A 465 años del natalicio de San Ignacio de Loyola

Written by Libre Online

21 de julio de 2021

Al cumplirse cuatrocientos sesenta y cinco años de la muerte del fundador de la Compañía de Jesús, se recuerda que su obra y el buen éxito que la coronó lo colocan entre los héroes morales de la humanidad.

CÚMPLENSE este año cuatrocientos sesenta y cinco años justos del «nacimiento para el cielo», como suele decir el Año Cristiano, del fundador de la Orden de los Jesuítas, San Ignacio de Loyola.

Iñigo López de Recaldc, hijo de Beltrán, señor de las nobles casas de Loyola y Oñaz, nació, según la opinión generalmente aceptada, el 24 de diciembre de 1491, en el castillo de Loyola, situado a orillas del río Urola, como a una milla de la ciudad de Azpeitia, en la provincia vascongada de Guipúzcoa. Era el menor de trece hermanos. Tan pronto aprendió a leer y escribir fue enviado como paje a la corte de los Reyes Católicos. Fernando e Isabel; posteriormente lo fue de Doña Germana de Foix, segunda esposa del rey D. Fernando. Después, hasta los veintiséis años sirvió a las órdenes del Duque de Nájera y siguió la carrera de las armas. No era nada remiso en sus relaciones con el sexo opuesto y gustaba del juego de azar y de las pendencias; pero desde el principio dio muestras del coraje. La constancia y la prudencia que señalaron su vida ulterior. En una misión política que le encomendaron para solucionar ciertas disputas en la provincia dio muestras de su destreza en manejar a los hombres.

A pesar del tratado de Noyon, firmado en 1516, Carlos V. conservaba en su poder a Pamplona, capital de Navarra. André de Foix, a la cabeza de las tropas franceses, puso sitio a la ciudad en 1521 e Iñigo e Ignacio figuraba entre los miembros de la guarnición asediada, entre los defensores de la capital Navarra. A la hora del peligro reimpusiéronse en el joven soldado las demandas de la religión y siguiendo una costumbre cuando no había sacerdote a mano, se confesó con otro oficial, que a su vez se confesó con él. Durante el asalto final, que tuvo lugar el 19 de mayo de 1521 lo alcanzó una bala de cañón quebrándole una pierna e hiriéndole gravemente la otra.

Los franceses victoriosos lo atendieron bien durante dos semanas y lo enviaron luego en litera a Loyola Los médicos declararon que era preciso fracturarle de nuevo la pierna para repararla; e Ignacio resistió en la operación sin otra señal del intenso dolor que experimentaba que la de apretar con fuerza los puños. Su vanidad lo indujo a ordenarles a los cirujanos que le cortaran un hueso que le sobresalía por debajo de la rodilla y estropeaba la simetría de su pierna. Fue cojo durante el resto de su vida.

A las operaciones siguió una grave enfermedad y, al desesperarse de salvarlo, recibió los últimos sacramentos el 28 de junio. Aquella noche, empero, comenzó a mejorar y a los pocos días estaba fuera de peligro.

Durante la convalecencia le llevaron dos libros que habían de influir en su vida decisivamente. Eran éstos una traducción al castellano de «La Vida de Cristo» escrita por Lindulfo de Sajonia y las populares «Flores de los Santos», una serie de biografías piadosas. Gradualmente fue interesándose en esos libros, y comenzó en él una lucha mental. A veces solía pasarse horas enteras pensando en cierta ilustre dama, ideando medios de verla y de realizar hazañas que le ganaran su favor; otras, los pensamientos sugeridos por los libros se imponían. Comenzó a reconocer que su carrera de las armas había terminado; por tanto devendría un soldado de Cristo. Determinó hacer una peregrinación a Jerusalén y practicar todas las austeridades que leía en «Las Flores de los Santos».

Su propósito no era tanto el de expiar sus pecados como el de realizar grandes proezas por Dios. Durante la lucha que se libraba en su alma, comenzó a tomar nota de su estado psicológico; y fue esta la primera vez que ejercitó su razón en cosas espirituales, la experiencia tan penosamente ganada le fue muy útil después para dirigir a otros. Una noche de insomnio, nos dice, vio la imagen de la Santísima Virgen con su divino hijo; e inmediatamente sintió asco de todos los hechos anteriores de su vida, especialmente los relacionados con los carnales; y afirma que en lo futuro jamás cedió a ninguno de los tales deseos. Fue ésta la primera de muchas visiones que tuvo.

Ignacio abrigaba el propósito, a su regreso de Jerusalén, de ingresar en la orden de los Cartujos como hermano lego. Hacia la misma época Martín Lutero se hallaba en el auge de su protesta contra la supremacía papal y ya había quemado la bula de León X en Worms. Los dos adversarios se preparaban para la lucha; y lo que la Iglesia de Roma perdía con la defección del monje agustino estaba siendo contrabalanceado por la conversión del fundador de la Compañía de Jesús.

Tan pronto como Ignacio hubo recobrado sus fuerzas, partió ostensiblemente para reunirse con el Duque de Nájera, pero en realidad a visitar la gran abadía benedictina y santuario de la Virgen en Montserrat, famoso lugar de peregrinación en Cataluña. En el camino se le juntó un moro que comenzó  a mofarse de algunas de las doctrinas cristianas, especialmente de la doncellez perpetua de la Santísima Virgen. Ignacio no era un controversista, y el moro se alejó cabalgando victorioso. El carácter caballeresco de Ignacio se sintió picado. Embargado por el anhelo de perseguir y matar al moro por su lenguaje insultante, Ignacio, aún dudando qué hacer, dejó el asunto a su muía, que en la bifurcación de los caminos tomó la senda que conducía a la abadía y abandonó el camino abierto que siguiera el moro.

Antes de llegar a Monserrat, compró un vestido de arpillara y unas alpargatas, que con un bordón y una calabaza constituían el traje usual de los peregrinos. Al acercarse a la abadía resolvió hacer lo que su héroe favorito, Amadis de Gaula— velar toda la noche ante el altar de Nuestra Señora y deponer luego la armadura mundana para vcstir la de Cristo.

Llegó a la abadía alrededor de la fiesta de San Benito (el 21 de marzo de 1522) y allí hizo confesión general a un sacerdote del monasterio. Halló allí en uso para loa peregrinos una traducción de los Ejercicios Espirituales del antiguo abad. García de Cisneros (muerto en 1520); y es evidente que este libro prestó a Ignacio la primera idea de su más famosa obra del mismo titulo.

Después de dejar su mula a la abadía y dar sus ropas mundanas a un mendigo, hizo su vigilia la noche del 24 al 25 de marzo y colocó en el altar de Nuestra Señora su espada y su daga. A la mañana siguiente temprano recibió la Santa Eucaristía y partió antes de que nadie le reconociera, dirigiéndose a la vecina ciudad de Manresa, donde al principio vivió en un hospicio. Allí comenzó a experimentar una serie de fuertes pruebas espirituales que lo asaltaron durante meses. Siete horas al día se pasaba de rodillas entregado a la oración y tres veces diarias azotaba su enflaquecido cuerpo. Un día, casi vencido por los escrúpulos, estuvo tentado a poner término a las miserias de su vida con el suicidio. En otra ocasión, por razón idéntica, estuvo ayunando una semana sin probar un solo bocado. El mismo nos dice que, por entonces. Dios lo trataba como un maestro a un escolar a quien enseña. Pero sus energías no se limitaban a sí Ayudaba a otros que acudían a él en busca de auxilio espiritual; y al ver el fruto cosechado al asistir al prójimo, abandonó los rigores extremos en que se deleitara y comenzó a cuidar más de su persona, con el objeto de no ofender innecesariamente a aquéllos en quienes podía influir para el bien.

Durante su estadía en Manresa, vivió la mayor parte del tiempo en una celda del convento de dominicos; y allí, evidentemente, padeció varias enfermedades graves. Nos cuenta él los detalles de por lo menos, dos de esos ataques, pero no dice nada del tan citado desmayo de ocho días, durante el cual se supones que tuvo la visión del proyecto de su futura Compañía. Ni se refiere en modo alguno a la famosa cueva en la cual, según el mito ignaciano, redactó los Ejercicios Espirituales que no escribió allí a pesar de que existe en dicho lugar una inscripción testimoniando el supuesto hecho. Por fortuna poseemos la prueba de primera mano de su autobiografía, que es una guía más segura que las líneas escritas por discípulos poco dignos de confianza.

Ignacio permaneció en Manresa como un año, y en la primavera de 1523 partió para Barcelona rumbo a Roma, a donde llegó el Domingo de Ramos. Al cabo de dos semanas se marchó, habiendo recibido la bendición del papa Adriano VI, y se encaminó por Padua a Venecia, donde mendigó su pan y durmió en la Piazza di San Marco hasta que un español rico le dio albergue y obtuvo para él una orden del dux para un pasaje en un barco de peregrinos que zarpaba hacia Chipre, de donde se dirigió a Jaffa. A su debido tiempo llegó Ignacio a Jerusalén, donde pensó quedarse, para visitar continuamente los santos lugares y prestar ayuda a las almas. Con este fin obtuvo cartas de recomendación para el guardián, a quien, sin embargo, sólo manifestó su deseo de satisfacer su devoción, no insinuando siquiera su otro motivo.

Los franciscanos no lo alentaron a quedarse; y el provincial lo amenazó con excomulgarlo si persistía. No solamente tenían los frailes grandes dificultades para sostenerse ellos, sino que temían un estallido de los fanáticos turcos que mostraron resentimiento ante ciertas manifestaciones imprudentes del celo de Ignacio. Este regresó a Venecia a mediados de enero de 1524; y, habiendo determinado dedicarse por algún tiempo al estudio, partió para Barcelona a donde llegó en la Cuaresma. Allí consultó con Isabel Roser, dama de alto rango y gran piedad, así como con un maestro de escuela. Los dos aprobaron su plan; el segundo le prometió enseñarle sin cobrarle nada y la primera, subvenir a las necesidades de su vida.

En Barcelona, a los treinta y tres años de edad, comenzó a aprender latín, y al cabo de dos años su maestro lo instó a que se fuese a la universidad de Alcalá a estudiar filosofía. Durante su permanencia de año y medio en esa universidad, además de sus clases, halló Ignacio ocasión de darles a varios compañeros sus Ejercicios Espirituales en la forma que tenían entonces y ciertas instrucciones en la doctrina cristiana. A causa de estas actividades Ignacio entró en conflicto con la Inquisición. El y sus compañeros fueron denunciados como pertenecientes a las sectas de los Sagati e Illluminati. Su modo de vivir y vestir era peculiar y sugería innovaciones. Pero, presto siempre a obedecer a la autoridad, Ignacio pudo deshacer todas las acusaciones que, entonces y en otras ocasiones, se le hicieron. Los inquisidores se limitaron a aconsejarles, a él y a sus compañeros, que se vistieran de un modo menos extraordinario y fueran calzador. Cuatro meses más tarde lo metieron súbitamente en la cárcel: y al cabo de diecisiete días, se enteró de que habla sido falsamente acusado de haber enviado a dos nobles damas en peregrinación a Jaén. Durante la ausencia de ellas, desde el 21 de abril al 1 de junio de 1527. Ignacio guardó prisión, y después fue puesto en libertad con la prohibición de instruir a otros, hasta haber pasado cuatro años de estudio.

Viendo que le obstaculizaban de tal modo en Alcalá, se fue con sus compañeros a Salamanca. Allí los dominicos, dudando de la ortodoxia de los recién llegados, los hicieron encarcelar, encadenados por los pies unos con otros y a una estaca situada en el centro de la celda. Días después, Ignacio fue examinado y hallado sin delito alguno. Su paciencia le captó muchos amigos; y cuando él y sus compañero se quedaron en la cárcel mientras otros presos  se fugaban su conducta provocó gran admiración.

Al cabo de dos días les llamaron para oír la sentencia. No habían hallado falta alguna en su vida y sus enseñanzas, pero se les prohibió definir cualesquiera pecados como mortales o veniales hasta que hubieran estudiado cuatro años. Obstaculizado de nuevo por semejante orden, Ignacio determinó irse a París a continuar sus estudios. Hasta el momento distaba mucho de abrigar idea alguna de fundar una sociedad religiosa El único problema que se planteaba por el momento era si ingresaría en alguna orden religiosa o seguiría su existencia trashumante.

Decidió por lo pronto irse a París. y antes de abandonar Salamanca convino con sus compañeros que ellos aguardarían donde estaban hasta que él regresara: porque sólo tenía el propósito inmediato de ver si podía hallar un medio que les permitiera a todos entregarse al estudio.

Partió de Barcelona y viajando a pie hasta París llegó allí en febrero de 1528. La Universidad de París había llegado a su zenit en la época del Concilio de Constanza (1418) y ahora estaba perdiendo su hegemonía intelectual bajo los ataques del Renacimiento y la Reforma. En 1521 la Universidad había condenado la Cautividad Babilónica de Lutero y en 1527 los Coloquios de Erasmo tropezaran con igual suerte. Poco después de su llegada Ignacio pudo haber presenciado en la Place de Greve la muerte en la hoguera de Louis de Berquin, por hereje.

En esa época había entre doce  y quince mil estudiantes que asistían  a la universidad, y la vida era una  extraordinaria mezcla de licencia y     celo devoto cuando Ignacio llegó a París se alojó al principio con sus compatriotas; y durante dos años  asistió a las disertaciones sobre humanidades en el colegio de Montaugu sosteniéndose al principio con la caridad de Isabel Roser; pero habiéndole defraudado un cohuésped de sus pertenencias, se encontró indigente y obligado a mendigar el pan. Se retira al hospicio de St. Jacques y por consejo de un monje español pasó sus vacaciones en Flandes, donde fue ayudado por los ricos mercaderes hispanos. En Brujas conoció al famoso erudito español, Juan Luis Vives, con quien se ajojó.

En el verano de 1530 fue a Londres, donde recibió limosnas más abundantes que en parte alguna. Como en París podía mantenerse solo con gran dificultad, érale imposible enviar a buscar a sus compañeros de Salamanca. Otros, sin embargo, se le unieron en la capital de Francia, y a algunos de ellos les dio sus Ejercicios Espirituales con el resultado de que la Inquisición le hizo dejar de hablar sobre temas religiosos mientras fuera estudiante.

A fines de 1529 entró Ignacio en contacto con los hombres que iban con el tiempo a ser los primeros padres de la Compañía de Jesús. Captó a saboyano Pierrc Lcfebre (Faber), cuyo alojamiento compartía, y el navarro Francisco Xavier, que enseñaba filosofía en el Colegio de Santa Bárbara, Después confirió al joven castellano Diego Laynes, que había oído hablar de él en Alcalá y lo encontró en París. Con Laynez vinieron otros dos jóvenes, el toledano Alfonso Salmerón y el portugués Simón Rodríguez. Nicolás Bobadilla, un español pobre que habla terminado sus estudios fue el siguiente en unirse a Ignacio. La pequeña compañía de siete determinó consagrar su unión por medio de unos votos. El 15 de agosto de 1534, Fiesta de la Asunción, se reunieron en la cripta en la Iglesia de Santa María en Montmartre, y Faber, el único que estaba ordenado sacerdote, dijo misa. Entonces todos pronunciaron votos de pobreza y castidad, y se comprometieron a ir a la Tierra Santa como misioneros o con el fin de cuidar a los enfermos; o si esto resultase impracticable, ir a Roma y ponerse a disposición del papa para cualquier fin. Pero, sea cual hubiese sido la opinión particular de Ignacio, en esta ocasión no hubo fundación de sociedad alguna. Los votos eran obligaciones individuales que podían guardarse aparte completamente de la afiliación a una sociedad cualquiera. Se acordó que si, después de aguardar un año en Venecia, no podían ir a Jerusalén, quedaría derogada esta parte del voto y se encaminarían inmediatamente a Roma.

Por esta época la salud de Ignacio se había resentido otra vez debido a sus antiguas e imprudentes austeridades; y se le instó a que volviera algún tiempo a los aires natales. Salió de París para España en el otoño de 1553, dejando a Faber a cargo de sus compañeros para que terminaran sus estudios. Durante la ausencia de Ignacio, Faber consiguió tres reclutas más. Pero antes de partir de París Ignacio oyó decir que se habían presentado más quejas contra él ante la Inquisición; empero éstas como las demás, resultaron carecer de fundamento alguno. Cuando llegó a Loyola no quiso ir al castillo, sino que vivió en el hospicio público de Azpeitia, y comenzó su vida usual de enseñar la doctrina cristiana y reformar la moral. Habiendo caído enfermo de nuevo viajó por otras partes de España encargándose de resolver asuntos de sus compañeros. Luego, embarcó en Valencia para Génova y por fin se dirigió a Venecia a donde llegó en los últimos días del año 1535. Allí aguardó un año a que se le unieran sus compañeros, y entre tanto se ocupó en sus buenas obras, ganando varios compañeros más y trabando conocimiento con Giovanni Piero Caraffa, después papa con el nombre de Paulo IV, que acababa de fundar la orden de los Teatinos. Lo que pasó entre ambos no se conoce; pero en lo adelante parece que Caraffa le tuvo mala voluntad a Ignacio y a sus compañeros. En Venecia Ignacio volvió a ser acusado de herejía, y se corrió que había escapado a la Inquisición en España y que había sido quemado en efigie en París. Hizo frente con buen éxito a cstas acusaciones, insistiendo en que el nuncio investigara plenamente el asunto.

Después de un viaje de cincuenta y cuatro días sus compañeros llegaron a Venecia en enero de 1537; y allí se quedaron hasta el comienzo de la Cuaresma, cuando Ignacio los envió a Roma a conseguir dinero para el proyectado viaje a Palestina. El permaneció en Venecia pues temía que si iba con ellos, Caraffa en Roma, junto con el doctor Ortiz, un adversario alemán de París, entonces embajador de Carlos V en el Vaticano, predispondrían al papa contra ellos.

Pero Ortiz resultó amigo y los presentó a Paulo III, quien les dio permiso para ir a Palestina a predicar el Evangelio, otorgándoles abundantes limosnas. De igual modo les dio licencia para que los que no eran aún sacerdotes, fuesen ordenados por cualquier obispo católico a título de pobreza. Poco después regresaron a Venecia donde Ignacio y los otros fueron ordenados sacerdotes el 24 de junio de 1537, después de haber renovado sus votos de pobreza y castidad ante el legado Verallo. Ignacio, sacerdote ya, aguardó dieciocho meses antes de decir misa, lo que hizo por vez primera el 25 de diciembre de 1538 en la iglesia de Santa María Maggiore en Roma.

El año de espera transcurrió sin probabilidad de ir a Tierra Santa. Viendo que era imposible cumplir esta parte de su voto, los padres se reunieron en Vicenza, donde Ignacio se hallaba en un monasterio en ruinas; y allí, tras deliberar, se determinó que él, Laynez y Faber fuesen a Roma a poner la pequeña banda a disposición del Sumo Pontífice. Fue entonces cuando la Compañía comentó a asumir cierta forma visible. Le ideó una regla común y se adoptó un nombre. Ignacio declaró que, habiéndose congregado en nombre de Jesús, la asociación debía en lo adelante denominarse la «Compañía de Jesús». La palabra usada muestra el ideal militar de Ignacio, de los deberes y métodos de la sociedad naciente.

En el camino de Roma tuvo lugar una famosa visión, sobre la cual poseemos la evidencia del propio Ignacio. En cierta iglesia, pocas millas antes de llegar a Roma, mientras oraba, se percató de una conmoción y un cambio en su alma, y así abiertamente vio a Dios Padre colocándole junto a Cristo, a fin de que no se atreviera a dudar de que Dios Padre lo había puesto allí. Escritores subsiguientes añaden que Cristo, mirándole con benigno semblante, dijo: Te seré propicio»; mientras que otros agregan las significativas palabras «en Roma». Ignacio, empero nada dice sobre tan importante cuestión; en realidad entendió que la visión significaba que muchas cosas les serían adversas, y dijo a sus compañeros cuando llegaron a la ciudad que veía allí las ventanas cerradas por ellos, dijo también: “Tenemos necesariamente que proceder con cautela; y no debemos trabar conocimiento con mujeres como no sean de muy alto rango».

Llegaron a Roma en octubre de 1537; y al Principio vivieron en una casita situada en un viñedo y cerca de Trinta del Monti. El papa nombró a Faber para enseñar Sagrada Escritura, y a Laynez teología escolástica, en la universidad de la Sapienza. A Ignacio lo dejaron en libertad de continuar su labor espiritual, que fue tan grande que se vio obligado a llamar a sus demás compañeros a Roma.

Durante la ausencia del papa cierto ermitaño comenzó a difundir la herejía e Ignacio y sus compañeros lo combatieron. En revancha el eremita sacó a relucir las antiguas acusaciones en relación con la Inquisición, y proclamó a Ignacio y sus compañeros hombres falsos, intrigantes y no menos que herejes ocultos. El asunto fue examinado y el legado ordenó archivar la causa Pero esto no satisfizo a Ignacio. Era necesario para su buena reputación y su futura obra que se pronunciara una sentencia definitiva y que su nombre quedara limpio de una vez y para siempre.

En lo adelante la vida de Ignacio se identifica principalmente con la formación c incremento de su orden religiosa, pero su celo halló otros canales en Roma. Fundó instituciones para rescatar a mujeres caídas, inauguró orfelinatos y organizó instrucciones catequistas. Obtuvo, después de alguna dificultad, el reconocimiento oficial de su Compañía por parte de Paulo III, el 27 de septiembre de 1540, y con buen éxito la condujo a través de muchos peligros que la asediaban en sus primeros tiempos.

Fue electo por unanimidad primer general en abril de 1541; y el 22 de ese mes recibió los primeros votos de la Compañía en la iglesia de San Pablo fueri le mura. Dos obras ocuparon ahora principalmente el resto de su vida: la terminación o redacción final de los Ejercicios Espirituales y la redacción de las Constituciones que recibieron su forma definitiva después de su muerte. Estas dos obras se hallan tan constantemente conectadas entre si que no puede entenderse la una sin la otra. En las Constituciones enseñaba a sus seguidores a responder a la vocación; con los Ejercidos Espirituales moldeaba su carácter.

El progreso de la Compañía de Jesús durante la vida de Ignacio fue rápido. Sintiéndose siempre atraído por una vida de oración y retiro, en 1547 quiso renunciar al generalato de la Compañía, y otra vez en 1550, pero los padres se opusieron unánimemente a su deseo. Una de sus últimas pruebas fue ver en 1556 la elevación al sumo pontificado de su antiguo adversario Caraffa, que pronto dio muestras de su intención de reformar ciertos puntos en la Compañía que Ignacio consideraba vitales. Pero en esta difícil crisis nunca perdió la paz espiritual. «Sí fuera a caer sobre mi  frente este infortunio —decía— con tal de que sucediera sin culpa mía, aún sin la Compañía fuera a disolverse como la sal en el agua, yo creo que un cuarto de hora de recogimiento en Dios bastaría para consolarme y restablecer mi paz Interior.» Está claro que Ignacio nunca soñó en colocar a su Compañía por delante de la Iglesia ni de identificar las dos instituciones.

A principio de 1556 Ignacio se debilitó mucho y entregó el gobierno activo a tres padres: Polanco, Madrid y Natal. La fiebre hizo presa en él, y murió un tanto repentinamente el 31 de julio de 1556, sin recibir o pedir los últimos sacramentos. Fue beatificado en 1609 por Paulo V y canonizado en 1628 por Gregorio XV. Su cuerpo yace bajo el altar situado en el transepto septentrional de la Iglesia de Gcsu, en Roma.

Su retrato es de sobra conocido. La tez olivácea, un rostro enflaquecido   por las austeridades, la frente ancha, los ojos pequeños y brillantes, la alta cabeza calva hablan por si. Era de mediana estatura y su porte tal que apenas se le notaba su cojera. Su carácter era naturalmente impetuoso y- entusiasta, pero hubo de señalar por su gran dominio de si mismo a medida que gradualmente iba colocando la voluntad bajo el control de la razón.

Experimentaba siempre esa afición a vencer dificultades, inherente a la naturaleza caballeresca; y esto implica también su deseo de sobre trabajar a todos que distinguió días de juventud. Mientras otros años, siguiendo a Pablo, se intentaban con hacer cosas por la gloria de Dios, Ignacio y sus seguidores se empeñaron en hacerlas a la mayor gloria de Dios. Aprendiendo con la experiencia y los errores propicios, desarrolló sabiamente una soberana prudencia que ajustaba con precisión los medios al fin propuesto. Imprimió la doctrina de que en todas las cosas hay que tomar en consideración el fin. Nunca Ignacio habría justificado idea tan perversa como la de que el fin justifica medios, porque con su luz y celo espirituales por la gloria de Dios con claridad que los medios injustos en sí eran opuestos al fin él tenía presente. Como gobernante de su orden desplegó el mismo sentido común. De la obediencia hizo uno de sus grandes instrumentos, pero nunca pretendió que fuese un irritante yugo. Su doctrina sobre el particular se halla en la conocida carta a los jesuitas por-gueses en 1553, y si se la lee con cuidado, junto con sus Constituciones, el significado es bien claro. Si dice que un sujeto debe dejarse mover y dirigir, en Dios, por un superior como si fuera un cadáver o un bastón en manos de un anciano, se cuida también de decir que la obediencia es debida sólo en todas las cosas «en que no puede definirse” (como se dice) que aparezca cualquier clase de pecado». La forma en que se llevan a efecto sus enseñanzas sobre la obediencia es el mejor correctivo de las falsas ideas que han surgido de conceptos erróneos de esta naturaleza. Sus elevadas ideas sobre el tema hicieron de él un gobernante  riguroso. Hay ciertos ejemplos en su vida que, tomados en sí, muestran una dureza al tratar a individuos que no querían obedecer; pero por regla general, templaba su autoridad a tono con la capacidad de aquéllos con quienes tenía que tratar. Cuando había de escoger entre el bien de la Compañía y los sentimientos de un individuo estaba claro de que lado inclinaría la balanza. Había en su carácter una mezcla de conservatismo y un agudo sentido de los requerimientos de la época. En materia intelectual no estaba adelantado a su tiempo. El sitema jesuita de educación, expuesto en el Ratio studiorum, no le debe nada. Aunque no rechazaba ningún saber aprobado, aborrecía cualquier cultura intelectual que destruía o aminoraba la piedad. Deseaba asegurar una uniformidad de criterio en la Compañía aún en puntos que la iglesia dejaba libres y abiertos: «Pensemos todos de la misma manera, hablemos todos de la misma forma posible.» Bartole, el biógrafo oficial de Ignacio, dice que él no permitía innovación alguna en los estudios; que, de haber vivido quinientos uños, siempre repetiría «nada de novedades”, en teología, en filosofía o en lógica— ni siquiera en gramática. El renacimiento del saber había apartado a muchos de Cristo; la cultura intelectual debía emplearse como medio de volverlos al redil. El nuevo saber en religión había dividido a la Cristiandad; el viejo saber de la fe, una vez entregado a los santos, era reconciliarla. Este era el problema que encaraba Ignacio, y en su empeño por efectuar una necesaria reforma en el individuo y la sociedad, su obra y el buen éxito que la coronó lo colocan entre las héroes morales de la humanidad.

Temas similares…

0 comentarios

Enviar un comentario