A 232 años del 14 de julio de 1789

Written by Libre Online

14 de julio de 2021

Catorce de Julio

Si alguna fecha en la historia de la humanidad posee un profundo, sentido universal, es ésta del 14 de julio de 1789. Nada, a través del tiempo –ni aun la conmoción rusa del 17– han logrado hacer perder al 14 de julio de 1789, fisonomía y perspectiva histórica.

Y es que el 14 de julio de 1789 ofrece al mundo un manantial de enseñanzas que éste, por su parte, ha sabido aprovechar. Así, desde el concepto hasta la realidad, desde la idea hasta el hecho. Francia fue en 1789 el marco por donde salió a la luz un mundo de ideas, que en aquella época se consideraron osadas, pero que hoy no nos lo parecen tanto. El marco político internacional vióse, de súbito, ampliado en una forma hasta entonces inigualada. Los más arcaicos mitos  –la dividad en el origen de las monarquías, por ejemplo – viniéronse por tierra ante el empuje victorioso de la razón, esta vez a horcajadas de la democracia, gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo según lo definiera años más tarde Abraham Lincoln.

Y es que cuando la razón establece bases teniendo en cuenta la concordancia de las condiciones objetivas y subjetivas, no ha existido hasta el presente, y mucho dudamos de que exista en lo porvenir, una fuerza humana capaz de detenerla. Podrá impedirse su desarrollo momentáneamente. Y los mandones de sable y espuela saben mucho de esto. Pero siempre la victoria final es de la razón. Tal vez alguien arguya que la razón es algo abstracto y profundamente relativo. Solo apuntaremos a ese respecto, que nos referimos cuando de la razón hablamos, a aquella que posee la libertad humana para triunfar por sobre sus enemigos.

De ahí nuestra fe inquebrantable en la República Española. De ahí nuestra fe ilimitada en el triunfo de las armas aliadas. De ahí nuestra confianza en que los bárbaros nazis y los fascistas y falangistas serán derrotados, a pesar de todos sus esfuerzos. Porque la libertad jamás ha sido patrimonio exclusivo de un pueblo o de una clase, sino que pertenece a todos, sin distinción. Ni en sexo, ni en edades, ni en razas ha de repararse para regatear el derecho a disfrutar de la libertad. Y los pueblos que alguna vez la han defendido, lo han hecho, tan convencidos de que así es, que los hombres han sacado coraje de lo más íntimo de su ser, para librar esa batalla y legarle al mundo ese preciado tesoro.

Pero volvamos al tema. Las fechas no son símbolos abstractos ante cuya grandeza debemos abismarnos. Ello sería negarle a la dialéctica su libre juego y constreñir el significado de las mismas. Las fechas requieren una intervención que nos justifique, perennemente, su grandeza, su razón de ser. Por ello es conveniente de tiempo en tiempo iniciar juicios revisionistas que las adapten a las aspiraciones del mundo, esas que va elaborando la humanidad en su constante evolución. Y una fecha, por un ineludible proceso dialéctico, engendrará siempre otras que la superen, aunque ello no significa, no puede significar que la grandeza de una fecha posterior empañe todo lo que de sustancialmente importante tiene una fecha anterior. Porque las fechas, en el juicio crítico del historiador, serán, sin duda alguna teniendo en cuenta las condiciones imperantes a la sazón de producirse y en función a la época en que son objeto de comentario.

Francia se destrozóo en la Revolución buscando un ordenamiento político y social que Heigel y Endress han calificado de “más equitativo y más sencillo”. Si una fecha fuese considerada con ese carácter exclusivo, su importancia estaría limitada. El 14 de julio de 1789 es algo más que el logro de una situación política más equitativa y sencilla. Es la destrucción de un mito: la monarquía con sus colaterales el absolutismo, el feudalismo y su carácter eminentemente reaccionario.

Un conflicto de intereses está definido como un conflicto de clases. La Revolución Francesa de 1789 fue el abatimiento del feudalismo retardatario por una burguesía progresista. Bien es verdad que esa burguesía ha engendrado al proletariado que ya está aspirando a sustituirla como clase dominante, según pretenden los marxistas. Sin embargo, el hecho en sí no resta valor a lo que hemos admitido de que la burguesía francesa al producirse la revolución en 1789, tenía un carácter progresista.

La importancia de la Revolución Francesa no solo fructifica para la Europa caduca y carcomida del Siglo XVIII, sino también para la América demasiado joven y demasiado nueva. Pese a que José Martí afirmaba que “ni de Washington, ni de Rousseau viene América, sino de síi misma” nosotros opinamos en contrario. Siguiendo en ello las investigaciones de otros historiadores. Porque resulta un hecho carácter incontrovertible que este movimiento revolucionario de 1789, este asalto a la Bastilla el 14 de Julio, alentó poderosamente el espíritu inquieto de la América colonial de los primeros años del Siglo XX.

Hay quien afirma que los enciclopedistas se nutrieron ideológicamente de la Revolución Norteamericana de 1776. Nadie que conozca la amplia bibliografía de Simón Bolívar pondrá en dudas que sus ideas liberales y aún hasta su conocimiento de doctrina constitucional evidenciados en la Carta que concede a Bolivia, eran el producto de sus amplias lecturas de los eruditos franceses de la época de la Revolución de aquellos mismos que enseñaron a su patria el camino de la libertad, de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad.

Las revoluciones poseen de importante lo que marcan a la historia.

Una revolución –en el amplio sentido anteriormente anotado– es siempre una delimitación. Martí lo dice con claridad; “las etapas en la historia se miden por sus momentos de rebeldía”. Y Goethe, en un momento de tregua durante la batalla de Valm. 20 de septiembre de 1792, dos días antes de que se proclamara la república por la Convención, afirmaba a sus contertulios del séquito de Weimar en cuya corte como es sabido desempeñaba el cargo de Consejero: “a partir de aquí y de hoy se inicia una nueva época de la Historia Universal y vosotros podréis decir que habéis contribuído a ella”.

A 232 años del 14 de julio de 1789. Lo que fue exactamente

la toma de la bastilla

El autor de este artículo afirma que “la leyenda se apoderó del episodio de la toma de la Bastilla y ha deformado la realidad de un acontecimiento que señala, al menos simbólicamente, el punto de partida de la Revolución”. Y agrega que “es interesante restablecer los hechos en su exacta proporción”. Como francés, debe saber lo que dice…

Desde la Torre del Tesoro que atisbaba el arrabal Saint-Antoine, Jourdan de Launay, gobernador de la Bastilla, contemplaba la ciudad enfebrecida que se extendía abajo. En aquella clara mañana del 14 de julio de 1789, se presentía confusamente que se preparaba algo grave. Durante toda la noche anterior, partidas de revoltosos habían recorrido los barrios armados con picas y palos, robando e incendiando las casas. La residencia del jefe de policía había sido saqueada; el guardamuebles fue devastado: los presos por deudas, encarcelados en La Force, fueron libertados, y un grupo de exaltados derribó con hachas la puerta de los Lazaristas, destruyó la biblioteca, los armarios, los cuadros y las ventanas, y terminó la operación entrando en el sótano donde vació todas las barricas de vino.

Desde la ronda de la Bastilla se distinguían los incendios: se oía un rumor confuso que subía de la calle; se adivinaba la inquietud de los pequeños grupos reunidos en las esquinas y en las plazas públicas. París estaba intranquilo.

Sin embargo, eso no parecía anunciar todavía la sublevación verdadera. Nadie acusaba al rey, ni siquiera a la monarquía, de las calamidades que provocaban las quejas. Nadie odiaba a Luis XVI.

“¡Nuestro buen rey!” “¡Nuestro padre el rey!”, así se expresaban los obreros y los campesinos. Todo el mundo estaba de acuerdo en mantener la monarquía, y los hombres que fundaron y organizaron la república en 1792, Robespierre, Saint-Juste, Vergniaud, Danton, Brissot, eran entonces monárquicos.

Pero si las pasiones permanecían atenuadas aún, una especie de angustia se acrecentaba hasta hacerse intolerable: el miedo a morir de hambre. Desde 1780 la miseria era, por decirlo así, permanente en todo el reino.

El hambre es la base de todas las revoluciones. De 650,000 habitantes de París, se contaban más de 120 mil indigentes: un ejército dispuesto para la insurrección. Pero sobre todo, había en Francia centenas de millares de mendigos, merodeadores de mal aspecto, que la miseria había transformado en verdaderos bandidos. Arrasaban campos y ciudades, y hasta la misma capital estaba entregada a un terrorismo precursor por aquellos hambrientos sin fe ni ley.

Presa de las peores dificultades, el gobierno no intervenía, y los mismos parisienses tenían que hacer oficio de policías. ¡Tener armas! Tal llegó a ser la preocupación de la población deseosa, no de atacar, sino de defenderse.

Así, por una singular interpretación del destino, una medida reservada exclusivamente al mantenimiento del orden y a la protección de los burgueses se transformó en un acto diametralmente opuesto: el 14 de julio de 1789 los franceses no buscaban ni la subversión ni la violencia: querían sencillamente la tranquilidad y la paz.

La paz armada –se pensaba– era la más segura. Sin embargo, un nuevo temor, tan intenso como los anteriores, nació en los espíritus atormentados: ¿dónde se podía conseguir armas?

Preguntaban, interrogaban a los que podían saber y pronto circuló el rumor de grupo en grupo: “¡Hay fusiles en los Inválidos y en la Bastilla!”

No se trataba de libertad ni de tiranía, ni de libertar a los presos, ni de protestar contra la autoridad real.

¡Quién iba a pensar en libertar a unos prisioneros cuya suerte no interesaba a nadie! Eran, en primer lugar, cuatro falsificadores: Bachade, Laroche, Correre y Pujade, acusados de haber falsificado letras de cambio en detrimento de dos banqueros parisienses. El joven conde de Solage, monstruoso criminal salvado del supremo castigo en consideración a su familia que, además, pagaba su pensión; y, finalmente, dos locos, Tavernier y White, encerrados según la costumbre de la época.

Una cárcel modelo

Esa edificante sociedad no se quejaba de nada. La Bastilla era la prisión lujosa por excelencia. Por paradójico que pueda parecer el hecho, no deshonraba a nadie, ni nadie se sonrojaba de haber estado en ella.

El régimen era liberal. Una noche, el señor de Corlendon, coronel de caballería, llegó para ser arrestado. Como no había ningún cuarto amueblado “en el castillo”, el gobernador le dijo que podía alojarse en un hotel de la ciudad aquella noche y volver al día siguiente.

En 1679, Luis XVI recomendó  personalmente que dieran amplias libertades a un prisionero, el señor de Fresnes. Se puede afirmar que, con raras excepciones, los presos eran tratados con excesivas consideraciones.

Nada, por consiguiente, hacía de la Bastilla un blanco del odio popular; ni siquiera encerraba presos políticos, sino malhechores, y además, éstos eran tratados generosamente. Sin embargo, tal es la psicología de las multitudes que basta la irreflexión de un insensato o un exaltado para hacerles admitir globalmente las ideas más extravagantes.

Sin la ínfima minoría de revolucionarios audaces y violentos que transformó el 14 de julio en una jornada de insurrección, esa fecha no hubiera sido más que un episodio insignificante de nuestra historia.

Ahora bien al amanecer de ese gran día, Launay no conseguía dominar su inquietud. ¿Era eso una advertencia del destino? En efecto, podemos creerlo, pues al infortunado gobernador de la Bastilla le quedaban solamente unas horas de vida.

El día anterior, secretamente, ordenó que subieran a las torres un cargamento de adoquines y que derribaran las chimeneas con el fin de poder “arrojar los escombros sobre los sitiadores”. Durante toda la noche recorrido los patios del castillo, preocupado y desconfiado, llegando hasta a confundir, en medio de la oscuridad, los troncos de los árboles con asaltantes.

Hacia las ocho de la mañana se produjo la primera alarma. Unos delegados del ayuntamiento pasaron el puente levadizo, provistos de un imperativo mandato de sus conciudadanos. Varios habitantes del arrabal Sain-Antoine se quejaban de que los cañones situados sobre las torres amenazaban el barrio. Temor ilusorio y caprichoso, pues aquellos cañones estaban reservados exclusivamente para las salvas de los festejos públicos.

A pesar de su extrema nerviosidad, el gobernador recibió a los delegados con cortesía, les ofreció una ligera colación e hizo retirar los cañones.

EL ASALTO

Eran las doce del día. Un calor insoportable gravitaba sobre la ciudad. El pueblo que había pasado la noche fuera, sin un momento de reposo, estaba demasiado excitado. Delante de la Bastilla los grupos crecían de minuto en minuto. Las noticias más inverosímiles circulaban.

De súbito, en el extremo d ela calle Saint-Antoine, apareció una masa confusa, envuelta en un torbellino de polvo, dominada por picas e instrumentos extraños que brillaban bajo el solo. Se acercaban como un mar agitado, espumante, y pronto se distinguió una desaliñada multitud armada de hoces, sable, escopetas, navajas y cuchillos.

Al llegar ante la prisión, retumbaron los gritos:

-¡Queremos la Bastilla! ¡Abajo la tropa!

Enloquecido, Launay ordenó a la guarnición que entrara en el recinto de las torres y alzar el puente levadizo. Defendidos por el abismo que dejaba el puente, los soldados se retiraron y esperaron, bajo las injurias de los asaltantes.

De pronto dos hombre intrépidos, blandieron un hacha cada uno, se lanzaron sobre el techo del cuerpo de guardia y lograron romper las cadenas que retenían el puente. Librada de sus cadenas, la enorme masa cayó con un ruido infernal, saludada por una inmensa exclamación.

La muchedumbre se precipitó, irresistible, amenazante, como aspirada por una monstruosa corriente.

En sus celdas los prisioneros, espantados, temblorosos, pensaban en su última hora.

Impasibles, con las manos crispadas sobre sus fusiles, los soldados esperaban. Pero una descarga disparada por los amotinadores tumbó a varios de ellos.

Entonces Launay, con voz ruda, ordenó a la guarnición que disparara también. Una descarga de Mosquería estalló… Heridos, muertos… El motín retrocedió.

Obedeciendo a su jefe, la guarnición de la Bastilla  se decidió: procedió contra el pueblo de París. En adelante, para aquel pueblo desencadenado, ella era el enemigo; en ese instante comenzó la verdadera revolución.

La noticia se propagó con espantosa rapidez en París, y de boca en boca voló esta revelación inesperada y terrible:

¡Están asesinando a los parisienses en la Bastilla!

Un mismo impulso de cólera empujó a la muchedumbre hacia la sangrienta prisión, y el 14 de julio tomó realmente la importancia y la significación que la historia le ha conservado.

El populacho, cuya furia no podía contenerse ya, se convirtió en juguete de todas las excitaciones exteriores. Autómata, inconsciente, se precipitaba hacia el crimen sin saberlo. Los asesinatos que iba a cometer, no los había premeditado. Legalmente era responsable; psicológicamente, no. Incapaz de dominar sus reflejos, se convertía en esclavo de su propio frenesí.

Pero entonces se levantó, delante de su odio implacable, el inexpugnable cinturón de murallas que protegía la prisión y a sus ocupantes. La ferocidad es fértil en recursos. Unos arrebatados encontraron a una linda muchacha en el patio de los cuarteles y creyeron que era la hija de Launay. Era, en realidad, la hija de Monsigny, capitán de la compañía de los Inválidos. La agarraron y, por medio de ademanes y gestos, hicieron comprender a la guarnición que iban a quemarla si la plaza no se rendía inmediatamente.

Echaron a la infortunada muchacha sobre un colchón de paja al cual se disponían a prender fuego. Monsigny vio el horrible espectáculo desde lo alto de las torres y quiso acudir para salvar a su hija; dos tiros lo derribaron.

Un soldado corrió y se deslizó entre las tumultuosas filas de los revoltosos. Su audacia lo ayudaba en su peligrosa empresa. Procedió con tanta temeridad que nadie se atrevió a intervenir. Y desapareció  llevando cargada a la joven desmayada; al fin la dejó en lugar seguro.

De repente, un destacamento de la guardia francesa desembocó de la calle Saint-Antoine arrastrando dos cañones. Lo acogieron con aplausos y gritos de júbilo. Pero el célebre regimiento de la guardia francesa se hallaba en 1789 en un profundo estado de degradación y desorganización. Los hombres que lo componían estaban autorizados para ejercer en la ciudad toda clases de oficios, cuyo producto se sumaba a su sueldo. Y esos oficios no eran casi nunca de una honestidad y una moralidad indiscutibles.

La llegada de aquellos soldados regulares, con sus polainas blancas y sus gorros de granaderos, produjo una impresión considerable. Los dos cañones fueron emplazados enseguida y las mechas encendidas hiceron salir las balas.

Launay replicó con un solo disparo de artillería y después, comprendiendo que aquella resistencia sería inútil, decidió incendiar los depósitos de pólvora para hacer saltar la Bastilla y sepultarse bajo los escombros. Decía que no quería ser “degollado por el populacho”.

Desgraciadamente, su autoridad no era efectiva, pues no era ya gobernador nada más que de nombre. La tropa deseaba rendirse y declaró “que no era posible seguir peleando; no podían manejar ya los cañones y además se agotaban las balas y hasta los víveres”.

Esa es la relación ue nos han dejado los suboficiales y en la cual se lee todavía “que era más conveniente llevar el tambor a la altura de las torres para avisar y enarbolar la bandera blanca pidiendo la capitulación”.

Launay tuvo que ceder puesto que sus hombres no le obedecían. De este modo la Revolución alcanzo hasta el interior de la Bastilla. El pañuelo del gobernador _ ¡suprema ironía de la suerte!– sirvió de bandera blanca y un redoble de tambor anunció los preliminares de la rendición.

Pero afuera la exaltación era tan grande que no se daban cuenta de nada. Solo al cabo de media hora se logró parlamentar. El teniente de Flue se acerco al puente levadizo y, gritando a través de una rendija, consiguió hacerse oír por los amotinadores del otro lado. Ofrecido cesar definitivamente las hostilidades si permitían que la guarnición saliera con los honores de la guerra.

Dos voces furiosas surgieron:

– ¡No! ¡No!

El gobernador estaba desesperado. Con mano nerviosa redactó este mensaje:

“Tenemos enormes depósitos de pólvora; haremos saltar el cuartel y la guarnición si no acepta la capitulación. – Firmado: Launay. De la Bastilla, 5 de la tarde, 14 de julio de 1789”.

Por la abertura del puente levadizo, a través de la cual se había expresado de Flue, salió el mensaje. Pero nadie pudo atrapar, por encima del foso, esa última proposición de paz. Alcanzaron una tabla y un hombre decidido, cuyo nombre no se conoce, se aproximó. Desdichadamente perdió el equilibrio y se mató en la caída. Otro, cuya identidad se ignora también, tuvo mejor suerte.

Los jefes del movimiento popular – Elie, joven oficial que después fue general durante el Terror, y el conde Hulin, que tuvo más tarde el triste privilegio de presidir en Vincennes la comisión militar encargada de condenar al duque de Enghien, se pusieron de acuerdo en presencia de la muchedumbre. Ellie se encargo de comunicar la respuesta: aceptaban las condiciones, bajo su responsabilidad.

El pueblo se abalanzó por segunda vez. El tropel era aterrador; se empujaban, se atropellaban; mil bocas rabiosas emitían terribles clamores; centenares de brazos desnudos blandían puñales, sables, picas… Aquello era una atroz precipitación hacia la venganza, hacia la degollación.

¿Cómo contener ese torrente? Elie y Hulin no tardaron en comprender, a pesar de la palabra empeñada, que eso no se podía lograr.

DEGOLLLACIÓN DEL GOBERNADOR

Sin embargo, era a Launay a quien buscaban, haciéndolo responsable de todo lo acontecido; él debía pagar por todos.

Lo reconocieron fácilmente, aunque se había disfrazado. La multitud tiene esas intuiciones implacables.

Numerosas manos avanzaron para capturarlo, pero Launay se defendió rudamente. Al fin, lograron inmovilizarlo. Entonces se habló de cortarle la cabeza, ahorcarlo o amarrarlo a la cola de n caballo.

La degollación obtuvo los mayores sufragios. Y como el gobernador, mientras se defendía, le había dado un puntapié a uno de los revolucionario, se llegó al acuerdo de que este individuo le cortara el cuello a su agresor.

El ofendido era un cocinero llamado Desnot, quien sabía, como lo afirmó después con orgullo, “trabajar las carnes”.

Con un sable que le prestaron golpeó con todas sus fuerzas; pero viendo que el sable no estaba bien filado, sacó del bolsillo una cuchilla de mango negro y acabó  acertadamente la operación. Convencido de haber ejecutado un acto no solamente meritorio, sino útil a la patria, solicitó más tarde una medalla.

Mientras que la cabeza del desventurado gobernador era paseada triunfalmente en el extremo de una pica por las calles de la ciudad, el mayor de la Bastilla y otros personas cían bajo el furor del pueblo. A uno de los cadáveres le arrancaron  el corazón y lo pasaron de mano en mano, en un ramillete de claveles blancos, cantando este estribillo de un vodevil de moda:

“Las fiestas no son buenas si el corazón no va en ellas”.

Media hora más tarde la matanza había terminado.

LOS MÁRTIRES Y

LAS TORTURAS

¿Y los presos?

Los habían olvidado, sencillamente. Ignorando hasta el último momento lo que significaba aquel alboroto, los infelices no se tranquilizaron hasta que los libertaron.

Los cuatros falsificadores tomaron el mejor partido: se perdieron entre la muchedumbre y desaparecieron para siempre.

Los otros tres presos fueron paseado a través de las calles con mil demostraciones de respeto. Desde el día  siguiente, el joven cone de Solages regresó a su casa prudentemente, pero Tavernier y White, tan dementes como antes, fueron asilados en el hospicio de Charentón.

En realidad, los siete “mártires del despotismo” así aclamados constituían, a pesar de todo, unos trofeos bastante pobres. Por eso inventaron otro, el más importante de todos, naturalmente: el conde de Lorges.

La imaginación popular es complaciente, y no se necesitaron grandes demostraciones para hacerles admitir la existencia de un infortunado viejo encadenado por  todas partes, devuelto a la luz del día después de haber pasado treinta y siete años en una especie de sepultura y encaramado sobre unos hombros vigorosos como un semidiós. Por un milagroso contagio, cada uno creyó haber visto al mártir, como a San Jorge sobre los muros de Jerusalén.

Desgraciadamente para la leyenda revolucionaria, el conde de Lorges nunca existió.

¿No se dijo también que habían cámaras de torturas en el inerior de la prisión? Registraron el lugar señalado con infinitas precauciones y hallaron “un coselete de hierro, inventado para sujetar a un hombre por todas las articulaciones y mantenerlo en una inmovilidad eterna”. Descubrieron igualmente una máquina “no menos destructiva”… pero nadie pudo adivinar el nombre ni uso directo.

Por último, agrietando el bastión, descubrieron huesos humanos, evidentes testigos de ejecuciones secretas. Al enterarse de eso, Mirabeau exclamó dramáticamente:

– ¡Los ministros carecían de  previsión: se les olvidó devorar los huesos!

Después se supo que el “coselete de hierro” era una armadura de la edad media; que la máquina “no menos destructiva” era una prensa clandestina encontrada en casa de un tal Lenormand en 1786; y que los huesos pertenecían a unos protestantes enterrados antaño, pues las ideas de la época no permitían depositarlos en los cementerios.

Tal fue el 14 de julio de 1789 como hubiera podido verlo un espectador situado en el interior de la Bastilla. Esta aclaración no tiene nada de política: permite sencillamente mirar de una manera diferente el desarrollo de los acontecimientos. Hacer del 14 julio un acto de heroísmo sería realmente insensato; fue un acto de muchedumbre y todos sabemos que las multitudes no acumulan inteligencia, sino mediocridad. Robespierre, cuyo testimonio en la materia no puede ser sospechoso, dijo:

– La verdadera manera de demostrar su respeto por el pueblo no es adormecerlo alabándole su fuereza y su libertad, sino defenderlo, prevenirlo contra sus propios defectos, pues hasta el pueblo los tiene. Nadie nos ha dado una idea más justa del pueblo que Rousseau, porque nadie lo amó más: el pueblo quiere siempre el bien, pero no lo ve siempre.

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