Hace años, en tiempos de nuestra juventud, la práctica del insulto era propia de personas incultas, de escasa educación, incapaces de controlarse a sí mismas. Yo fui víctima de esa experiencia de descontrol.
Recuerdo la tarde en que saliendo de la iglesia, acompañado de una amiga, desde una esquina un pequeño grupo de desocupados nos gritó una obscenidad. Sin pensarlo, movido por un impulso incontrolable salté sobre los provocadores y me enredé en una desigual pelea de la cual salí golpeado.
Al llegar a mi casa con la camisa rota, sangrando de los labios y con un par de moretones en los ojos, mi padre escuchó atentamente lo que yo creía era “una historia de heroísmo”, pero me dijo que fue una imprudencia mía tratar de resolver un insulto por medio de la violencia. Pasado el tiempo llegué a entender el significado de esta expresión de Diógenes, el genial filósofo griego: “el insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe”.
Una de las razones que me convirtieron en implacable enemigo de la llamada revolución en Cuba, a poco de aparecer, fue la actitud despótica, imperial y degradante de Fidel Castro, quien introdujo el insulto en su agresivo discurso político.
Llamó “burro” al presidente Kennedy, usó palabras injuriosas para referirse a importantes figuras del gobierno estadounidense, y no escatimó en ofensas y falsedades para referirse a congresistas, estadistas y figuras de relieve público de Cuba. Usaba cámaras y micrófonos para vaciar su odio a raudales sobre importantes figuras que no podían defenderse ni acudir a una corte de justicia.
En su demagogia verbal nos llamó “gusanos” y “escoria”, simplemente porque optamos por ejercer el derecho de abandonar el país. Un hombre, desde una tribuna, protegido por escoltas y amparado por fuerzas que lo defienden, que se dedica a insultar y a humillar a otros es un cobarde. Esa fue una de mis primeras impresiones del tirano que se ha internado en la permanente ausencia que es la muerte.
El auto titulado presidente Nicolás Maduro, mal imitador de líderes de fango, llama “energúmeno” al expresidente Uribe, llama a su propio pueblo “caterva de mediocres y miserables”.
No queremos, al citar a espurios líderes latinoamericanos, implicar que en Estados Unidos el insulto político es inexistente. Las campañas electorales en la nación están muy a menudo salpicadas de áridas expresiones ofensivas. En la política, lamentablemente, muchos candidatos fundamentan sus aspiraciones, no en méritos propios, sino en los supuestos desméritos de sus oponentes. Las acusaciones basadas en indiscreciones, rumores e inventivas son menú reiterado en la búsqueda de votos.
El insulto ha sido un arma ofensiva, y a veces defensiva. Se ha usado en tribunales, en los escenarios deportivos, en programas radiales y televisivos, y en asambleas políticas. Un problema que nos inquieta es que se ha generalizado de forma tal su uso que es ingrediente de discusiones domésticas, incidentes de tránsito, encuentros casuales, diferencias partidistas y situaciones de conflicto.
Sin tratar de justificar el insulto como elemento propio de nuestras relaciones debemos decir que a menudo el insulto es el resultado de provocaciones que nos alteran.
Hace varios años iba yo conduciendo mi automóvil cuando aparentemente me interpuse en el paso de otro conductor, que sintiéndose molesto me gritó “¡estúpido!” a todo pulmón.
Yo detuve mi carro y el individuo aludido hizo lo mismo. Al inclinarme para salir de mi vehículo uno de mis hijos me gritó, “papi, recuerda que eres un pastor”. De inmediato le dije a la persona que iba a confrontar que sentía mucho lo sucedido y quería ofrecerle mis excusas. El individuo en cuestión me miró asombrado y me extendió la mano, diciéndome “usted es un hombre decente, yo soy quien debe pedirle perdón por insultarle”. ¿Quieren saber el final de la historia?, ese hombre, llamado Pedro Muñiz, ya fallecido, fue miembro de mi iglesia por más de veinte años.
La moraleja es que una excusa sobrepasa en valor a un insulto, y que un elogio neutraliza totalmente los efectos nocivos de una ofensa.
Una persona insulta a otra que se le adelanta en la fila de los que van a pagar su compra. A menudo una discusión grávida de insultos termina en una pelea a golpes que culmina con un arresto policiaco. No es cosa rara escuchar la noticia de que un automovilista irritado mató de un disparo a otro que estuvo a punto de provocarle un accidente. No vale la pena que nos convirtamos en homicidas por la provocación de lo que consideramos un insulto.
No siempre la cosa es tan trágica. A veces hay situaciones comunes que provocan circunstancias lamentables. Supe en mis días de estudiante de dos grandes amigas que se pelearon por largo tiempo porque una llamó “gorda” a la otra.
En un partido de baseball en el que competían dos equipos de jóvenes con etiquetas de cristiano se produjo “una cámara húngara”, (frase asociada a un juego de balompié en 1954 entre los equipos de Brasil y Hungría, que fueron actores de la llamada “Batalla de Verna”). La pelea verbal, volviendo a nuestros muchachos, llegó a los extremos de que el árbitro suspendiera el juego. El problema es que a menudo empeoramos una simple discusión con una retahíla de insultos que rompe amistades. La cortesía en nuestra época se ha vuelto elusiva y generalmente no hemos sido capaces de reencontrarla para ponerla a funcionar.
El origen del vocablo insulto es interesante. Es de la misma raíz de saltar. Insultar es, pues, saltar sobre otro. No es exactamente sinónimo de “asaltar”, pero no cabe duda de que nuestras palabras suelen tener mayor impacto que una confrontación física.
En el libro bíblico de Proverbios hay una expresión apropiada para recordar: “el necio al punto da a conocer su ira; mas el que no hace caso de la injuria es prudente”, y acudimos a otra cita: “la blanda respuesta quita la ira; más la palabra áspera hace subir el furor”.
Y terminamos refiriéndonos a las discusiones domésticas, las peleas entre cónyuges. Se cuenta que el evangelista Billy Graham en cierta ocasión pidió a los matrimonios presentes en una asamblea que nunca habían tenido una discusión que levantaran sus manos. Fueron tantas las manos levantadas que el ilustre predicador dijo “bueno, creo que es oportuno mi sermón de hoy sobre los mentirosos”. Claro es que resulta casi imposible que dos personas que compartan año tras año las 24 horas de cada día no hayan tenido sus fricciones. El problema reside en la pérdida del control y en la consecuente duración del resentimiento.
Por mi oficina de consejería pastoral pasaron muchas parejas que se sentían alejadas por haber intercambiado serios insultos en una discusión determinada. Pronto descubrí que damos más importancia a lo que nos dicen que a lo que decimos. En una discusión siempre hay dos actores, y ninguno de los dos quiere perder. Mi táctica era, después de los intercambios de impresiones, acudir a estos versos, creo que son de Pedro Mata: “la tarde más bella está después de la tormenta, quiero reñir contigo solo por hacer las paces”.
La única salida honorable de una discusión en la que se intercambian insultos es la de la reconciliación, es decir, el reencuentro de dos corazones que se habían separado. Y termino con unos lindos versos de Manuel Gutiérrez Nájera:
En esta vida, el único consuelo
es acordarse de las horas bellas
y alzar los ojos para ver el cielo.
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