Años más tarde, previo al aviso de la “Constitución de mentiritas escrita en papel higiénico” por Castro y sus adláteres ñángaras, se declaró que “en Cuba, no puede existir la propiedad privada”, porque “todo es del pueblo” (léase, de Fidel Castro Ruz y sus cuatreros).
Hoy, los descendientes de la familia más perversa y criminal de Cuba, se pasean en yates de lujo por el Mediterráneo, consumen en los mejores hoteles y restaurantes del mundo y poseen múltiples mansiones en países europeos (“Latifundios urbanos”, según la ignorante comunista). Todo, absolutamente todo, con el capital robado descaradamente al pueblo cubano.
Brevemente, he aquí sólo tres infamias entre las cientos de miles cometidas por el “Gran Ladrón”:
Cuando a la estilista Mirta de Perales le confiscaron su salón de estética y belleza en el Vedado, ella protestó iracunda ante tal injusticia, y la internaron nueve días en la cárcel de “La Cabaña” sólo por quejarse. Allí fue ofendida y acosada. Al salir, tramitó sus documentos y escapó de Cuba con sus dos hijos.
El “Gran Ladrón” le despojó de todo, pero no pudo quitarle a ella ni al resto del pueblo cubano el mayor tesoro que poseían, su talento y su capacidad de trabajo honesto.
Mirta de Perales, como miles de cubanos, llegó al exilio sin un centavo. Pero al morir en 2011 a una edad muy avanzada, había creado un imperio con sus productos de belleza distribuidos en todo el país e internacionalmente. Muchos cubanos más, en numerosas localidades y naciones, lograron levantarse de nuevo, con tesón y destreza.
Otros, lamentablemente, no tuvieron la misma suerte. El señor Araujo era propietario de una empresa incubadora de pollos en La Habana. Al “intervenirla” sin razón ni motivo, colocaron al más holgazán de sus empleados como “Interventor”. El señor Araujo, que había invertido 27 años de su vida en el trabajo esforzado y perseverante a fin de erigir su industria, no pudo reponerse emocionalmente de tal usurpación, y cometió suicidio. Su hija, amiga de nuestra familia, quedó devastada para siempre.
Pedrito, el humilde morenito limpiabotas del “Bar Cumbre”, en la avenida Porvenir, a cuadras de nuestro hogar, acudió lloroso una tarde al portal de la casa y se abrazó a Papá clamando: “Docto, eso tipo me han robao mi sillón, ¡me han robao mi sillón, docto! Eso bandío dicen que ahora soy del Consolidao”. Papá, que por años atendió a su mamá diabética sin cobrarles nunca un centavo, lo calmó y lo entró a nuestra salita. Allí, le dio algunos pesos de ayuda.
Supimos que, como todos los oficios humildes, ya él tenía que formar parte de un nuevo “Consolidado”, en este caso de “limpieza del calzado”, algo totalmente inútil como cada cosa que hacían los comunistas, y sólo se trataba de una vil estratagema a fin de que la totalidad del país trabajara como esclavo sin derechos para el Estado socialista, ya que ahora “todo era del pueblo” (de nuevo, léase igual que antes).
La nación sucumbía a pasos precipitados, y en igual medida aumentaban la división y el odio, alimentados sin cesar por la verborrea de la claque comunista que continuaba denostando a diestra y siniestra.
Felipe Lorenzo
Hialeah, F
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