hoy— sigan sintiendo el milagro de un Maceo vivo. 

LA COMPAÑERA EJEMPLAR

Al héroe grande, la esposa ejemplar. Hay momentos en que esa presencia de María Cabrales en la vida del general Antonio tiene mucho de la ayuda del destino proporcionándole al hombre singular y relevante, la compañera comprensiva, heroica, generosa y tierna. En la figura de María Cabrales van parejas esa valentía cotidiana y esa comprensión en los grandes momentos de las mayores dificultades. La buscaron las balas, porque ella anduvo en la pelea, y no quiso nunca rehuir el peligro. 

Curó heridas, dio valor, vio morir en la manigua pobre y desguarnecida, pero infundió valor a los que caían, porque ella sabía que vivían para siempre en el friso heroico de Cuba.

Compartió penas y sacrificios, esperanzas y agonías, tempestades y triunfos. Y no fue soberbia al saberse esposa del guerrero vencedor, del héroe de un pueblo, ni tembló ante los sacrificios y las derrotas.

El General la amó con el corazón grande que tuvo como una estrella, siempre. Y este guerrero que causaba pasmo, estupor, espanto, en los enemigos y del que llegó a escribirse que él solo era la guerra, cuando se encontraba a solas en la hora de las despedidas necesarias, le temblaba el alma como sí un huracán la sacudiera.

Al embarcar en Puerto Limón y tener que dejarla, le dijo con angustiadora ternura:

—María… La patria, ante todo. Y ella comprendió bien.

En otro de esos adioses a los que obligaba el deber hacia la patria en agonía, el General sacó voz desde su congoja, desde su tierno amor, y le dijo a la esposa:

—El honor está por sobre todo. La primera vez luchamos juntos. Ahora es preciso que luche solo haciéndolo por los dos.

Así era este hombre, desde su valentía nacía como una llama su ternura de varón amoroso, leal.

Cuenta Griñán Peralta, el agudo biógrafo de Maceo, que el General, al escribirle a la esposa, teniendo él cincuenta años, lo hacía con la emoción del muchacho de profunda virtud amorosa.

En una de sus cartas de la plena madurez de su vida, le dice a la compañera, como despedida: «Recibe el corazón de tu esposo que te adora y desea.» Es casi un verso de amorosa intimidad.

SOBRIEDAD EN LA VICTORIA

Mantua era ya de las fuerzas de la libertad. Lo imposible había sido posible. Lo que parecía irreal era ya realidad. Triunfó la invasión y había movido a los comentaristas norteamericanos a comparar la empresa de Maceo con la de los mayores estrategas de la guerra entre el norte y el sur, en el país enorme. Maceo era el héroe, el pueblo decía su nombre con firmeza de raíz, de árbol corpulento, se le vitoreaba, se le seguía, se le escuchaba con mezcla de santidad civil de cordialidad emocionada.

El Ayuntamiento de Mantua quiso demostrarle el aprecio de todo un pueblo, el general sobrio más sobrio porque era momento de victoria, con amabilidad, franqueza, pero firme voz rehusó beber. Se excusó también cuando quisieron que fumara en el ayuntamiento. Y no es que quisiera aparentar virtud, sino que sentía la fuerza de la sobriedad, de la compostura en medio de la alegría desbordada. 

Él pensaba en la faena de más tarde, en lo que aún quedaba, en la afirmación de la libertad y necesitaba seguridad máxima porque mientras más se entregaba a aquella embriaguez del inmediato triunfo en aquel acto solemne, él parecía mirar mucho más allá de la ceremonia del Ayuntamiento de Mantua. Miraba hacia la afirmación de la República que tendría que nacer de tanta sangre heroica. 

VALEROSO EN LA ADVERSIDAD 

El general Gómez el firme y grande “Chino viejo” mucho quiso a Maceo y muchas pruebas le dio de su amistad leal y sincera, pero los años de la guerra larga traían también inevitables rozamientos, malentendidos que la fraternidad y el amor a Cuba deshacía más tarde, pero que de pronto surgían como inevitables circunstancias humanas. 

Así, nació una desavenencia entre los jefes. Maceo reaccionó como sabía hacerlo, con su decoro de cubano leal y con su hombría sin mancha. Él quería servir y cualquier sitio era bueno, si desde allí podía ser útil a la causa de la libertad. Por eso le dijo al general en jefe: “No me ofenderé porque a mí se me mande a desempeñar un puesto inferior a mis merecimientos”.

En los días precursores a la Asamblea de Jimaguayú, donde debía estructurarse definitivamente la arquitectura de la República en armas por la que había dado su vida Martí, se habló de designar jefe del Ejército a Maceo. Y darle al General Gómez el Ministerio de Guerra, pero Maceo comprendiendo que el general Gómez podía sentirse lastimado en su ansia de mayor gloria para Cuba, aconsejó designar General en Jefe al gran dominicano.

—Lo que él hace por Cuba lo hace espontáneamente, y sin que nadie le obligue a ello. De mí no se ocupen: yo voy donde me manden porque, como cubano que soy, estoy obligado a todo. 

SERENO ANTE LA PROVOCACIÓN

Que fue un hombre valeroso, hasta sus enemigos más enconados no llegaron nunca a dudarlo. Valeroso no solamente en cien combates, en las más duras circunstancias de la pelea en la manigua, sino también valeroso en la vida del destierro, en la adversidad, frente al destino, a la soledad, a las injusticias. Pero su valor estaba lleno de inteligencia también.

En Costa Rica, en uno de sus destierros heroicos, fue injuriado. Maceo, en lugar de golpear al que lo ofendía, se contuvo. Los que admiraban su valor a toda prueba, se quedaron un poco atónitos. El General resistió las injurias sin castigar al que las profería. Los muchachos y los estudiantes que habían asistido a la escena de insolencia y diatribas del que se decía enemigo de Maceo, miraron al General como pidiéndole les aclarara su actitud. 

Maceo, con toda serenidad les dijo: “Se necesita más valor para soportar una injuria que para castigarla. Si hubiera atacado a ese hombre, como merecía, y como soy capaz de hacerlo, habría sido llevado a la cárcel, y allí me hubiera llegado el llamamiento de Cuba para empuñar mi espada por su libertad”.

Maceo esperaba aquellos días noticias importantes de la Revolución. Se contuvo de castigar la ofensa. Cuba lo necesitaba para un más alto destino.

LA FIGURA, LA PERSONA, EL NO

Muchas cosas hizo este hombre, aparte de guerrear. Si no lo hubiera llamado el deber de su corazón hacia la patria ayuna de libertad, hubiera sido un hombre rico en Honduras, orientando su ejército rico en Panamá, como constructor de casas; rico en Costa Rica, como colonizador. En Nicoya hizo de tierras solitarias y abandonadas, una hacienda de próspera producción. Pudo juntar dinero, amasar una fortuna. Todos los caminos de Centroamérica estaban abiertos a su espíritu de pionero, pero prefirió volver a combatir.

Este hombre, hecho a los caminos polvorientos, a las selvas enmarañadas de sol e insectos; a las jornadas fatigadoras y a dormir en cama campesina o en el suelo, era, sin embargo, un hombre elegante.

En las ciudades su paso movía las miradas, por lo elegante y cuidadoso en el vestir, por lo gallardo de su porte, por la distinción con que sabía llevar el sombrero de moda y el traje bien cortado.

Su paso por la Acera del Louvre movía una mezcla de curiosidad, de admiración y de agrado, por esa personalidad vigorosa y fuerte. Se cuenta que cierto día lo detuvo para saludarlo el coronel español Fidel Vidal de Santocildes. Sabía el coronel español que Maceo había sido su adversario y que volvería a serlo, y le dijo el

máximo elogio a su valentía:

—Usted volverá un día a la manigua y me tendrá frente a frente… Sin usted, la campaña no tendría atractivo para mí.

Maceo le contestó, sobrio: Gracias, Coronel.

Su voz tronaba en el combate, pero en la intimidad no era grueso en el hablar, sus palabras eran sobrias, limpias, nunca groseras. En el campamento hablaba recio, fuerte, pero sabía enamorar con 

palabras de corazón. Montaba como el mejor jinete, podía resistir las mayores fatigas y los más rudos embates, pero sabía bailar y le gustaba.

Los muchachos de ayer y viejos de hoy, me contaban en el Centro de Veteranos de Santiago de Cuba, cómo la presencia de Maceo, cuando iba al mercado, con su sombrero hongo y su traje muy cuidado, movía a la gente a seguirlo con admiración. Cuando hablaba, su voz convencía con una fuerza de llama sincera que tocaba, hondo, los corazones. 

Me confesó uno de aquellos mambises que cuando él lo escuchó, niño casi, advirtió que una fascinación entraba en su vida y ese discurso de Maceo lo hizo ir, años después, a la manigua, muchacho aún. Otro me dijo que huía de su casa para «colarse» cuando el General hablaba en las reuniones en aquellos meses en que preparaba en Santiago de Cuba los contactos para la revolución.

El poeta Julián del Casal quedó muy bien impresionado cuando conoció a Maceo, que era como un gigante de sonrisa franca y saludable. Casal lo encontró de «inteligencia clarísima y voluntad de hierro».

Había en esta figura del hombre y del guerrero, un espíritu superior, porque si por una parte un poeta como Casal —espíritu muy fino, muy hecho a los mundos de una poesía hipersensitiva, amarga, trémula, triste— confesaba que era Maceo la persona más simpática que había encontrado aquellas 

semanas de 1890, por otra parte, Máximo Gómez, el guerrero hecho a todas las realidades y asperezas de la campaña, le escribía al médico de Maceo, que cuidaba las heridas que recibiera el Titán en Barajagua: 

«Dile al amigo Maceo que me diga todo que quiere que haga por él, que ¡ojalá! un poco de mi sangre pudiera servirle de bálsamo prodigioso.» Eran los tiempos de la guerra de los diez años. 

SINCERO Y LEAL

«Mi espada y mi último aliento están al servicio de Cuba», le escribía desde Puerto Cortés, a Martí, en 1882. Terminaba la carta: 

«Con un abrazo es de Ud. de corazón su afmo.» y la firmaba con letra segura: «A. Maceo». La carta que escribe a Martí desde Bajo Obispo, Istmo de Panamá, en enero de 1887, hay que leerla con el corazón. Allí está el espíritu del patriota hecho ideario. 

El epistolario entre estos dos hombres es ejemplar, como fue ejemplar la amistad, el respeto, la devoción mutua. En vano quisieron sembrar cizañas los pequeños espíritus. Son ejemplares las respuestas de Maceo a los 

malintencionados.

Murió el guerrero en una acción que parecía no tener importancia: en la escaramuza de San Pedro, Hoyo Colorado. Había nacido en Oriente y moría en Occidente. Con él cayó el hijo del General en Jefe, Panchito Gómez Toro, al que mucho quería el general Antonio. 

El día de la sorpresa fatal le había confesado Maceo a Miró sus temores por el peligro que corría Panchito a su lado: «Me temo que a este muchacho le peguen un balazo el mejor día: ya le han tocado. 

Y cayeron juntos, como bajo un igual destino, unidos en la sangre, la epopeya, el heroísmo y la estrella de la libertad.

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