Nadie en todo el planeta tierra ha tenido tantas emociones encontradas como los cubanos.
Un hombre, flaquito, bajito, nunca lo había visto antes, todos los días recorría el pueblo entero montado en una bicicleta.
Llevaba un maletín lleno de telegramas. Y los iba repartiendo de casa en casa. La citación en forma escueta indicaba el nombre del agraciado, la hora, la fecha, y el vuelo de la Pan American que saldría del aeropuerto José Martí de Rancho Boyeros.
Las reacciones era apoteósicas, increíbles, y todas en todos los hogares cubanos eran exactamente iguales.
Por la ventana ocho ojos no le perdíamos ni pies ni pisadas al individuo montado en su vetusta bicicleta.
De pronto, tocó en la puerta. Mi madre con tremenda emoción y con sus ojos llenos de lágrimas me gritaba “¡Ay, Estebita, al fin te llegó el telegrama!”.
Carlos Enrique, muy serio, me dijo: “Coño, mi hermano, ahora sí yo creo que te vas pal’carajo”…
Mi padre, estaba paralizado, mordía frenético su tabaco Pita y consolaba a mi madre: Tranquila, Ana, que esto se cae antes de tres meses, y el muchacho regresa para acá.
Cualquiera que hubiera visto la escena no hubiera podido distinguir si era una fiesta o un velorio.
Brincos de alegría dábamos y al unísono los cuatros estábamos llorando.
La casa se fue llenando de gente, el primero en llegar fue mi amigo Miguel Granda quien estaba abocado a irse y me decía: “Déjame verlo, déjame leerlo, quiero tocarlo”.
Al fin nos acostamos a dormir tranquilos porque mi padre nos repitió 20 veces: “¡No pasa nada, los americanos no van a permitir una cabeza de playa a 90 millas de sus costas!
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