UNA SOBERANA PARA MÓNACO Y UN PLENO PARA MONTE-CARLO

Written by Libre Online

23 de abril de 2024

Por Eduardo Meruendano (1956)

Una serie de pavorosas incógnitas han mantenido durante los últimos años, en constante y angustiosa tensión al mundo occidental:

¿Superaría Rusia al Occidente en la loca carrera por el predominio atómico” ¿Se decidiría la China de Mao Tse-tung a invadir el último reducto de Chang Kai-chek, en la isla de Formosa? ¿Los platillos voladores, son meras ilusiones ópticas o provienen de otros mundos, habitados por seres de una civilización superior a la terrestre? ¿Peter Townsend, el alado héroe de la RAF, lograría, cual un nuevo San Jorge, exterminar al dragón de la razón de Estado, alcanzando el ciclo de la felicidad con su adorada Margaret, gracias a la fuerza ascensional del amor? Desgraciadamente, la mayoría de estas interrogaciones sigue sin respuesta. Y la frustración del idilio entre la princesa y el aviador, ha dejado un amargo regusto entre los partidarios de la romántica pareja, al mismo tiempo que provocaba un terrible vacío en la prensa, privándola de uno de sus más socorridos temas.

Mas, como dice el refrán: “Dios aprieta, pero no ahoga” y, en efecto, no transcurrió mucho tiempo sin que agencias cablegráficas, empresas periodísticas, reporteros y fotógrafos recibiesen la más grande de las compensaciones: una milagrosa Epifanía en forma de telegrama oficial, que precisamente, la víspera de la fiesta de Reyes, antiguamente llamada de la Estrella, anunciaba el compromiso matrimonial del príncipe Raniero de Mónaco con la señorita Grace Kelly, luminaria de primera magnitud en el firmamento cinematográfico californiano.

A partir de este momento, no ha pasado un día sin que los diversos instrumentos de la gran orquesta publicitaria hayan dejado de interpretar los sucesivos “movimientos” de la más sonora y extraña de las sinfonías. Ora serena y elegante, como un, “minueto” mozartiano, ora romántica y melódica cual un “andantino” de Schubert y, rasgada en más de una ocasión, por audacias y estridencias dignas del modernismo dodecafónico de un Schoemberg o de un Allan Berf. Todavía inacabada al escribir estas líneas, se halla en un fortísimo “crescendo” que culminará en los acordes de una marcha nupcial, rematada por una vertiginosa coda de vítores y aclamaciones, cuyo 

estruendo persistirá durante largo tiempo en los ecos de la prensa mundial.

Desde el instante en que los amores de Grace y Raniero fueron conocidos, se desencadenó una verdadera avalancha de informes y comentarios, enfocados desde los más diversos ángulos, en los tonos más variados y con las más sanas o aviesas intenciones.

Cualquier persona ajena al mundo del cine quedó enterada de los más nimios detalles de la vida de Grace, desde su primer diente y la pertinaz coriza que enronqueció su voz y enrojeció su graciosa 

naricilla de adolescente, hasta los infinitos amores y amoríos —reales o imaginarios— achacados a esta muchacha. Pues se da el caso de que, no obstante, su belleza pasteurizada y su apariencia glacial —uno de sus detractores la ha comparado con el trocito de hielo olvidado en la última cerveza de la noche— son estos mismos maldicientes los que se complacen en afirmar que ha inflamado a cuantos actores han actuado con ella, como si de inexpertos principiantes se tratase.

Y del mismo modo, el más ignorante en Historia, capaz de creer que Juan sin Tierra fue un agitador agrario y de confundir a Iván el Terrible con un comecandela bolchevique, conoce ya al dedillo el complicado árbol genealógico de los Grimaldi y tiene una visión cabal de todas las vicisitudes por que ha pasado la roca monegasca, desde el templo erigido a Hércules en la colonia griega de Monai Kos, hasta el Centenario, recientemente celebrado, del Casino de Monte-Carlo, el más prestigioso templo consagrado en nuestra época a la diosa Fortuna.

En medio de esta balumba de datos y noticias, el chisme crece como el marabú y es muy difícil recoser la mies de la verdad entre la abundante cizaña de murmuraciones y maledicencias.

Lo único en que coinciden opuestas informaciones es en considerar al reverendo padre Francois Tucker, como el Deus ex machina que ha conducido a feliz desenlace una complicada trama no exenta de peligros y dificultades. Con lo cual ha prestado un señalado favor no sólo a la enamorada pareja, sino también a sus felices súbditos, al fin tranquilizados por la inconmovible fe de su encantadora soberana, respecto a la continuidad de la dinastía.

No reina, en cambio, la misma unanimidad sobre todo lo demás. Los orígenes del noviazgo, sus motivaciones, el carácter de los protagonistas y hasta los augurios que se hacen acerca de su porvenir son objeto de apasionada controversia.

Para los aficionados a la historia de amor, que gustan de ver la vida color de rosa, les aconsejamos naturalmente, que acepten la más optimista de las versiones. Según ella, se trata de un flechazo típico. La primera mirada conque Grace sazonó su elegante reverencia de presentación, fue la chispa que hizo brotar el fuego de la pasión en el –por entonces– desolado corazón del príncipe Raniero.

La historia registrará la fecha exacta de tan trascendental acontecimiento: era el 6 de mayo de 1955. A las trece horas treinta minutos, en el hall del Carlton, de Cannes, atestado de turistas atraídos por el Festival, Grace se une a los amigos y periodistas que iban a acompañarla a visitar el palacio del príncipe de Mónaco, donde Raniero la recibiría. Un “tranque” automovilístico ocasionado por el encuentro con Gina Lollobrigida a la cabeza de una caravana de estrellas italianas, retrasa en una hora la llegada a la cita. El Pabellón del Príncipe, que ondea sobre la Torre del Reloj, indica que Raniero se halla en el palacio esperando. Pero no es así. 

Raniero también sufre una demora y se ha disculpado por teléfono rogando a sus huéspedes que comiencen la visita sin esperar su llegada. Después de recorrer las doscientas veinte habitaciones del castillo, Grace agotada se deja caer sobre un diván del salón azul, bajo un retrato de María Leczinska. (Otra versión asegura que fue en el propio sillón del trono donde Grace se sentó proféticamente para reposar su cansancio.) Súbitamente, se abre la puerta y la actriz ve avanzar al príncipe en persona, que se dirige a ella en un perfecto inglés.

Grace se levanta y hace una pequeña reverencia. Ambos están muy intimidados. Ella, porque ha olvidado venir con el sombrero que el ceremonial exige en estos casos. Él porque está deslumbrado por la áurea cabellera y la distinción de la estrella de Hollywood.

Raniero conduce a su invitada a los famosos jardines privados, escalonados en terrazas frente al maravilloso azul del mar Mediterráneo. Rodeada por una exuberante vegetación, Grace con un vestido oscuro de grandes claros estampados, es la más bella de las flores. Luego visitan el zoológico del príncipe que, orgulloso, le muestra sus fieras. Pasa el brazo a través de los barrotes y calma a los tigres y leones con una caricia, Grace parece muy impresionada por este sereno valor.

El tiempo se desliza velozmente, pero la delegación americana al Festival da un cocktail en su honor y Grace tiene que retirarse. Se despiden. Su entrevista apenas ha durado una hora. Nada parece indicar que deban volver a verse. Pero el destino tiene más cartas en su baraja y ha decretado que –como en el bacará– habrá “una continuación”.

Dos meses después de la histórica entrevista, una calurosa tarde del mes de julio, todo era sosiego en el castillo del príncipe, cuando el timbre del teléfono vino a romper el silencio de la siesta estival.

–Un señor americano insiste en hablar con Su Alteza en persona–anunció el mayordomo–. Invoca el nombre de Miss Kelly. Raniero se precipitó de un salto hacia el teléfono. Al otro extremo del hilo el americano se presentó:

–Russel Austin, viejo amigo de la familia Kelly. (No había encontrado mesa para la primera fiesta de gala de verano en Sporting y como Grace le había alabado la amabilidad del príncipe, se atrevía a recurrir a él.)

Aquella noche Austin tuvo la mejor mesa al borde de la pista de baile y cuando pidió la cuenta le respondieron que era un invitado del soberano. Días más tarde, los Austin hacían una visita de cortesía al palacio y, al tomar unos “Martini” con el príncipe, se brindó por un próximo encuentro en los Estados Unidos. El capellán Tucker, que asistía a la reunión, estaba más jovial que de costumbre.

Grace escribió a Raniero para agradecerle su hospitalidad. Él contestó y así empezó a cruzarse entre ellos una correspondencia cada vez más frecuente, y es de suponer que cada vez más tierna, aunque sobre esto nada puedan decir los secretarios del príncipe a quienes se les previno para que aquellos sobres azules celeste, procedentes del otro lado del Atlántico, fuesen entregados intactos y sin la menos dilación en manos del soberano.

Hasta que un buen día, hallándose de crucero en su yate, Raniero recibió el ansiado cable por el que Grace accedía a que fuese a los Estados Unidos a pedir su mano. Inmediatamente se preparó el viaje, alegando como pretexto un reconocimiento médico. Pero cuando Raniero adquirió la famosa sortija de compromiso con los colores nacionales de Mónaco, de sobra sabía a quién estaba destinada.

Naturalmente, los adictos a esta versión de un romance nacido bajo tan favorables auspicios sólo esperan bienandanzas del mismo.

Grace Kelly, a los veintiséis años de edad, es una mujer perfectamente digna de ocupar un trono y capaz de ostentar airosamente la larga serie de títulos nobiliarios aportados por su esposo.

Físicamente, la belleza de la Kelly es toda distinción y elegancia, sin el menor asomo de vulgaridad. Todo la contrario de esas vampiresas de curvas sinuosas que perturban los sueños de los “marines” y los G. I. americanos destacados en las cinco partes del mundo. Hitchcock ha dicho de ella que tiene una “elegancia sexual”. Y según un productor: “Se desprende de ella todo el encanto sexual que exige el hombre, conservando, al mismo tiempo, el suficiente dominio para sostener una taza de té en equilibrio sobre sus rodillas”.

En lo moral es una muchacha muy seria y juiciosa, de recio carácter y fuerte voluntad, que no se ha resignado a ser una inútil muñeca de sociedad. A pesar de la oposición de toda la familia, con la excepción de su tío George, escritor que ganó un premio Pulitzer, se inscribió en la Academia de Artes Dramáticas de New York, al mismo tiempo que se ganaba la vida trabajando como modelo. Su debut en Broadway tuvo lugar con “El Padre”, un amargo drama de Steinberg. De allí la llamaron a Hollywood para hacerle una prueba. Actuó en una o dos películas, interpretando papeles secundarios sin abdicar de su elegancia un poco estirada y de su dignidad. Y Gary Cooper, que se había fijado en ella, la hizo dar un paso de gigante en su carrera, reclamándola para actuar en el papel coestelar de “A la hora señalada”, la película que iba a filmar bajo la dirección de Stanley Kramer. Después ha escalado rápidamente las más altas cumbres del estrellato hasta ganar el “Oscar” de 1954.

En lo que a Raniero concierne, no es un príncipe alocado y disoluto. Cumplió con su deber y sus convicciones durante la guerra combatiendo en el Ejército francés, donde ganó medallas y citaciones. No ha aprovechado su larga soltería para coleccionar trofeos de amatorias victorias —prefiere su colección de animales salvajes y peces raros— y la única aventura seria de su vida —su “liaison” con Giselle Pascal-. dejó dolorosas cicatrices en su corazón. Discreto y poco comunicativo, necesita una compañera afín y comprensiva como la hermosa estrella de Hollywood. Además, y puesto que ambos son católicos, nada hay que se oponga a que, lo mismo que en los cuentos de hadas del tiempo de Mari-Castaña, se casen y sean muy felices.

Esta es la guirnalda de halagüeños vaticinios que en torno a las cabezas de Grace y Raniero tejen sus verdaderos amigos y cuantos con ellos simpatizan.

Sin embargo, en aras de la imparcialidad informativa, preciso es recoger también otras versiones de muy distinta índole que al respecto circulan y que, sin duda, consideraran más verosímiles los escépticos que dudan del amor y los que, con una triste experiencia de la vida, conocen sus sordideces y saben que no es oro todo lo que reluce. Con la advertencia de que, así como todo panegírico a los grandes de este mundo está fuertemente teñido de adulación y servilismo, también hay que rebajar en todo comentario epigramático la parte no pequeña que corresponde a la envidia, el despecho y la humana mezquindad.

Grace Kelly, en efecto, triunfó demasiado rápida y fácilmente en Hollywood, respaldada por la fortuna y la respetabilidad de sus padres, no tuvo que pagar en humillaciones y claudicaciones el precio que otras estrellas han pagado por su ascensión. Además, iba a visitar a los directores con largos guantes blancos, hablaba al inglés con un refinado acento, era cultivada, fría y reservada y odiaba la publicidad y el escándalo.

Si la famosa respuesta de Marilyn Monroe a una indiscreta pegunta fue desconcertante por lo inesperada: (—¿Qué se pone usted para dormir? -Chanel N.º 5), la réplica de Grace Kelly a una pregunta parecida fue altamente inaudita e incomprensible en Hollywood. Dijo sencillamente:

-Eso a usted no le importa.

Y en otra ocasión declaró: “Para mí el matrimonio no es un medio de publicidad ni un negocio. Soy una mujer normal, no una pin-up a la moda de Hollywood.”

Esto explica que lo mismo en las suntuosas villas y los sofisticados ranchos de las estrellas, que en torno a las mesas de los cabarets del Sunset Boulevard y en las redacciones de las revistas populacheras, la hermética y orgullosa chica del fabricante de ladrillos filadelfiano, se fuese concitando un gran número de enemistades que atizaron el escándalo, tan temido por ella, a lo largo de su corta y triunfal carrera artística.

La cosa comenzó con Gary Cooper, con quien tuvo que dejar de salir para atajar las habladurías.

A continuación, le tocó el turno a Clark Gable, el seductor de la pantalla, que, durante la filmación de “Mogambo”, subyugado por el rudo contraste entre la frágil y aristocrática belleza de Grace y la salvaje hermosura de la selva africana, se portó como un párvulo y la siguió hasta Londres, al terminar el trabajo.

Más grave fue lo de Ray Milland, su compañero de “Crimen Perfecto”’, que estuvo a punto- de cometer el error de divorciarse de su esposa con quien llevaba varios años de perfecta felicidad conyugal, muy rara en Hollywood. El escándalo no llegó a producirse, pero que Milland estuvo seriamente tocado lo demuestran sus palabras: “Grace sería la esposa ideal, pero es una mujer a la que se ama demasiado para pensar en ella como esposa”.

Escarmentada, Grace no se separó un momento de la mujer de William Holden, mientras interpretó con éste “Los Puentes de Toko-Ri”, pero aun así ejerció su misteriosa fascinación y Holden ha dicho no menos misteriosamente: “Grace tiene el extraño poder de comprender a todos los hombres”.

Tan pronto se estrenó “La ventana indiscreta”, sus escenas de amor con James Stewart fueron consideradas de un exagerado verismo.

Por último, es absolutamente cierto que Bing Crosby exigió para actuar en “La que volvió por su amor”, que Grace desempeñase el papel protagónico, que había de proporcionarle el premio de la Academia. La Paramount tuvo que pagar a la MGM una suma fabulosa para que ésta le cediese a su actriz predilecta. Se dice que Crosby, en su afán de “jugar limpio”, llegó hasta a prescindir estoicamente de su “bisoñé” cuando salía con Grace. Esta, como siempre, se abstuvo de todo comentario, pero parece no era completamente indiferente a los encantos otoñales del gran actor. Del único que nada se ha murmurado es de Alec Güines, su compañero en “El Cisne” la penúltima de sus películas.

Se ha llegado a tal grado de ensañamiento que, acabados de anunciar los esponsales, la cronista Dorothy Kilgallan publicó un artículo de escándalo en el que daba como una certidumbre que Frank Sinatra aprovecharía la ocasión de trabajar con Miss Kelly en el último film de su carrera artística, “High Society”, para añadir un nombre más a su larga lista de conquistas que acredita su fama de Don Joan. Y otro repórter, de desbordante fantasía ha llegado a afirmar que el viaje de Marlon Brando al Extremo Oriente tiene por objeto tratar de olvidar en exóticos ambientes el matrimonio de la mujer que verdaderamente le ha impresionado en su vida.

Esto, en lo que se refiere al mundo de Hollywood, pero más allá de sus confines, se habló mucho en otro tiempo de un “flirt” primaveral de Grace con el maduro Claude Charles Philippe, vicepresidente del Hotel Waldorf Astoria. Más adelante, causó grandes preocupaciones a su familia a causa de sus relaciones con Oleg Cassini, un casanovesco 

diseñador de modas, divorciado de Gene Tierney, que siguió a Grace en su viaje a Europa, en 1954. Los rumores de boda en esta, ocasión fueron, muy persistentes y se dice que mamá Kelly tuvo que hacer sentir todo el peso de su autoridad maternal para impedirla.

Y también es necesario mencionar al viudo de María Montez, J. Fierre Aumont, como protagonista de otro “flirt” en la dulce tierra de Francia, que quizá no fuera por parte de Grace más que una hábil diversión estratégica para lanzar a los periodistas sobre una pista falsa, pero del que, no obstante, quedó constancia gráfica en las revistas parisinas.

Otra, de las nubes que muchos temen venga a turbar la felicidad de los esposos es la compacta familia de los Kelly, de respetabilidad demasiado filadelfiana y de cohesión demasiado irlandesa. Todos los miembros del clan se hallan tan sólidamente trabados como las construcciones de ladrillos de John B. Kelly, senior, quien ha declarado sin ambigüedades: “Para nosotros los Kelly, la familia está, ante todo. Y eso continuará igual”. Y la madre, ex-profesora de cultura física, que quiere entrañablemente a su hija, en cuyos asuntos ha tratado de inmiscuirse varias veces por estimarla excesivamente independiente, pudiera perfilarse peligrosa como suegra, con este culto a la disciplina, reminiscencia de su germánico ancestro.

En cuanto al enamoramiento de Raniero, no todas las versiones son de novela rosa. Sabido es que su matrimonio se imponía como una necesidad, pues los monegascos se inquietaban por la falta de heredero.

Las grandes Casas todavía reinantes en Europa, prefieren reservar sus retoños en flor para celebrar ventajosos enlaces con naciones poderosas, que redunden en beneficio de su dinastía o de su pueblo. Una alianza matrimonial con el principado de la ruleta y “el treinta y cuarenta”, resultaba una inversión muy aleatoria por todos conceptos.

Por otra parte; los agobios económicos del principado agravaban las preocupaciones sentimentales de Raniero. El juego ya no rendía lo que antaño. Y una serie de arriesgadas especulaciones de desaprensivos financieros, había mermado considerablemente los caudales públicos, comprometiendo gravemente el crédito del Estado.

Verdad es que allí mismo, anclado en la rada de “La Condamine”, estaba el suntuoso yate –“Cristina” —el “Deo Juvante”, a su lado, no es más que un cascarón de nuez– desde el cual su dueño Sócrates dirigía todos los movimientos de una imponente flota petrolera de noventa y una unidades.

El todopoderoso multimillonario, principal accionista de la Sociedad propietaria del Casino de Monte-Carlo, no deseaba otra cosa que acudir en ayuda de Mónaco. Soñaba con convertir a Monte-Carlo en Las Vegas de Europa y hacer de Mónaco el centro en que convergiesen todos los radios de la gran rueda del petróleo.

Pero Raniero no simpatizaba con él. Varias veces le había hecho guardar interminables antesalas y, aunque los hombres de negocios cuando les conviene tienen epidermis de paquidermo, le habían dolido aquellos alfilerazos. Además, el príncipe temía quedar relegado a la categoría de un títere manejado a su antojo, por el astuto griego Decididamente, había que buscar auxilio en otra parte.

Entre tanto, el padre Tucker, con paciencia de benedictino y sutil tacto cardenalicio, iba tejiendo concienzudamente los hilos de su apretada trama. Este clérigo de faz bonachona y jocunda, oriundo de los Estados Unidos, conocía a la familia Kelly y había llegado al convencimiento de que sólo en América podía hallarse solución a aquella complicada crisis.

Después de haber desbrozado el camino consiguiendo el rompimiento de Raniero con Giselle Pascal, probablemente no fue ajeno a la primera entrevista con Grace, si bien el periodista francés, Fierre Galante, casado con Olivia de Haviliand, pretende ahora cosechar los honores de eminencia gris en todo este enredo.

Pero cuando el reverendo hizo gala de su refinado maquiavelismo, fue en la preparación, por medio de una intensa campaña publicitaria, del viaje de Raniero, quien recorrió las principales ciudades de la Unión, rodeado de la admiración de todas las “boby soxers” que alentaban una secreta aspiración a su mano, aunque acabaran por considerarse muy satisfechas con obtener su real autógrafo.

La jugada maestra consistió en la visita a la residencia de los Du Pont de Nemours, la familia franco-americana que ha construido un vasto imperio industrial en los Estados Unidos. Nada menos que diez herederas de distintas ramas de la acaudalada familia estaban en edad de contraer matrimonio, y todo el mundo dio por supuesto que el añoso tronco de los Grimaldi iba a revigorizarse con la savia joven de los Du Pont.

Pero en medio de la estupefacción general, muy bien fingida por parte del padre Tucker, Raniero ignoró cortésmente las blancas manos que se le ofrecían. Gracias a esta genial estrategia, nadie podría después tacharle de interesado cuando pusiese su corazón y su principado a los pies de la segunda hija de los Kelly, heredera de una fortuna de más modestas dimensiones. Y, sin embargo, para el Principado de Mónaco, que no es una potencia industrial en decadencia, que el poderío americano pudiera reanimar, el inmenso 

capital de los Du Pont sería mucho menos útil que la gracia, la belleza y la popularidad de la estrella 

hollywoodense, soberana ideal para una nación de lujo que vive de la lluvia de oro que sobre ella derraman los jugadores, los turistas y los “snobs” de todo el globo terráqueo.

En Grace Kelly va a encarnar, por fin, un sueño largamente acariciado por todas las mujeres de las clases altas, y aún medianas, de la gran república del Norte. Entroncar con la realeza europea. Es, al mismo tiempo, paradójicamente, una claudicación y un triunfo de la democracia.

Wallis Simpson fue la americana que estuvo más próxima a convertir este sueño en realidad, ciñendo nada menos que la corona imperial de Inglaterra. Pero había apuntado demasiado alto y tan sólo consiguió hacerla caer de las sienes de Eduardo VIII, con quien comparte desde entonces un dorado exilio y un título ducal. Bien poco para quien ambicionó tanto.

Por el contrario, Miss Kelly ha triunfado en toda la línea, y en virtud de legítimo matrimonio es a estas horas Alteza Serenísima y comparte con su esposo el trono de Mónaco.

Todas estas circunstancias explican que haya sido en los Estados Unidos donde las bodas de Grace y Raniero hayan despertado más férvido entusiasmo. Mientras la mayoría de los Estados monárquicos se han abstenido de enviar miembros de las familias reales, contentándose con hacerse representar por embajadores, generales y altos funcionarios, los americanos se han volcado en la Costa Azul y, desde San Rafael hasta San Remo (ya en Italia) no se oye hablar más que un inglés de los más variados acentos y las más caprichosas sintaxis, desde la esmerada corrección bostoniana al seco chasquido monosilábico de los texanos.

La ceremoniosa Inglaterra ha criticado a Grace por usar un ancho sombrero para su encuentro con el príncipe, ya que ocultar el rostro no es propio de una reina, sin comprender que es muy natural y hasta delicado, que una mujer, aunque vaya a ser reina, trate de acortar su silueta para emparejar más armoniosamente con su prometido.

En cambio, América agradece a Grace que haya encargado sus trajes de bodas a un modisto del Nuevo Mundo, cuya identidad ha sido tan celosamente guardada que, aún se discutía, al menos hasta hace poco, si se trataba de Miss Helen Rose, modista de la MGM o de Neiman Marcus, el más elegante establecimiento de Dallas.

En cuanto a Onassis, con gesto de gran señor que sabe perder, desde el alto puente de su yate, verdaderamente regio, hizo volcar una lluvia de pétalos de flores sobre el barco que trasladaba a la principesca pareja desde el “Constitution” hasta el puerto.

Por el momento, los pobres monegascos habrán tenido que contentarse con contemplar de lejos a su soberana, al entrar en la Catedral y al trasladarse a la capilla de Santa Devota para hacer ofrenda del ramo nupcial a la Santa Patrona de Mónaco. Faltaba espacio y los mejores puestos fueron reservados a los extranjeros que lo invadían todo. Hasta la Agencia Tass, de Moscú, pidió varias tarjetas de prensa.

Y así, en este ambiente, abigarrado y carnavalesco si se quiere, pero deslumbrante de luz y colorido y desbordante de animación, como una superproducción cinematográfica, el príncipe de Mónaco y la estrella de Filadelfia habrán unido sus destinos, y el pequeño principado respirará tranquilo esperando confiado el advenimiento de un heredero y con la ilusión de convertirse en un Hollywood mediterráneo por obra y gracia del magnífico pleno acertado por un soberano en la ruleta del amor, con la eficaz bendición del reverendo Francis Tucker.

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