Castro le destituyó de todos sus cargos en junio de 1959, con sólo 6 meses en el poder, y, como era usual en él, le llenó de injurias y le acusó de traición. Ya preparado de antemano, Díaz Lanz escapó de Cuba en una lancha junto a su esposa y tres hijos, justo antes de ser arrestado, como bien intuía. La aplanadora revolucionaria del castrismo no se detenía, apabullando a todos los que intentaban oponerse a la destrucción total de Cuba.
El 21 de octubre de 1959, pilotando un avión B-26, Pedro Luis Díaz Lanz regresó al país sobrevolando la ciudad de La Habana mientras su hermano Marcos lanzaba desde la nave proclamas que acusaban a Fidel Castro de las maliciosas intenciones de convertir a Cuba en una dictadura comunista al estilo de Rusia.
Miles de proclamas fueron arrojadas sobre la ciudad capital. Una de ellas cayó en el reducido jardín del fondo de nuestra casa. Papá la leyó y nos la leyó a nosotros. Por razón de mi corta edad, no imaginé que, casi al final de su vida, las veleidades del destino harían que yo pudiese conocer a aquel hombre que pilotaba un B-26 sobre Cuba el 21 de octubre de 1959. Anteriormente, el 14 de julio de ese mismo año, había sido entrevistado por el Comité de Seguridad Interna del senado norteamericano, informando de los planes de Fidel Castro Ruz para sojuzgar a Cuba imponiéndole una esclavizante tiranía comunista.
Conocí a Pedro Luis Díaz Lanz en una modesta pero histórica cafetería de esquina de la Calle Ocho, en la Pequeña Habana. Allí él acudía durante algunas tardes a disfrutar de un café cubano, y en varias ocasiones coincidimos. Como es usual en las ventanitas de café, las pláticas esporádicas no incluyen una presentación formal. Yo no supe de quién se trataba hasta que, en una de esas tardes, otro concurrente me informó de su identidad. Por aquel entonces parecía ser un hombre parco de palabras; pero, sin embargo, siempre mostró disposición a platicar unos minutos conmigo, y si el encuentro era a veces muy limitado, se debía a la prisa de mi horario y no a él.
Una de las últimas oportunidades en que coincidimos bebiendo café tuvo lugar a principios de un mes de enero. En aquella ocasión sólo le comenté que llegaba otro año más sin ver la libertad de Cuba. Con una sonrisa cortada se limitó a murmurar: “Ese miserable nos engañó a todos”, y siguió bebiendo su café en silencio. En dicho establecimiento, al menos en mi presencia, siempre evitó hablar del tema cubano. Nunca perdió la compostura de su porte, aunque su aspecto era por demás sencillo.
Algún tiempo después supe que había terminado con su propia vida, y que había muerto en total pobreza. Alguien me comentó que tenía problemas familiares, y quizá fue así. O, tal vez, nunca pudo sobreponerse al profundo sentido de culpabilidad que acaso hizo mella en su conciencia por los años en que se jugó la vida para salvar a la guerrilla de la Sierra, y al malvado dictador que destruyó nuestra nación.
Felipe Lorenzo
Hialeah, Fl
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