Agatha Christie: La «Reina del Crimen»

Written by Libre Online

2 de mayo de 2023

Usted ha leído a Agatha Christie. Aunque no sea un lector habitual ni siquiera accidental de novelas policiacas, con ella es otra cosa. Nadie puede vivir en un mundo donde circulan ochenta millones de ejemplares de libros suyos y no haber sentido curiosidad por ver cómo escribe la «Reina del Crimen”.

Agatha Christie no escribe como Graham Green ‘»El Ídolo Roto», «El Tercer Hombre», «Inglaterra me hizo Así», «El Poder y la Gloria», etc.), que es un poeta y un humanista de la intriga policíaca. Pero en la intriga en sí no la iguala nadie. Lo que ella forma en su cabeza, metida horas y horas en la bañadera victoriana de su mansión del Devonshire y comiendo manzanas. (“Por cada capítulo me como un kilo de manzanas”), es un enredo tal que nadie correría el peligro de adivinar el final de un libro suyo, lo cual le pasaba a ella con Conan Doyle cuando lo leía de muchacha. Sus condiciones de sabuesa le impedían disfrutar apasionadamente de su autor preferido. Por eso —y por el Departamento de Venenos de la Cruz Rojas cuyas etiquetas le fascinaban mientras fue allí enfermera de guerra-— se hizo asesina. Se ha dicho que tiene muchos crímenes en su conciencia. No lo creo. No tiene conciencia.

La escritora viviente más leída del mundo (en general sólo de Homero y de Bernard Shaw se han vendido más libros que de Agatha Christie) confesó recientemente a un reportero del “Match”, de París, que está ahora obligada a realizar el crimen más inesperado de su carrera. Agatha, que durante treinta años ha sido desconocida personalmente hasta para sus editores, recibió al joven periodista vestida del color del combate, del color de la sangre que ha derramado durante sus casi setenta años, del color de sus geranios del Devon y de la capa de terciopelo que llevaba puesta Linnet Rideway la noche que ella la hizo morir, quizás únicamente porque era bella y acababa de cumplir veinte años («Poirot en Egipto»).

A quien va a matar es a Poirot y esta vez no por envidia. Dice que le molesta hacerlo, pero que lo haré, porque el pequeño detective belga ha cumplido ciento siete años y ya no le es útil. La implacable Lady Británica de la Sangre, está decidida a poner fin a la vida del personaje central de sus sesenta libros, el que la ha enriquecido una enormidad con su lógica —¿O su locura? — aplicada al delito. Pobre Hércules Poirot, en qué manos cayó, el veredicto del destino no podía ser otro.

El joven reportero del “Match” no se atrevió a pedir clemencia para el hombrecillo de las camisas rosadas y los sombreros de Panamá. Estaba en el país de la Torre de Londres. No podía enardecer la voluntad de la anciana señora, so pena de ser él mismo sometido al asesinato en la próxima novela de la verduga. Tampoco se atrevió a preguntarle: “¿A cuántas personas ha matado usted?”. Bajo su lámpara de flecos negros —otra reliquia de la época de la reina Victoria—, Agatha lo hubiera fulminado con una mirada parecida a la que lanzó el verano pasado a un periodista italiano que no respetó las fórmulas inglesas de la más congelada educación en su trato con ella. Mr. Christie trató al italiano como a un “dog” y él, recordando que había sido prisionero de los ingleses en la última guerra, le devolvió el maltrato, elevado al cubo. Aunque no lo haría sin estar temblando. Él mismo dice que al preguntarle: “¿De dónde saca usted sus víctimas y sus asesinos?” y contestarle ella: “De lo que miro a mi alrededor”, acompañando aquella frase con una mirada diabólica, se quedó helado. Pero ni eso lo obligó a ser cortés. Recuerdo que terminaba su artículo: “En el instante de despedirnos, me fijé en que Agatha Christie llevaba un collar de perlas. Para mí fue un asombro. Hasta aquel momento había creído que se trataba de una corbata de hombre”.

Sin embargo, Agatha es femenina. Existiendo millones de solteronas en Inglaterra, ella se ha casado dos veces. Su primer esposo le dio —y le dejó ¿quién sería capaz de quitarle algo? — su apellido de escritora. El segundo es un arqueólogo. Ella dice con su típico humor nacional: «Su profesión es magnífica para mí. Mientras más envejezco, más lo atraigo”. Pero démonos cuenta, lector, de que estamos hablando de un caso asombroso de Agatha Christie. Solamente en Norteamérica se venden anualmente cinco millones de ejemplares de sus libros. Sus novelas son célebres en el Congo como en el Japón, en Turquía como en el Brasil, en Egipto como en Cuba. Es la época de los Estados Policiacos y de la novela ídem. Pero Agatha Christie es la Reina. Se habla de la unificación del mundo. Pero ella la ha logrado. ¿Por qué? En primera porque escribe en Europa y porque lo hace en inglés. En segunda porque es mediocre. En tercera porque no pierde la noción del límite (método, orden, mesura, han regido su vida y sus libros) y no cae en las exageraciones negras de otras series policíacas. Le gusta con delirio matar, pero sin obscenidades. Y, en fin, porque para lanzarse a sí misma empleó un truco publicitario ante el que se hubiera detenido cualquier miembro de “la raza indomable de los agentes de propaganda”, al menos entonces. El escándalo tuvo eco universal y ella todavía cosecha sus frutos.

Fue hace treinta años. La neblina naturalmente lo envolvía todo como una funda. Dos transeúntes trasnochados apresuraban el paso por el camino de New Land’s Corner, en el Surrey, cuando vieron a la orilla de un bosque una limousine abandonada con las portezuelas de par en par. Los dos hombres se aproximaron al auto, que estaba vacío. En el asiento del chofer había un abrigo de mujer y en la alfombra unos zapatos a todas luces de la misma persona. Corrieron a avisar a la policía. ¿Se trataba de un suicidio, de una muerte, de quién era el carro misterioso? La primera investigación arrojó el nombre de la dueña: la señora de Mr. Archibald Christie, autora de una novela policíaca que acababa de editarse: “La Muerte de Roger Ackroyd”. Más de 500 policías y 15,000 voluntarios, perros policía, alto parlantes y aviones se pusieron en movimiento buscando la desaparecida. 

Agatha había previsto todo aquello. Lo que se estaba dramatizando era la más sensacional novela policiaca de 1926. La bruma ayudaba un horror. Se dragaron los ríos, se rastrearon millas y millas. El misterio permanecía cerrado y ningún cerebro sabueso era capaz de anticipar el último capítulo. Un periódico lanzó la idea de que Mrs. Christie se había suicidado novelescamente para hacer honor a su vocación. Pero como nada se aclaraba, los contribuyentes ingleses —buenos son— comenzaron a protestar porque se gastaba demasiado en el asunto sin que la policía demostrara eficacia. Por fin un despacho llegado de Harrogate lo aclaró todo. Un saxofonista había visto en la playa de un hotel a una señora exacta a los retratos de la mujer desaparecida. ¿Qué razón se dio? ¿Amnesia? Este es el solo misterio con el nombre de Agatha Christie del que la escritora no ha entregado jamás la clave. Ni hoy lo ha sido capaz de descubrir a visitante del “Match”, a pesar de que éste insistió en saberlo, aunque muy versallescamente (rendirse o morir). Se limitó a sonreír con diabolismo mientras insistía en su cantilena lúgubre: “Ahora tengo que matar a Poirot”.

“Es horriblemente fácil matar a la gente… Y se comienza a pensar que no importa”… Los crímenes que Agatha comete sobre su maquinilla de escribir o hablándole a su mecanógrafa por el dictáfono han sido hasta ahora gajes del oficio, coser y cantar. Pero lo de Poirot es distinto. Por eso se le encienden los ojillos a Agatha Christie de llamitas infernales cuando lo piensa y por eso lo repite hasta la locura, como queriendo convencerse a sí misma de que lo hará de cualquier modo. 

En sus libros pueden caer las más bellas y rutilantes herederas, los más apuestos y estremecedores jóvenes, las más inteligentes e inocentes mujeres, por un quítame allá esa paja. Pero a Poirot ella lo ha hecho demasiado famoso. Nació con su primer libro. Ha resuelto los más enrevesados enigmas, la ha hecho riquísima. ¿No se le virará la suerte si prescinde criminalmente de él? ¿La perdonarán sus lectores (porque no se trata de hacerlo morir de muerte natural, sino asesinado)?. El pequeño detective belga (Agatha no quiso que fuera inglés porque «los ingleses no toman en serio sino el juego») existe, además, de carne y hueso. 

Un día, almorzando su delgado bisté y su inevitables guisantes británicos en el Hotel Savoy de Londres, Agatha lo encontró sentado en una mesa contigua a la suya. El mismo bigote, el mismo cráneo en forma de huevo, la misma estatura, la mima manera de mirar y de descubrir cuanto tenían oculto los que lo rodeaban. Agatha empezó a sentir miedo. Se puso de pie sin terminar y al salir le preguntó al maitre: “¿Quién es ese señor?” — “Un barón belga”. Pues con todo, lo quiere matar. Es su angustia. Su pesadilla. La consecuencia de empezar a cometer crímenes es que hay que seguir matando, sean quién sea la víctima. ¡Qué terror! Balzac pudo morir apoyándose en el cariño de su personaje. Los llamaba como  amigos, se despedía de ellos, sentía que llegaban a ayudarle, sabía que no moría él verdaderamente porque los dejaba en el mundo.

Agatha no. Dejar las espaldas sembradas de cadáveres cuando le toca a uno la hora, debe ser pavoroso.  Pero parece que no es elegible el matar o no matar. Que se nace para asesino como para cualquier otra cosa. Ahí está la respetable castellana del Devonshire que de pronto “se aleja del mundo” y concibe nuevas muertes sin ver ni oír la que la rodea. Ni a su hija Rosalind, ni a su nieto de doce años, estudiante de Eton. Ni a Dios. Es significativo que la religión se haga propaganda mediante el género policíaco. Chesterton, católico creó el detective sacerdote “Father Brown”. Graham Green discute problemas teológicos en los diálogos entre sus tipos que matan.

Agatha Christie cita versículos de la Biblia y propaga el protestantismo. ¿No se ha dicho que todo lo que no sea hablar en el idioma verdadero de Dios, es hablar del Diablo? ¿No es el primero de los mandamientos: “No matarás?”. Pero la publicidad no tiene fronteras, ni las del Infierno.

El padre de Agatha era americano. La madre inglesa. De ellos le vendría el utilitarismo, pero no la veta policiaca. Tampoco de su educación que, por cierta, no fue sistemática, pues la dejaban correr solitaria por las dulces colinas del Devon, en vez de mandarla a la escuela. Esos paisajes ingleses, esas soledades, estimulan la imaginación hasta lo asombroso. También la música —Bach, Sybelius, el sombrío Wagner— le provocaban ensueños. A los dieciséis años Agatha Christie era una muchacha de cabellos dorados y rasgos autoritarios que quería ser cantante. No pudo. Le faltaba la voz, y, además, a pesar de su fundamental carácter fuerte, sufría de una invencible timidez para presentarse en público. De esa timidez ha dependido que siempre haya evitado ser conocida. Ni sus editores la vieron durante más de veintiséis años. Sólo últimamente ha consentido en que la identifiquen. El asunto del asesinato de Poirot ha borrado todos los complejos anteriores.

La primera novela de su vida —no publicada— la escribió Agatha durante una enfermedad y por consejo maternal. Se hubiera podido esperar que la adolescente soñadora que contemplaba desde su lecho el campo abierto enmarcado por las sombras azules de los montes escribiera una historia de amor, pero aquello fue un charco sangriento. «No sabiendo qué hacer con los personajes, los maté a todos.» ¡Magnífico principio! ¡Pobre Poirot!

A los diecisiete años se casó con el mayor Christie, joven oficial de la Aviación inglesa, que le facilitó el ingreso en la Cruz Roja —rojas eran las etiquetas de las botellas de veneno que la fascinaban, rojo era en el profundo y triste otoño, el adiós del sol, cuando ella terminaba su trabaja e iba a la Biblioteca del Hospital a documentarse sobre los efectos de los tóxicos más destructivos. 

¡Delicado gusto! ¡Buen preámbulo! Lucifer, llamado el Diablo por los griegos, sabía lo que le estaba preparando a una humanidad que ya lo aburría. Agatha Christie consultó obras-de especialistas y se hizo experta en envenenamientos. “Si me dan un pomo de veneno, papel y pluma —decía a los dieciocho años— fabricaré un bello crimen”. Cuando vestida de rojo escarlata cuenta estas cosas a los sesenta y ocho años, debe estar ofreciendo un espectáculo inusitado. Porque es una gran dama residencial de la altiva Inglaterra con la Orden de Comendadora del Imperio (?) británico, porque nadie, nadie lo podría creer. Sin embargo, la cosa no es tan increíble. Agatha es de la tierra de los detectives y los novelistas policíacos por excelencia. La niebla, el silencio, el supercontrol. Desencadenan, interiormente los más insospechables tumultos. Y hay que liberarse. Agatha siguió una cadena. No le quedó más remedio que asesinar en su primera novela a la dulce y melancólica señora Inglethorp, con polvos de estricnina confundidos con bromuro. La suerte estaba echada: ¡a eliminar!…

Desde que Agatha Christie publicó su primer libro— después de haberlo enviado a seis editores que lo rechazaron sin explicación— la crítica la llamó “La Reina del Crimen”. Enseguida la tradujeron al francés. La fortuna era suya. 

Desde entonces ha escrito más de sesenta novelas, sin repetirse. Ella dice: «Aunque la receta es simple, uno puede cambiarla infinitamente gracias a la variedad de seres humanos”. En Poirot en Egipto los personajes son veinte. Ninguno estaba en Egipto, pero todos fueron atraídos por el viaje de la mujer más rica y bella de Inglaterra, que es la primera que cae. En un barco que remonta el Nilo, van sucumbiendo hasta los ratones; los que no mueren son delincuentes, la única persona que le simpatiza a Agatha es una americana casi solterona, la cosa más gris y neutra de la tierra, a quien hace inspirar pasiones románticas y resuelve rosadamente su situación sentimental. Mire siempre adonde va la simpatía ostensible de los autores y sabrá quiénes constituyen la mayoría de su público.

Agatha Christie es conservadora a ultranza. Puritana —sus más directos ataques se producen contra una supuesta novelista que exalta el sexo. Enemiga visible de la juventud (“Poirot, oyéndolos hablar —a los jóvenes— se alegró de ser viejo”). Sus personajes hablan “con el timbre agradable de tonos bajos en que se advierte a un inglés bien educado”. Si por Agatha Christie fuera, el Imperio de Su Majestad Británica estaría intacto por los siglos de los siglos amén. 

Y así lo ha entendido Inglaterra. Cuando la Reina María, prototipo de la respetabilidad inglesa cumplió ochenta y cuatro años, le iban a ofrecer un programa radial. Ella pidió que la pieza en cuestión fuera de Agatha Christie. A Agatha la leen los obreros de Gales y los Lores del Parlamento, los laboristas (como Attle) y los «tories» como Edén. Los viejos y los niños. En realidad la época es la época— conservadora a matarse como su novelista más leída—y Agatha Christie ha entretenido a mucha gente en el mundo, desviándola quizás de los problemas que importan fundamentalmente a la humanidad, pero también de sus preocupaciones y angustias. Un condenado a muerte norteamericano le escribió dándole las gracias por haberlo hecho olvidar su desesperación durante los últimos días que pasó en el mundo. Esta carta la conserva ella como un trofeo.

Sin embargo, el profundo deseo de Agatha Christie no ha sido satisfecho. Su afán hubiera sido distinguirse como novelista psicológica, en fin, haber tenido acceso a la literatura grande. No lo ha conseguido. Aunque ha publicado novelas de amor con el pseudónimo de Mary Westmacott, ni ellas siquiera se venden, ni la crítica las menciona. No se puede tener todo. Jamás.

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