La nieve ensangrentada (Final)

Written by Libre Online

26 de agosto de 2025

Por Jean Legrand (1940)

Desenterró el hacha y se fue hasta un árbol grueso que en Primavera se ve junto al lago moviendo sus ramas y que ahora, en invierno, se está quieto en medio del frío paisaje. Tardó mucho en derribarlo. 

Los gritos de Narina y los sollozos de su madre llegaban hasta sus oídos haciéndole un frío malestar sobre su alma. Y entonces Vaano Nuvi lloró por vez primera desde que supo la muerte de su padre aplastado por un gigantesco tronco de abedul. Sus lágrimas caían al compás de los golpes de hacha que se entretenía en hacer astillas propicias de las desnudas ramas. 

Con los ojos húmedos se llegó hasta donde estaba todo cuanto amaba en el mundo. Su madre se había arrastrado hasta junto a Narina. Las dos  se habían abrazado, la una por atenuar su dolor y la otra por su frío. Vaano hizo fuego con su pipa, pero la leña hizo resistencia por no arder. 

El joven Nuvi elevó los ojos al cielo, que por entonces empezaba a ennegrecer. Luego se hizo el fuego salvador. La pira elevó una raya de humo hacia el cielo. Por entre los chirriantes troncos se veían las páginas enroscadas y negras de la Biblia, inapreciable reliquia de los Nuvi.

***

Vaano echó a correr por encima de la nieve. Sus skies herían velozmente la blanca superficie. Dos horas después llegaba al Fuerte. Venía jadeante. Aún tuvo que contestar una pregunta.

-¡Su nombre?

—Vaano Nuvi.

—¿Edad?

—Diecisiete años.

—Está comprendido en la movilización. Pase al Departamento de Reclutas. 

¡Oiga!

—Pero… mi madre, Narina… Están sobre la nieve, a muchas millas de aquí. Me esperan…

—Todos estamos en las mismas circunstancias, lo sentimos…

—Pero…

—Jovencito, a la Patria no se ponen peros, eso es cosa de cobardes.

Mientras se vestía el blanco y peludo abrigo de campaña, mientras oía sin escuchar las palabras del instructor acerca del manejo de un fusil, su pensamiento, su alma, estaba sobre la nieve, allá en la colina cerca de los lagos, junto a la hoguera, al lado de su madre y de su amada Narina. Su cabeza estaba llena de gritos de dolor y de amargos sollozos. ¿Y cuando la hoguera se consuma? ¡Y cuando llegue la noche y las rinda el miedo y el dolor y el frío? ¡Oh, Vaano, Dios no ha de ver con buenos ojos esto que has hecho! ¿Por qué las has abandonado? ¡Tú, dentro del felpudo abrigo caliente y ellas allá encima de la helada estepa! Solas y tristes, llorando por tu ausencia. Tristes y solas. Solas y tristes. ¡Oh, Veano Nuvi, a más de joven y hermoso como la Primavera y de fuerte y rudo como los inviernos de tu patria, eres cruel como el Otoño que se ensaña arrancando a los árboles sus hojas.

—Mire, este es el disparador, y aquí…  ¡atienda, joven, no estamos aquí para perder tiempo! Este es el punto de mira, se apoya la culata en el hombro y… ¿pero, está usted llorando?

A través de sus lágrimas, por el cuadrado de la ventana, Vaano Nuvi miró durante largo rato como la nieve caía fundida en grandes copos.

***

— ¡Adelante! Marchen con cuidado. ¡Despliéguense a la izquierda!

La columna avanzaba dejando tras de sí mil huellas de skies sobre la tersa cara del camino. Desde lejos llegaba un tronar constante de cañones y un lúgubre eco de ametralladoras. Ráfagas de aire helado hacían el avance penoso, arduo. Y cuando el comandante ordenó tirarse al suelo, menos Vaano Nuvi, todos obedecieron. Estaban cerca de las colinas, junto a los lagos. El amante de Narina salió de su puesto en la retaguardia y movió sus skies velozmente, en dirección a la frontera, hacia de donde se veían avanzar vertiginosamente, una frenética brigada de caballería. La voz del jefe finés se irguió potente y conminante:

— ¡Fuego al desertor! ¡Fuego a la caballería enemiga!

Fue casual que una bala no terminase allí mismo la vida del joven leñador Vaano Nuvi. O quizá fue que en aquel momento se agachaba a hurgar en la nieve, allí mismo en medio de la tierra de nadie. De una parte, estaba el fantástico tropel de la caballería invasora y de la otra los disparos de las tropas hermanas, pero él no consideraba ni lo uno ni lo otro. Hurgaba como hurgan los perros la tierra en busca del hueso escondido la víspera. 

Recordó la tragedia de Gwinplaine, cuando aún no se llamaba Gwimplaine, mantuvo la esperanza de encontrarse, como el héroe de Hugo, un corazón, siquiera uno, palpitando aún bajo la gorda capa fría. Lo primero que se le enredó entre los dedos ansiosos fue el grueso lomo de un libro chamuscado, reconoció su Biblia y la lanzó hacia el cielo con frenético impulso. 

Hurgó la caballería avanzaba sobre su derecha, a su izquierda el ronco trueno de la fusilería persistía heroico y tenaz. Hurgó. Una guedeja rubia se le enredó en las manos. Tiró con ansias sublimadas de aquellos cabellos y se abrazó a la cabeza fría, yerta de Narina Akiroff. Luego volvió una mirada de ira hacia la frontera. La caballería estaba tan solo a doscientos metros, la misma distancia a que estuvieron, años antes, su cuna y la cuna de quien está ahora muerta entre sus brazos. Sus ojos se abrieron espantados.

— ¡Akiroff!    ¡Akiroff! — gritó estentóreo—. ¡No pases! ¡Aquí está tu hija!

Pero Akiroff no oyó. O puede que oyera y no hiciera caso. Lo cierto es que su caballo fue el primero que cruzó por encima de los cuerpos de Narina y Vaano. Luego pasaron muchos caballos más, Cien, mil, diez mil.

Vaano Nuvi pegó su cabeza contra la cara seráfica de la extranjera. Un trozo de papel yacente sobre la nieve, le llamó la vista: “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido”. Los cascos de un caballo se hundieron en el cráneo de Vaano Nuvi.

Ya no era joven y hermoso como la primavera que nunca habría de volver a ver, ni fuerte y rudo como los inviernos de la que ya no era su patria. Era sólo un cadáver vestido de soldado, tirado en la nieve, semejante a una mancha de ignominia puesta exprofeso sobre la conciencia humana.

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