LIBRE consagra a Matanzas y a los matanceros el número que hoy tiene el lector en sus manos. Esta tradicional cita anual me ha incitado a hurgar en mi archivo en busca de una Revista Geográfica Española (Madrid, Tomo II, N° 36) de principios de la década 1950 dedicada a Cuba. Después de una nota introductoria bastante cursi escrita por Juan Pablo de Lojendio, recién nombrado embajador de la Corona en La Habana, el ejemplar abre a doscientas páginas que pretenden exaltar la «presencia de España en Cuba». El pie forzado así definido conduce a una veintena de tópicos y de lugares diseminados a través del territorio isleño, uno de ellos la capital yumurina ciudad donde nací en 1943. Lo encargaron a Agustín Acosta Bello, cuya firma está calzada con un Presidente del Ateneo. El poeta se sale de la encomienda que le hicieron con seis páginas que mal que bien evocan lo que quedaba en aquél momento como saldo urbanístico y monumental de los cuatro siglos coloniales concluídos en 1898 con la Primera Intervención americana.
Acosta presenta las cosas inequívocamente desde el primer párrafo al afirmar que «no puede decirse ni que España dejara (en Matanzas) obras arquitectónicas dignas de ser admiradas (por lo que) nada hay en esta ciudad que haga evocar en ella la grandeza del Reino (ya que se observa que este) edificó para la Eternidad, pero no se cuidó de levantar, como en otros países, el monumento o la fortaleza o el palacio que fueran admiración de los siglos». Más claro ni el agua. Justo es admitir, habiendo uno visitado otras ciudades en lo que otrora fue el imperio español así como en la Penísula, que el autor tuvo razón y hoy las viejas piedras matanceras siguen confirmando su aserto.
Sigue a continuación la enumeración de un inventario minimalista de sitios que todos conocemos: el Castillo de San Severino, el Fuerte del Morrillo, las plazas de Armas y de la Vigía donde respectivamente fueron alzados el Palacio de los Gobernadores mancomunado al Ayuntamiento y lo que originalmente fue la Aduana devenido con posterioridad Audiencia o Palacio de Justicia; la Catedral, simple Iglesia Parroquial de San Carlos en tiempos de la Colonia; la Ermita de los Catalanes, corrientemente conocida como de Montserrat; el cuartel de Santa Cristina en el barrio de Versalles; el de la caballería que se transformaría en cárcel provincial; y los puentes sobre el San Juan y el Yumurí, de los cuales el de la Concordia es el más antiguo, esbelto y elegante. Al lado de éste, donde antes estuvo el Palacete de la Concordia, usado como residencia de los generales que ostentaban el mando militar provincial, se erigió el cuartel de bomberos que el escribidor no menciona como tampoco alude el Teatro Sauto, edificios ambos sin embargo de la segunda mitad del Siglo XIX, o sea del período que evoca. ¿Por qué?. Misterio.
En ese punto de sus cuartillas el ilustre articulista gira hacia «el estilo colonial» que según él tiene sus mejores muestras en numerosas casas señoriales esparcidas en el centro del burgo. Apunta que la capital provincial puede vanagloriarse también de artísticas rejas colocadas en las ventanas de residencias (que son, dice) «evocadoras de un pasado español».
Esta relectura llega demasiado tarde para comentarla con el ya desaparecido Lorenzo García Vega quien dedicó varias artículos muy jocosos a desmenuzar la poesía y la prosa de Agustín Acosta, amigo de su padre y notario en Jagüey Grande, la patria chica de él que no la de Acosta. Lorenzo lo detestaba y de cierta manera lo denostaba. Pero si ha servido para comprender cual era a mediados del siglo pasado el estado de ánimo que primaba en las reflexiones en parte de la intelectualidad cubana – entre «los bombines», que así los aludía mi padre – a la hora de tornarse hacia el legado dejado por la antigua metrópolis cuando su caótico y cerril fin de fiesta en Cuba. Se me antoja que en ese momento, por 1950, la ciudad de Matanzas vivía un como letargo económico que la explosión urbana y la dinámica internacional de La Habana le imponían sin apelación posible. Fue así, en esos años, que viví la ciudad que yo conocí superficialmente cuando iba por períodos muy cortos haciendo con mis padres visitas a la familia o durante las vacaciones escolares en los veranos. Y como «habanero» tenía la inconsecuencia de mirar al prójimo matancero por encima del hombro.
De la misma manera que en la Historia de Cuba el Siglo XIX es el que todo define para lo que vino después, tanto como para comprender lo que había ocurrido antes, la década 1950 engendró a corto y a largo plazo lo que fue nuestra vida hasta hoy. Lojendio, todo lo Marqués de Vellisca y diplomático de experiencia que era en aquellos meses, estaba imbuído de certitudes hispanisantes que no compartía el cubano contemporáneo que tenía mayoritariamente su polo magnético en el Norte. Vendrían otras notas escritas por ese hombre, no públicas sino «muy reservadas» y dirigidas confidencialmente a su superioridad, pera explicar con gran lucidez que en Cuba con la llegada de Fidel Castro al poder las cosas cambiaban vertiginosamente. Los interesados pueden ir si pueden y lo desean a los Archivos madrileños: AGA Exteriores, C-5359.
Los archivos diplomáticos de España y de Francia son una verdadera mina en la que es fácil encontrar muchos documentos que demuestran que en cuanto a Cuba las cancillerías estuvieron muy bien informadas: el antiamericanismo, el oportunismo y las ideologías hicieron que los respectivos gobiernos apostaran por dejar pasar las fechorías de los barbudos cubanos. El pueblo cubano jamás estuvo en sus ecuaciones.
Lo que este hombre, Lojendio, había calificado como «aire de España» el cual según él soplaba en la isla, se había transformado en aires rojos, los mismos que él había combatido durante la Guerra Civil. Y esos «aires de España» volverían solapadamente a Cuba mucho más tarde con los ejecutivos de Meliá que han recurvado hacia Matanzas, especialmente junto a las arenas de la cercana Playa de Varadero para tratar de extraer la mayor cantidad de dinero malhabido posible a costa de los matanceros y de los cubanos todos, gracias a la complicidad concupiscente del régimen.
Mientras, los hitos matanceros siguen ahi, languideciendo junto a los tres ríos. Esperan tal vez ver pasar ante ellos a aquellos que dentro de unos días osarán desafiar a las represión castrista el próximo 15 de noviembre. Un giro que Agustín Acosta, al expatriarse hacia Estados Unidos pletórico de tristezas y de frustraciones, no hubiera podido anticipar ni en la más osada de sus rimas.
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