Imitando el alba todos los días, Cuba me agradece
que conserve su acento, que el azul que la verifica
por ser una privilegiada, aunque hayan intentado
asesinarla lanzándola al mar, yo la rescaté y vive
conmigo en el más imperioso secreto; le espanta al
color rojo, por lo que le ha sugerido a Dios que lo
borre del arcoíris, que lo ajusticie como hizo un rayo
con la palma de su escudo. Ella sigue hasta en el
café que le toma la temperatura a mi paladar; respira
por unos recuerdos sin muletas, y se ríe de oro y
esperanza; no se plantea volver ni para averiguar si
el tamarindo conserva la acidez, tampoco si al
danzón le perforaron la yugular. Está exiliada,
compartiendo conmigo las lágrimas que asaltan
nuestra almohada; cubre de silencio los lamentos y
la desazón producida por la ausencia del paisaje que
la vistió con perlas, y el consentimiento de las
sirenas que estuvieron en su bautizo; es tan de luz
y porvenir, que piensa que está a la sombra de un
flamboyán, que la despierta el concierto de los gallos
vigilantes de la alborada. Cuba, aquella que asistió al
nacimiento del niño que le pusieron mi nombre, se
dedica a planificar el formato del castigo que les
aguarda a los fantasmas de rostro descubierto. Solo
ella sabe de los privilegios que le provocaban envidia
al oleaje sobrante del mar. Desde entonces está
huérfana de pájaros nativos y carruseles que nunca
conocieron la candidez. Cuba, con la humildad de
sus cuatro letras, espera vengarse comenzando por
decapitar la luz de la farola del Morro.
Roberto Cazorla.
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