En los Estados Unidos, el Día de Acción de Gracias es mucho más que una tradición marcada en el calendario. Es un punto de encuentro emocional entre historias distintas: la de quienes nacieron aquí y crecieron al ritmo de esta celebración, y la de quienes llegaron desde otros países buscando un nuevo comienzo.
Ambas miradas, distintas y complementarias, se unen cada noviembre alrededor de una misma mesa.
Para muchos estadounidenses, esta fecha conserva el eco cálido de la infancia: las recetas familiares, los aromas que anuncian reunión, el recuerdo de seres queridos y la gratitud por lo que permanece. Es un día para hacer pausa, mirar alrededor y reconocer que incluso en medio de los desafíos, hay motivos para agradecer.
Para los inmigrantes, en cambio, Thanksgiving suele convertirse en una mezcla de descubrimiento y esperanza. Es aprender una tradición nueva y, al mismo tiempo, tejerla con las propias. Es recordar lo que se dejó atrás, pero también valorar lo que se ha ganado: oportunidades, seguridad, comunidad, futuro.
Es, sobre todo, un gesto de bienvenida: un asiento en la mesa que simboliza que también ellos forman parte de esta nación diversa.
Y cuando ambas perspectivas se encuentran, surge algo profundo. Se hace evidente que la gratitud no tiene idioma único, ni bandera, ni frontera emocional. Todos, sin importar de dónde venimos, entendemos el valor de compartir, de agradecer lo vivido y de tender la mano al otro.
En un país construido por tantas historias distintas, el Día de Acción de Gracias nos recuerda que las diferencias no nos separan: nos enriquecen. Que el agradecimiento es un puente. Y que la mesa —ese símbolo sencillo y poderoso— siempre tiene espacio para uno más.







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