Por Iraida Yocham Añorga
“DEDICADO A LA MEMORIA DE MI AMADO ESPOSO EL REV. MARTÍN N. AÑORGA
Esta historia de amor que hoy intento escribir no salió de mi imaginación, ni de ningún libro. Simplemente fui testigo de ella.
El amor Dios lo derramó en nosotros y en toda criatura viviente, y es parte de nuestros instintos.
Así pues, hace ya varios años, la tía Gisela, que en paz descanse, tuvo el hermoso gesto de regalarme varios pajaritos, y entre ellos había dos pequeños finches preciosos, con sus piquitos rojos. Siempre me llamó la atención ver como, dentro de la jaula, comían juntos, bebían juntos y no se separaban ni para dormir … se pegaban el uno al otro y se dormían envueltos en ese calorcito mutuo, buen ejemplo para las parejas de hoy que desaprovechan esa linda intimidad.
Me acostumbré a mirarlos siempre así y asumí que como estaban solitos en la jaula, sin otra compañía, pues era lo normal.
Un día, por la ventana de la cocina, miré la jaula que colgaba en la terraza y noté con horror que el machito se había salido de la jaula por una separación de los barrotes. El pobre pajarito revoleteaba desesperadamente alrededor, tratando de entrar, pero no encontraba la forma de hacerlo. Yo me acerqué con cuidado y con la gran duda de qué hacer, pues si abría la compuerta, la hembrita se iba a escapar también. Era tanta la angustia de aquellos enamorados que no dudé más y abrí la puertecita y me alejé, pues entendía que ellos vivían para estar juntos para siempre. Para mi gran sorpresa, el caballero entró y aquel encuentro fue algo inolvidable: no dejaban de besarse. ¡Se decían montones de cosas en su idioma …, yo no pude evitar que mis ojos se humedecieran un poquito!
La historia no termina aquí. Pasó el tiempo y todos mis pajaritos se procrearon a tal punto que se les construyó un grande y hermoso aviario con todas las comodidades para toda la colonia.
Esta parejita protagonista nunca llegó a tener hijos y la mezclé en el aviario con los demás finches; pero ellos nunca, nunca cambiaron su estilo de vida pese a toda la actividad que había a su alrededor, (otro buen ejemplo para las parejas de hoy). Así pues, llegaron a su ancianidad y los moví a una hermosa jaula dorada que mi mamá me regaló por mi cumpleaños, decidiendo que aquel iba a ser “el hogar de retiro” de esta pareja. Ya el anciano tenía dificultades al comer pues el piquito superior se fue para un lado y el inferior para el otro, por lo que su pajerita le ponía su comidita en la boca para que tragara, y así lo hacía a diario, hasta que un día amaneció muerto su esposo; pero ella no se separaba de su lado, lo besaba y lo besaba una y otra vez …
Yo entonces tomé un bonito estuche acrílico transparente, que era de un reloj, y envolví el cuerpecito en un plástico y lo deposité en aquel improvisado ataúd y lo puse en el congelador. Sí, en el congelador del garaje porque quise esperar hasta que llegara el día en que ella muriera. ¿Acaso no se habían ganado el derecho de descansar juntos? A los pocos días ella murió y luego que los puse en el estuche, me quedé meditando en el gran testimonio de esta pareja, y no los enterré enseguida. No sé porqué; pero en aquel entonces, en 1992, pasó por Miami el huracán Andrew, y pasaron otros también, que no vale la pena mencionar; pero yo nunca olvidé el amor de estos dos.
Nuestra casa fue arreglada después del huracán y había un área que iba a ser rellenada junto a la entrada de la sala. Con toda devoción y con el respeto que aquellas criaturitas merecían, deposité el estuche con sus cuerpecitos congelados en aquella área que iba a ser rellenada de cemento y si alguna vez tengo la dicha de que me visites, tus pasos serán un saludo para estas criaturitas tan pequeñitas y a la vez tan grandes en el amor…en ese amor que vive por toda la eternidad…!
(Miami, Florida, 14 de febrero del 2007)
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