Marcos Antonio Ramos
He esperado algunas semanas antes de escribir acerca de un cubano exiliado que no será posible olvidar o sustituir. Me refiero a Juan Manuel Salvat, recientemente fallecido y a quien considero un personaje fundamental en la historia de estas tristes décadas cubanas. Nada más triste que un obituario, un velorio o un entierro, pero siempre queda el recuerdo y así prosigue una amistad.
Para aquellos que integramos la generación obligada a terminar su formación intelectual, y probablemente hasta su vida física, fuera de su tierra natal, es decir, la suma de los que llegamos a Miami en los años sesenta, así como también otros buenos compatriotas que vinieron después, la calle Ocho del S.W., sin la Librería Universal y sobre todo sin la presencia de Salvat, será algo muy diferente, hasta extraño.
Aunque la librería no funcionaba ya, al pasar frente al último edificio que ocupó, podíamos esperar encontrarnos en algún sitio con el amigo, verdadero hermano, a quien llamábamos con todo cariño “el gordo Salvat.” Aquel luchador por la libertad en su patria, un verdadero héroe, hijo predilecto de Sagua la Grande, se había convertido en todo un símbolo. Todavía lo sigue siendo. Hasta me atrevo a predecir, al menos simbólicamente: “per omnia saecula saeculorum.”
Por decirlo con mayor claridad, fue el buen amigo Manolito quien ponía a nuestra disposición aquellos libros que necesitábamos para seguir estudiando acerca de Cuba, su historia, su literatura y lo relacionado con una sociedad que fue destruida físicamente por la peor tiranía de América, pero que seguirá viviendo espiritualmente en nuestra memoria y corazón, en parte gracias al conocimiento adquirido en los libros que comprábamos en la Libreria Universal.
Conversábamos hace breves días con otro gran amigo, el bayamés Oscar Vidal, acerca de cómo Ediciones Universal se convirtió en la gran editorial cubana de nuestro tiempo, sobre todo porque ha sido una empresa libre, jamás entregada a propagar una ideología y un sistema que destruyó la sociedad cubana. Fuente de conocimiento para hacer seguir viviendo la obra de nuestros autores, los grandes y los no tan famosos, defensores de una cultura que se resiste a morir.
Juan Manuel Salvat logró algo que debe señalarse una y otra vez, a pesar de ser un dato conocido. La Librería Universal era el centro más concurrido de intelectuales, escritores, amantes de la cultura. La visitaban los residentes en Miami y Estados Unidos, pero también cubanos procedentes de infinidad de países. Allí llegábamos a conocer a las figuras más importantes del pasado político, económico y cultural de Cuba. Todos eran bien tratados y atendidos. En pocos lugares cualquier recién llegado se sentía como en su propia casa. Universal era nuestra propia casa.
Uno de los grandes méritos del amigo Manolito era que lo mismo hacía sentirse en su mejor ambiente a su viejo y gran amigo Alberto Muller que al último recién llegado de Cuba, independientemente de su pasado político o su vieja condición social. Todos nos convertimos en amigos y colegas. Era uno de los muchos dones que el Altísimo confirió a nuestro “Gordo”. Si era posible algún grado de reconciliación, lo cual es difícil, Manolito lo lograba.
No sería capaz de hacer la lista de aquellos que conocí allí. Al gran autor Armando Couto y al siempre jocoso Bernardo Martínez Niebla, a mi compañero de “Viernes de Historia” Agustín Tamargo y a la popular Olguita Guillot. En la librería me encontré con Teresa Casuso y con Lydia Cabrera. Ser cubano era lo más importante para nosotros. Miami ya era no solo una capital de América Latina sino en cierta forma la capital de Cuba Libre.
No puedo enumerar los prólogos que escribí para libros publicados por Ediciones Universal. Y los artículos que escribí sobre ellos eran publicados semanalmente en Diario las Américas y frecuentemente en otras publicaciones, entre ellas El Nuevo Herald y la prensa dominicana. Un buen número de ellos los presenté en la Casa Bacardí de la Universidad de Miami. La lista sigue y sigue.
En mi automóvil llevé a la librería a Leví Marrero y también a Herminio Portell Vilá y a Manuel Moreno Fraginals, a quienes identifiqué siempre como grandes maestros. Con bastante frecuencia visitaba la librería en compañía de Enrique Ros con quien desayunaba a veces en algún restaurante. Y este cubano, que sólo sabe jugar al dominó y no conoce casi nada de pelota, conoció en la librería a deportistas cuyos nombres sólo había escuchado por medio de la radio en su vieja casona de Colón, Matanzas, o en los camiones de su padre.
Lo que voy compartiendo pudiera parecer exageración, pero sucede que estuve presente el mismo día en que se inauguró la librería y también en el último en que pudimos compartir en aquel local, casi sagrado para muchos de nosotros. Si sigo mencionando nombres cometeré un gravísimo pecado de omisión. Allí conocí, y ahora si exagero, a casi todo el mundo.
Cuando recorro lo que mi buena esposa me permite conservar todavía de aquella biblioteca que fui formando desde los años sesenta, vuelvo inmediatamente a recordar la Librería Universal y a mi amigo Manolito. Como tampoco podré olvidar a los padres de Salvat, a su distinguida esposa y a una de sus hijas que allí trabajaba. Han sido una muy leal continuación de las bondades de aquel noble y amistoso sagüero que siempre hablaba de su pueblo, de su Colegio Belén y de su Agrupación Católica Universitaria.
Todo era amistad y afecto, compañerismo de desterrados, creyentes e incrédulos, católicos y protestantes. No puedo olvidar mis conversaciones allí con mi entrañable Luis Fernández Caubí, otro sagüero ilustre, que jugaba conmigo mientras comparábamos amistosamente su “teología aristotélico tomista” (por utilizar sus palabras) con mi muy moderado calvinismo matancero (por darle un nombre).
Escuchábamos entonces “el resumen del discurso oído” en la palabra, siempre cubana y jocosa de otro gran cliente de la librería, el inolvidable “Pepito» Sánchez Boudy, tan leal a la Universal como la brújula al polo. Su carácter amante de la diversión no ocultaba su erudición, que era impresionante. No puedo hablar de la librería sin recordar a quien fue mi siempre amigo Sánchez Boudy.
Adiós, querido amigo Manolito, aquí quedamos por el momento y seguiremos como nuestro compatriota Heredia recordando “las palmas” de nuestra “nativa Cuba” y como el también poeta cubano Zenea aceptando vivir en “las nieves y las brumas del cielo del septentrión”. Eso sí, no te olvidaremos nunca, hermano del alma. Hasta luego Salvat.
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