Capítulo I
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Oscurecía dentro de la tienda. Aguacero y truenos no disminuían.
—Tal parece que tendré que pasar la noche aquí -Florencio Flores bromeó y notó que el alcohol le zarandeaba las palabras.
—Tendremos -amplió Romerico Romero.
—Fortunata Fortuna se preocupará. Capaz que venga a buscarte bajo el agua y los truenos.
—No lo hará. Ella sabe cómo es este negocio. No será la primera o última vez que, por uno u otro motivo llegue tarde a casa o duerma aquí. Al principio, cuando nos casamos, se ponía nerviosa y en ocasiones, cuando me demoraba, venía hasta la tienda… de eso hace mucho.
—Fortunata y tú tuvieron la dicha de ya estar unidos por los días en que el porvenir fue abolido del pueblo. No más, para ustedes, sobresaltos, separaciones impuestas o muertes inesperadas -comentó Florencio Flores y pidió más ron.
—Apenas se ve. Voy a encender una lámpara de carburo -dijo Romerico Romero.
Y, viniendo del antaño, brilló la luz amarilla con ribetes rojizos; zumbido de colmena y olor peculiar.
—Todavía hay tinieblas. Deberías encender otra lámpara -sugirió Florencio Flores.
—Para nosotros, con una luz es suficiente. Tengo que ahorrar energía. Las piedras de carburo del ayer comienzan a escasear. ¡No para de llover!
Florencio Flores exprimió el fondo de la botella. Sugestivo miró al amigo y exclamó.
— ¡Se acabó el ron…!
—Es malo para el negocio que vengas en tardes de aguaceros. Siempre, hablando y hablando nos coge la noche y terminamos atascados en el reloj de la memoria -Romerico Romero suspiró y descorchó una segunda botella.
—Tengo hambre -dijo Florencio Flores.
—Son los mismos chorizos duros que hace unos días te lastimaron las encías.
—Lo sé. Al mascar me recuerdan que soy viejo y no tengo dentadura.
Romerico Romero fue hasta un estante de madera. De un recipiente de vidrio extrajo un embutido, arrugado y envuelto en grasa. Lo colocó en la tabla de cortar y picó en rodajas finas.
—Lo que pasó fue que no esperaste a que lo cortara. Le diste un mordisco digno de los jóvenes que fuimos. Ya no estamos para esos alardes.
—Te confieso que el olor a tierra mojada, los aguaceros de siempre; lo de Las Flores de Mayo. La certeza de que ella está rondando y somos los de entonces, me hizo olvidar que no podía morder el chorizo. Las encías se inflamaron; sangré y al día siguiente tuve que hacer buches de agua tibia con sal. Somos y no somos. Rosalía Rosado se ha ido y no se ha ido -dijo críptico. Tomó e introdujo en la boca una rodaja de chorizo. Con lengua y saliva la ablandó lo suficiente como para pasarla por las encías desdentadas y tragarla. De la nueva botella se sirvió y paladeó el licor.
—El chorizo, mientras más curado mejor. Y mejor sabe si lo mojas en ron -apuntó.
—Resulta lamentable que Rosalía Rosado chocara con la endemia ideológica en pleno declive del futuro. Si hubiese esperado un tantito así… -y Romerico Romero mostró la uña de un dedo.
—En mí es una idea constante. Haber resistido un tantito así -Florencio Flores repitió- y el pasado, al cancelar el futuro; libre del destino, la conservaría viva; junto a mí. Conmigo -enfatizó- Envidia sana me provoca ver como en Santa Clara casi no hay enfermedades ni sepelios. Envejecemos, claro que nos ponemos viejos, pero ir al pasado, que diseña el día a día, conserva la mente y aleja la muerte. El cura Casto Castor, Piedad Piedra, Galatea Galatraba, por solo mencionar algunos nombres, están cargados de años y siguen aquí. ¿Por qué ella no aguardó por el ayer…?
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