UNA VIOLENTA NAVIDAD

Written by Libre Online

23 de diciembre de 2024

Por HAL BOYLE 

Era una Navidad terrible llena de fantasmas. A simple vista era una blanca Navidad como cualquier otra, como las que pintan en las tarjetas de felicitación. La nieve cubría por completo las colinas, donde se levantaban un millón de árboles de Navidad, como enormes velas sin encender. De vez en vez una estrella aparecía en medio de las inquietas nubes, y brillaba serenamente entre las susurrantes ramas de los árboles. 

Pero el oído desmentía ese espectáculo de paz. Era un paisaje de terror oculto y estruendoso. 

Los aviones nazis vibraban invisibles en lo alto. Las bombas atravesaban silbando el aire y estallaban sobre las colinas. 

Todo lo que podían ver los soldados ante sí era ese espectral vapor de su propio aliento, y hubieran preferido que no fuera visible.

Así transcurrió ese mes de diciembre de 1944 para los que participaron en la batalla de Bulge, en el pequeño bosque belga de Ardennes, una de las más sombrías Navidades para los norteamericanos desde la batalla de Valley Forge. 

Todo ocurría bruscamente. Un día el pueblo americano estaba seguro de que sus tropas, cruzarían pronto el Rhin y terminaría la guerra. Al otro día los alemanes lanzaban un ataque de sorpresa, largamente elaborado en la mente enfermiza de Adolfo Hitler. 

En esos momentos, 29 divisiones y 1,000 tanques atacaban impetuosa y audazmente en Ardennes, escenario de grandes victorias alemanas en 1914 y 1940. Esperaban llegar al río Mosa, dirigirse hacia el norte hasta Amberes y aniquilar tres ejércitos aliados completos. Un general sensato ni siquiera hubiera pensado en un plan tan ambicioso en aquellos momentos finales de la guerra. Pero el ex cabo Hitler lo había concebido como una forma de suicidio nacional militar. 

Mas, durante casi una semana, todo le fue bien. Sus bramadores panzers penetraron 50 millas en las líneas americanas, llegando casi a los bancos del río Mosa. 

Ese ataque era el regalo de Navidad del Führer a su agotado pueblo. El frente interno alemán estallaba de alegría. Mientras tanto, del pueblo americano se apoderaba un gran estupor, que casi llegaba al pánico. ¿Qué error se había cometido? Se propagaban rumores de desastre. El espectro de la prolongación de la guerra comenzaba a levantarse. En las iglesias se realizaban servicios especiales y el país entero, extremadamente alarmado, rogaba por sus hijos combatientes. 

Paradójicamente, había más tristeza en Norteamérica que en el frente de batalla. Cuando se está en acción hay poco tiempo para entregarse a la tristeza. 

Muchas veces, en las guerras, los soldados de ambos bandos efectúan una tregua tácita en la Navidad. Entonces en cada ejército los soldados intercambian comida, cigarros, chistes y hablan del hogar lejano, pues los combatientes experimentan una sensación especial de soledad en las Pascuas. Esa tregua navideña fue cosa corriente durante la Guerra Civil Americana y durante la Primera Guerra Mundial. 

Pero no se produjo durante la batalla de Bulge. Ninguno de los dos bandos la deseaba. 

Los alemanes estaban como lobos quo habían probado la sangre. Estaban ansiosos de lograr su objetivo. En las películas que ellos mismos tomaron de sus tropas los muestran riendo y fumando alegremente tabacos capturados a los norteamericanos o conduciendo jeeps americanos. Las banderas de la esvástica tremolaban por doquier. 

Los americanos, que habían retrocedido ante la primera embestida, ahora se disponían a dar el frente al enemigo. Sus banderas tremolaban en el interior de ellos mismos. El soldado americano, generalmente, pelea por disciplina y por fe en una gran causa. Raras veces, odia al enemigo. Pero si alguna vez hubo soldados americanos que pelearan con el corazón lleno de odio, fue durante esa terrible Navidad. Se habían enterado de la masacre de ochenta y cuatro soldados norteamericanos desarmados cerca de Malmedy. Ansiaban la venganza, y la cólera los incitaba a luchar como nunca antes. (Más tarde se calculó que los alemanes ejecutaron setecientos prisioneros americanos y civiles belgas durante los encuentros de Bulges.) 

A partir de ese momento no se pedía, esperaba ni daba cuartel por ninguna de las dos partes. La aventura de Hitler costó a los Estados Unidos 77,000 bajas y 733 tanques. A los nazis les costó 90,000 bajas, 600 tanques y cañones de asalto y 1,600 aviones, pérdidas que apresuraron su desmoronamiento militar. 

Las Ardennes belgas eran una de las áreas más bellas del mundo. Aún lo son actualmente. La tierra se recupera más rápidamente que el corazón humano, y hoy hay allí pocos testimonios de que tan recientemente dos ejércitos se empeñaron en un combate titánico. Pero cientos de miles de veteranos; recordarán en estas Navidades esas heladas colinas como el más terrible y espantoso campo de batalla de sus navidades. 

El lugar estaba envuelto en una atmósfera de niebla y miedo. Todas las cosas eran enemigos: el helado viento, la nieve que caía, las nubes que ocultaban los aviones nazis y, sobre todo, el profundo y lóbrego bosque, horrendo como los bosques de los cuentos de hadas alemanes. 

Nadie que haya peleado en ese bosque podrá olvidarlo jamás. Era como una antigua catedral pagana poblada de ogros. 

Las ramas de los árboles murmuraban su perpetua amenaza. Ni siquiera el día más claro atravesaba el sol su espesa capa de follaje, y continuamente fantasmas uniformados y con cascos caerían de árbol a árbol. De noche cada sombra parecía la de un alemán emboscado. Y a veces lo era. 

¡Y aquel viento! Era tan frío que los soldados sentían que se les helaban las venas de las mejillas y de la nariz. Muchos soldados, ocultos en trincheras individuales, perdieron, a causa del frío, los dedos de los pies, o los pies, o las piernas enteras. 

¡Y aquella nieve! Cubría las huellas de los tanques enemigos, impidiendo que los aviones aliados pudieran hallarlos. Dificultaba enormemente el aprovisionamiento, y los combatientes; tenían que dejar a un lado sus armas, construir toscos trineos de madera y usar sus hombros para transportar balas hasta las posiciones de la artillería en las colinas. La nieve caía sobre los heridos, ocultándolos e impidiendo que fueran recogidos por los hombres del cuerpo médico. 

La Navidad es siempre una época mística en que los hombres renuevan su fe. Pero aquél no era momento de confiar en nadie, ni siquiera en otro soldado con uniforme americano, a menos que se le conociera personalmente. Pues Hitler había enviado un destacamento de dos mil saboteadores vestidos como los americanos para sembrar la confusión detrás de las líneas. Esos hombres hasta habían aprendido a mascar “chicle” como los americanos… 

Eran momentos en que un soldado sólo podía tener fe en tres cosas: su Dios, su camarada y su rifle. 

Sin embargo, el espíritu de Navidad es difícil de destruir. Aún en medio de la cruenta batalla de Bulge se notaba su presencia. 

Cada vez que había un momento de descanso, se producían escenas como ésta: 

En un apartado puesto, un centinela ve interrumpidos sus recuerdos por la llegada de otro soldado, que le dice: 

––Adivina lo que ha pasado. Santa Claus se las ha arreglado para mandarnos un pavo. Ya yo comí mi parte. Ve tú por la tuya. 

Okay —responde el centinela—. Hasta luego. No dispares hasta que veas un abrigo blanco. Y si lo ves dispara todo lo que puedas. 

En esos momentos sólo las tropas nazis habían recibido equipos de invierno. 

Más lejos de la línea de combate ––fuera del alcance de los rifles enemigos, pero no de su artillería— el espíritu de Navidad era aún más patente. 

Un soldado, abriendo un paquete, extrae una corbata de vivos colores. 

—¡Esta querida tía —dice soltando una carcajada— siempre me manda lo que más necesito! 

Fue, indudablemente, tenebrosa la Navidad en Spa, el lugar desde donde el Kaiser alemán huyó a Holanda casi al final de la Primera Guerra Mundial. 

El cuartel general del Primer Ejército norteamericano había evacuado Spa al ocupar los nazis una colina que dominaba esa población. Fue una Navidad nada alegre para un pequeño grupo de corresponsales de guerra que se habían obstinado en permanecer en el centro de la prensa del pequeño “Hotel Du Portugal”. 

Entonces se apareció un extraño Santa Claus, un sucio y barbudo sargento de una compañía antitanque que se nos presentó con tres pavos congelados y cierta cantidad de salsa. 

Madame María Thonart, propietaria del hotel, proporcionó el vino, el cognac y los platos accesorios. La comida fue preparada por la vieja Alice, la camarera, que cocinaba maravillosamente. Mientras los cañones alemanes tronaban en las colinas y las balas pasaban silbando por encima de nosotros, cenaba un abigarrado grupo de corresponsales, soldados sin afeitar y asustados belgas, tranquilizados sólo por el hecho de que aún quedaban allí algunos americanos. Hasta entonces se habían sentido desamparados. 

Madame Thonart, una viuda con dos hijos que servían en el Ejército belga se sentía orgullosa de ser lo anfitriona. Sollozó un poco. Jack Thompson, barbudo corresponsal del “Chicago Tribune”, a quien llamaban “el seto humano”, era el que proponía los brindis. 

Hubo sólo tres brindis, gritados una y otra vez: “Vivent les Americains!”, “Vivent les Belges!”, y “Derririe la cravate!”, que supusimos quería decir que pusiéramos el cognac “detrás de nuestras corbatas”. 

Cuando estaba terminando el banquete, el ruido de tanques aplastando la nieve a poca distancia hizo que los belgas se pusieran de pie llenos de alarma. El temor se reflejó de nuevo en sus rostros. 

Tranquilamente apagamos las luces, descorrimos las cortinas negras de las ventanas, abrimos la puerta y salimos del edificio. Una columna de tanques americanos pasaba en dirección adonde se hallaba el enemigo. 

Un soldado se irguió en la torre de uno de los tanques, nos saludó con un muslo de pavo a medio comer y nos gritó alegremente: 

—¡Felices Pascuas! 

Supongo cómo terminó el muslo de pavo. Pero, aún hoy, a veces me pregunto qué le pasaría a aquel alegre y desconocido soldado. 

Pero seguramente los soldados que mejor recuerdan aquella terrible Navidad de 1944 son los que la pasaron asediados en el inmortal bastión de Bastogne. “Las Águilas Chilladoras” de la 101º División Transportada por Aire, los hombres de la 9º y la 10º Divisiones Blindadas: su carne fue el férreo yunque contra el cual se hizo pedazos, al fin el ataque de Hitler. 

He aquí un simple indicio de lo cruento que fue el combate en la oscura pero importante encrucijada: un teniente y treinta hombres de la 101º División habían regresado del hospital muy poco antes de que Bastogne fuera rodeada. Tuvieron que entrar en combate inmediatamente. A los tres días los treinta y uno eran de nuevo bajo guerra. 

Cañoneados durante el día, bombardeados por la noche, con gran escasez de municiones y con la poca comida que sólo recibían por momentos dos veces al día, los defensores de Bastogne aún pensaban en la Navidad, a pesar de las siete divisiones enemigas que trataban de aplastarlos. 

No obtenían más municiones que las que les dejaban caer los aviones por paracaídas. Disponían de tan pocos medicamentos que tenían que echarse cognac en las heridas. 

El brigadier, general Anthony McAuliffe, que en diciembre 22 respondió negativamente a una demanda de rendición de los alemanes, esperó hasta la víspera de Navidad para dar a conocer a sus soldados su respuesta al ultimátum.

Hizo circular mapas entre ellos en los que estaban escritas las palabras: “Felices Pascuas” y donde se señalaba la posición de las divisiones alemanas que los sitiaban. Y agregó: 

“…Nos mantendremos Bastogne. Manteniéndonos en Bastogne garantizamos el éxito de los ejércitos aliados… Estamos así proporcionando a nuestra patria y a nuestros seres queridos un valioso regalo de Navidad y tener el privilegio de tomar parte en este bizarro hecho de armas representando para nosotros unas Pascuas realmente felices.” 

Sus hombres recibieron con agrado ese mensaje de Navidad. Aún hoy lo recuerdan con emoción.

Los informes oficiales dijeron que Bastogne estuvo ‘tranquilo’ la víspera de Navidad. Quizás fue comparativamente. Pero una bomba alemana cayó sobre un hospital y enterró bajo los escombros a veintidós pacientes. 

Otra bomba destrozó un árbol de Navidad, instalado en un puesto de mando. Algunos regalos para niños belgas estaban al pie del árbol. Después de la explosión un sargento subió al lugar y condecoró con el Corazón Púrpura a una muñeca destrozada. 

A las tres de la madrugada de Navidad, esperando tomar por sorpresa a la guarnición, la infantería hizo un último esfuerzo supremo por tomar la ciudad. Apoyada por dieciocho tanques, logró avanzar media milla antes de ser destrozada. 

La tarde siguiente el Gral. George Patton dirigió una fuerza blindada hasta Bastogne, levantando el sitio.

Un día después los agotados defensores recibieron enormes cantidades de vendajes, pavos, salsas, puré de papas y pasteles. Lo único que faltaba era ganar la guerra. 

El epitafio de esa terrible Navidad de hace once años está grabado en letras de oro en un gigantesco monumento erigido por el pueblo belga cerca de Bastogne. 

Dice la inscripción: “Pocas veces se ha derramado tanta sangre americana en el curso de una sola batalla”.

Temas similares…

0 comentarios

Enviar un comentario