ABOGADOS, PRECLAROS PATRIOTAS DEL 68

Written by Libre Online

17 de junio de 2025

Por U. NOQUELOSABE (1951)

Bien sabido es que en la primera etapa de nuestra Guerra Libertadora de los Treinta Años la lucha fue encabezada por la burguesía criolla: hacendados, grandes terratenientes, profesionales ricos, quienes no obstante perseguir el beneficio material de conservar la preeminencia de que gozaban como tales, destruyendo al efecto las trabas de todas clases que al libre disfrute de la riqueza nacional encontraban en el régimen colonial imperante, ofrecen la curiosa, peculiarísima y enaltecedora contradicción de mantener, al mismo tiempo que un muy definido ideal de independencia, principios e ideas liberales, igualitarios y progresistas, que los llevan junto con las necesidades de la misma lucha armada, a decretar y hacer efectiva la abolición de la esclavitud, incorporando al ejército de la Revolución, en plano de igualdad, a los hombres de color, esclavos y libres, algunos de los cuales llegan a alcanzar puestos prominentes en los organismos militares y políticos de aquella contienda.

Muchos fueron los abogados que, patriotas ejemplares, militaron en la Guerra Grande o de los Diez Años, y que abandonaron su bufete y sus clientes, y en consecuencia, la vida estable y acomodada de que ellos y sus familias gozaban, para lanzarse a la aventura incierta y peligrosa, de la Revolución libertadora.

Entre esos abogados debe ser mencionado en primer término, el Padre de la Patria: Carlos Manuel de Céspedes, que en su finca La Demajagua y rodeado de un grupo de fervorosos amigos, lanzó, el 10 de octubre de 1868, el grito de sagrada rebeldía, de “¡Independencia o muerte!”

Como dice Ramiro Guerra, en el tomo primero de su reciente historia de la Guerra de los Diez Años, Céspedes “era hombre entrado en años con una larga experiencia profesional en el ejercicio de la carrera de abogado. Había desempeñado diversas funciones públicas en Bayamo, y tenía a su cargo el manejo y la administración de sus cuantiosos bienes de hacendado, ganadero y terrateniente. Jefe de una antigua y numerosa familia, pesaban sobre él grandes responsabilidades. En la comunidad donde vivía, radicaban sus intereses materiales y morales”.

Había estudiado Derecho en Barcelona y Madrid, y en sus viajes por Europa conoció la pugna de ideologías e intereses políticos que agitaban el Viejo Mundo; y ya en su patria pudo comprobar y sufrir en carne propia las injusticias, los abusos y explotaciones del despótico régimen colonial español. Y siguió de cerca los primeros movimientos de rebeldía estallados en la Isla, participando, poco más tarde, en la conspiración fraguada en las provincias orientales.

Pero, hombre—como afirma Guerra— “de acometividad y de imperturbable valor, resuelto en el acometer”, sin esperar que los orientales, iniciadores del movimiento, y mucho menos los patriotas conspiradores de Camagüey y Las Villas se pusieran de acuerdo, se anticipó a encabezar la protesta armada, aunque no fue obstáculo para el entendimiento de los diversos grupos revolucionarios, a lo que también estuvieron prestos los patriotas de aquellas regiones, convencidos todos por igual de que era indispensable unificar en un solo organismo rector la Junta Revolucionaria de Oriente, el Comité Revolucionario de Camagüey y la Junta Revolucionaria Villareña.

Y así se llegó a la Asamblea Constituyente de Guáimaro.

Pero sin detenernos a presentar el choque de ideologías que en ella se desarrolló, precisamente entre dos abogados—Céspedes y Agramonte—vamos a hacer desfilar, en brevísimas siluetas, a otros letrados participantes de la Guerra de los Diez Años.

Hemos mencionado a Ignacio Agramonte y Loynaz.

Igual a Céspedes en patriotismo y en amor a la libertad, Agramonte era, sin embargo, la antítesis de aquél en años y en carácter. Muy joven, graduado apenas de abogado en la Universidad de La Habana, después de haber templado su alma para las luchas de la vida con el maestro de maestros, José de la Luz Caballero, no tenía ni gran bufete ni dirigía cuantiosos intereses, aunque gozaba de vida cómoda y ante él se abría porvenir brillantísimo, por su posición social, por su talento y su ilustración.

Según expresa uno de sus biógrafos — Eugenio Betancourt, Agramonte — “admiró las doctrinas de la Revolución Francesa, y el estudio del Derecho lo preparó para luchar con mayor vehemencia contra el gobierno opresor de la Metrópoli”.

Así lo demostró desde el momento mismo en que realiza la investidura del grado de licenciado en Derecho Civil y Canónico, revelando su inconformidad con las realidades del sistema colonial y su propósito de combatirlas, con vistas a un nuevo orden de cosas que se tradujese en la felicidad de su pueblo y el engrandecimiento de su patria.

El flamante abogado, en el discurso que pronunció en aquel acto, dejó establecidas estas dos, tan irrebatibles como revolucionarias tesis:

“La administración que permite el franco desarrollo de la acción individual a la sombra de una bien entendida concentración del poder, es la más ocasionada a producir óptimos resultados, porque realiza una verdadera alianza del orden con la libertad”.

“Por el contrario, el gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza; y el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación”.

No hacía falta mencionar a Cuba y a España. Aquello, dice uno de los que escucharon este discurso — Antonio Zambrana — “fue como un toque de clarín. El suelo de todo el viejo convento de Santo Domingo, en el que la Universidad estaba entonces, se hubiera dicho que temblaba. El catedrático que presidía el acto dijo que si hubiera conocido previamente aquel discurso no hubiera autorizado su lectura; los que debían hacerle objeciones llenaron sólo de una manera aparente su tarea, y yo, que allí me encontraba, concebí desde entonces por aquel estudiante, que antes de ese día no había llamado mi atención, la amistad apasionada, llena de admiración y fidelidad, que me unió con él hasta su muerte”.

Pocos meses antes del alzamiento de La Demajagua, Agramonte contrajo matrimonio en la Parroquial Mayor de Puerto Príncipe con la señorita Amalia Simoni y Argilagos, que —dice Betancourt y Agramonte— “juntaba con las gracias del cuerpo y del alma un espíritu noble y casi tan heroico y sufrido como el del mismo Ignacio Agramonte”.

Ni la carrera comenzada a ejercer, ni el hogar recién creado, fueron obstáculos para que Agramonte cumpliera con lo que consideraba el deber de los deberes: luchar por la independencia de su patria. Y en esa lucha se enroló, sacrificando las venturas de que disfrutaba, heroísmo muy superior en el orden moral, al de enfrentarse con las balas españolas.

Antonio Zambrana, el entusiasta concurrente a la graduación de Ignacio Agramonte, ilustre habanero, ingresó en la Universidad en 1857, recibiéndose de Licenciado en Derecho el 7 de junio de 1867, después de una triunfante carrera, durante la cual obtuvo los premios de las asignaturas de Derecho Civil Español, Derecho y Teoría de Procedimientos, así como los extraordinarios del grado de bachiller y de licenciado en Derecho Civil y Canónico. 

Dedicóse inmediatamente al profesorado, distinguiéndose por sus discursos, como orador elocuentísimo, título que consolidó más tarde, no sólo en Cuba sino en otros países de América, y como disertante en las tertulias literarias dominicales del Liceo de La Habana. Contrajo matrimonio, en 1868, con doña Amalia Betancourt y Salgado, hermana de los patriotas y escritores Luis Victoriano y Federico, de cuya unión tuvo una hija.

A los pocos meses de casado, en diciembre, abandonó, como lo hiciera también Ignacio Agramonte, las dulzuras de su hogar, para lanzarse a los campos de Cuba Libre, a secundar la ilusoria empresa que en La Demajagua inició Carlos Manuel de Céspedes.

Y desde Nassau, en el Galvanic, un frágil barquichuelo, llegaron a las costas camagüeyanas, portadores de armas y bagajes, al mando de Manuel de Quesada, un grupo de jóvenes patriotas, entre los que se contaban Zambrana, Rafael Morales y González, Luis Victoriano y Federico Betancourt, Ramón Pérez Trujillo, Julio Sanguily, José Payan y José María Aguirre.

Una vez en tierras de Cuba libre y organizadas las fuerzas revolucionarias, éstas eligieron su gobierno local con el nombre de Asamblea de Representantes del Centro, compuesta por Salvador Cisneros Betancourt, Francisco Sánchez Betancourt, Eduardo e Ignacio Agramonte y Antonio Zambrana. De extraordinaria importancia fue la labor que realizó esa asamblea; contribuyó a unificar la Revolución, dividida en tres provincias, Las Villas, Camagüey y Oriente, dio el famoso decreto de febrero de 1869, que declaró libres a todos los esclavos de la Isla y consiguió, por último, la reunión, en Guáimaro, de nuestra primera Constituyente, donde desarrolló muy relevante actuación, junto a Ignacio Agramonte.

En 1873 fue comisionado por el Gobierno de la República en armas para realizar labores de propaganda en los Estados Unidos. Allí dirigió los periódicos La Revolución y La Independencia, y publicó su obra La República de Cuba, con prólogo de Enrique Piñeyro, y al año siguiente, en el Perú, editó La Cuestión Cubana.

José Gregorio Morales Lemus (1807-1870), abogado de alta reputación, logró en el ejercicio de su carrera, hacer una fortuna que puso al servicio de la Revolución de 1868. Ya antes había tomado parte en las conspiraciones de 1851 y el 1855. Emigrado a los Estados Unidos, fue el primer representante diplomático que tuvo la Revolución cubana en Norteamérica. Durante años, laboró incansablemente cerca de los gobernantes de Washington en pro del reconocimiento de la beligerancia a los patriotas alzados en armas en los campos de Cuba libre; pero todos sus nobles propósitos fracasaron ante la indiferencia o la hostilidad de aquellos que, con la única excepción del secretario de la Guerra del presidente Grant, John A. Rawlins, no prestaron oído a las demandas cubanas. Enfermo, decepcionado y empobrecido, pasó sus últimos años en Brooklyn, consagrado a la tarea patriótica de recaudar fondos para las expediciones.

El biógrafo máximo de Morales Lemus, el ilustre habanero Enrique Piñeyro, se distinguió como orador, conferenciante, abogado, crítico, historiador y patriota, mereciendo se le considere como una de las más sobresalientes personalidades intelectuales de América. Fue alumno predilecto de Luz y Caballero. Con su palabra y con su pluma defendió durante la Guerra Grande los ideales separatistas cubanos. 

Sus estudios críticos e históricos tienen el carácter de obras definitivas sobre las materias que en ellos tratara. En sus monografías históricas se revela siempre el cubano, amante de su patria e incansable propagandista y defensor de sus glorias, sus derechos y su progreso, y, en ocasiones, también, —cómo acabó la dominación de España en América, Morales Lemus y la Revolución Cubana, y El conflicto entre la esclavitud y la libertad en los Estados Unidos en 1850 a 1861—al estadista sagaz que, basándose en los hechos pasados, sabe escrutar el porvenir y ofrece sabias advertencias y saludables consejos a gobernantes y a su pueblo.

Abogados fueron también, de la década gloriosa: Luis Ayestarán y Molíner, pasante del bufete de Morales Lemus, uno de los primeros habaneros que se incorporó a la Revolución, y por ella peleó bravamente en diversas acciones de guerra, hasta que fue enviado por el Gobierno revolucionario a una misión en los Estados Unidos, y cuando en 1870 regresaba a Cuba, fue hecho prisionero por los marinos de un cañonero español, traído a La Habana, condenado a muerte y ejecutado en garrote el 24 de septiembre de 1870.

El bayamés Francisco Maceo Osorio, que estudió la carrera de Derecho en las universidades de Barcelona y Madrid, graduándose en esta última, compañero de Céspedes y secretario de Estado del primer gobierno revolucionario, murió en 1872, en una finca cercana a Guisa, de fiebres perniciosas; José Victoriano Betancourt, graduado de abogado en 1839, literato, costumbrista, poeta y periodista, cooperó desde el exilio, en México, a la causa libertadora; Tomás Estrada Palma, que—según el bosquejo biográfico de Carlos de Velasco— inició sus estudios de Derecho en La Habana y los continuó en Sevilla, regresando a su patria “sin haber recibido el título”, presidente del Gobierno Revolucionario en 1876, prisionero de los españoles y confinado al Castillo de Figueras, en España, colaborador de Martí y su sucesor en la Delegación Cubana en Nueva York, durante la última etapa de la Guerra Libertadora de los Treinta Años…

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