Por Joseph Millard (1954)
Pocos hombres parecían más inofensivos que el miope y ya maduro repórter Karl Decker cuando llegó a La Habana en plena guerra de Independencia con la misión de rescatar a Evangelina Cosío de Cisneros, condenada a veinte años de prisión y encerrada entre los muros de la vetusta Casa de las Recogidas. Sin embargo, con los dos cómplices decididos y una escalera…
En un instante, Karl Decker, corresponsal del “Journal” de New York, en la turbulenta Habana de 1897, sintió que se desvanecían sus entusiasmos de héroe romántico. Apresuró el paso por la calle de Egido, imaginándose que los dos agentes del Orden Público que caminaban en la misma dirección lo venían siguiendo. Instintivamente se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que no había olvidado su revólver, mientras recordaba las palabras de Tom Mallory, advirtiéndole que no se dejara detener porque había oído rumores de que los españoles habían restablecido las viejas cámaras de tortura de la Inquisición en los calabozos del castillo de Atarés. Se refugió a la sombra de una gran puerta, experimentando un gran alivio cuando los del Orden Público le pasaron por delante sin advertir su presencia.
Cuando se repuso del sobresalto no pudo menos que preguntarse por qué había aceptado la arriesgada misión, por qué tenía que estar en La Habana y tal vez morir por William Randolph Hearst y el “Journal”. En realidad, su verdadera profesión era la de periodista y no la de héroe; de periodista redactor de noticias políticas. ¿Qué necesidad tengo, se dijo, por último, de ir a parar a un calabozo español por una mujer a la que nunca he visto y cuya lengua ni siquiera entiendo?
La escena en que se decidió su viaje a Cuba acudió a su memoria. Por la mañana recibió un telegrama en su despacho de Washington D. C. en la que el editor del “Journal” lo citaba en su casa particular para esa noche, recomendándole al mismo tiempo que guardase la mayor reserva sobre la invitación.
Esa noche los dos hombres se reunieron en la biblioteca y mientras apuraban el high-ball, el editor le dijo:
–“Supongo Karl, que habrás leído las informaciones sobre Evangelina.
–¿Quién no?
Prácticamente en los Estados Unidos, todo el mundo estaba al tanto de las vicisitudes de la bella cubana que había preferido la muerte a la deshonra. Gracias al “Journal”, el nombre de Evangelina Cosío estaba en todos los labios. Su vida y desventuras constituían la más significativa, la más candente actualidad desde el incendio de Chicago.
Evangelina, una joven de diecisiete años había seguido a su padre a Isla de Pinos, después que lo condenaron por conspirar en pro de la independencia de Cuba. A poco tuvo la triste suerte de atraer las miradas del coronel José Berriz, comandante de la prisión, que por espacio de semanas trató infructuosamente de seducirla. Finalmente, en la noche del 28 de julio de 1896 decidió satisfacer su capricho empleando la fuerza. Violentamente penetró en la habitación que ocupaba Evangelina y si no pudo realizar sus propósitos fue por la rápida intervención de algunos presos que acudieron en auxilio de la muchacha, antes de que interviniesen los guardias de la prisión afectos a Berriz.
El incidente provocó gran agitación en la penitenciaria. Los presos, demasiado importantes desde el punto político para que pudieran ser fusilados, comenzaron a pedir insistentemente no sólo el relevo de Berriz, sino que lo juzgaran por su frustrado asalto a la virtud de la señorita Cosío, amenazando con revelar todos los escandalosos detalles a los periódicos americanos, en caso de no ser atendidos.
El Capitán General Weyler, gobernador militar de la isla de Cuba, se encontró en una situación verdaderamente embarazosa. Su administración había provocado muy duras críticas en el extranjero, para soportar las que pudieran surgir a consecuencia de la triste hazaña de Berriz, que además de ser uno de sus auxiliares favoritos, era sobrino del primer ministro de la corona española. Lo único que se le ocurrió para darle una salida al nuevo problema, fue ordenar la detención de Evangelina acusándola de haber intentado asesinar a Berriz.
Con insinuaciones impropias, declaró el general Weyler, la señorita Cosío atrajo al coronel Berriz a su casa de infamia, donde lo esperaban varios asesinos. El coronel aparentó que se rendía a los encantos de Evangelina, pero lo que hizo fue preparar una trampa. Sin embargo, estuvo a punto de perder la vida a causa de la lentitud con que actuaron sus hombres.
En consecuencia, Evangelina pasó un año en la Casa de las Recogidas, prisión habanera destinada a las mujeres más depravadas y viciosas, mientras Weyler con el mayor cuidado llevaba adelante su acusación ante los tribunales, ofreciendo al mismo tiempo el indulto a varios criminales a cambio de que declarasen que la joven además de llevar una vida disoluta, conspiraba contra España. El juicio, en suma, fue una farsa que culminó en la condena de la infortunada muchacha.
Weyler se frotaba las manos satisfecho de la solución que le había encontrado al problema. Hasta ese momento la combinación le había salido a las mil maravillas, pero he aquí que inesperadamente entró en escena Eugene Bryson, corresponsal del “Journal” en La Habana, que habiendo cogido al vuelo algún que otro comentario en las esferas oficiales, sospechó que había algo turbio en el asunto. En consecuencia, se las arregló para tener una entrevista con Evangelina en la propia Casa de Recogidas y, el 17 de agosto de 1897 el periódico que representaba publicó en New York todo lo sucedido, provocando tormentas de indignación.
La descripción que hizo Bryson de la virginal Evangelina encerrada en un fétido calabozo y mostrando en las muñecas las huellas de las esposas y en el rostro las líneas del sufrimiento, fue una obra maestra de literatura periodística que tuvo la virtud de provocar una violenta reacción por parte de los lectores del “Journal”, en el sentido de exigir que se interviniera en su favor. Damas y caballeros prominentes enviaron cablegramas a la reina María Cristina y al papa León XIII pidiendo la libertad de la señorita Cosió.
El “Journal”, en tanto, vio aumentar su circulación en una medida fabulosa.
Weyler, arrebatado por la furia, hizo salir a Bryson de Cuba y mandó al “Journal” una relación amañada de los hechos, presentando a Evangelina como mujer de pésima reputación y de escandalosa vida. Informes de esta misma índole fueron transmitidos a Europa. Con lo que se logró evitar la intervención del Santo Padre.
–¿Sabe usted, Karl, la sentencia que han dictado contra Evangelina Cosío?
Antes de que el repórter pudiera contestar el editor continuó:
– Veinte años en Ceuta. ¡Veinte años! ¡Ni aún los hombres más fuertes son capaces de sobrevivir a cinco años de encierro en ese infierno africano! En otras palabras, esa sentencia constituye un asesinato. ¡Pero qué clase de información Karl…! ¡Qué clase de información…! Y además duplicaremos la circulación del “Journal” que actualmente es asombrosa.
No veo cómo la vamos a duplicar.
–Yo sí, Karl. Hemos fracasado en el empeño de salvar a esa muchacha por medio de la opinión pública y ahora sólo nos queda una posibilidad.
–¿Qué posibilidad?
–Demostrarle al mundo que el “Journal” termina cuanto comienza. Usted va a ir a Cuba y usted sacará a Evangelina Cosío de su calabozo.
Karl lo miró asombrado diciendo al propio tiempo:
–¿Qué voy a ir a La Habana? Espere un momento. No soy más que un repórter político que nada sabe de calabozos ni de rescatar muchachas. Sólo he estado dos veces en La Habana y ni siquiera hablo español.
-Eso es lo mejor, Karl. Los españoles no sospecharán de usted cuando vaya a ocupar el puesto dejado vacante por Bryson. Puede buscarse un intérprete y cuantos auxiliares necesite. No hay límite para los gastos. Todos los recursos del “Journal” estarán a su disposición. Tráiganos a Evangelina y de la noche a la mañana será el repórter más famoso del mundo.
Cuatro días más tarde Karl Decker se encontraba en La Habana, que se había convertido en un campamento lleno de soldados españoles que odiaban y sospechaban de todos los americanos. Decker no sólo tenía que burlar a estos hombres, sino evitar a toda costa que los representantes de los periódicos rivales del “Journal” se imaginaran la verdadera finalidad de su viaje
Después de un recorrido por la ciudad y de cambiar impresiones con sus compañeros en el periodismo le pareció que sus posibilidades de éxito eran en extremo remotas por no decir imposibles.
Decker se hospedó en el Hotel Inglaterra donde se alojaba la mayoría de los corresponsales extranjeros, que le hicieron un cálido recibimiento, imponiéndolo además de la situación imperante en la capital. Durante la noche conoció a varios cubanos y americanos que pensó podrían serle útiles para transmitir informes secretos sobre sus actividades. Todos, como pudo fácilmente comprobar, odiaban la opresión española y por lo tanto podía considerarlos como aliados potenciales.
A los pocos días de estar en La Habana, el periodista comenzó cautelosamente a desarrollar sus planes. Ante todo, necesitaba darle un vistazo a la prisión por dentro y, si era posible, hablar con la propia Evangelina. El empeño era sumamente difícil. Después de la intrépida hazaña de Bryson, el alcaide de la prisión estaba decidido a estrangular con sus propias manos a cuantos reporteros se le pusieran delante. Pero Don José tenía una costumbre, dormir la siesta, que por nada del mundo alteraba.
Decker escogió precisamente la hora de descanso del alcaide para hacer su primera visita a la Casa de las Recogidas, cuyos muros macizos y sus ventanas con gruesos barrotes, enfriaron sus mejores entusiasmos. En el piso bajo había una puerta de recia madera y sólo dos ventanas; las otras se hallaban a no menos de treinta y cinco pies sobre la calle. Observando la sórdida construcción, el periodista se dijo que por la fuerza resultaba de todo punto imposible el rescate de la prisionera.
El hombre que respondió a su llamada abriendo la pesada puerta, tenía un aspecto rudo, imponente, malhumorado, pero cambió de expresión cuando vio a Decker sacar algunas monedas. Ya en un plano más amigable, el periodista se arriesgó a decirle:
—Solamente quiero hablar con la Cosío un momento y como no entiendo español usted o cualquier otro puede servirme de intérprete y verá que nada voy a decir que pueda traerle dificultades con Don José.
Los billetes que deslizó en la mano del portero cambiaron como por arte de magia la situación. Momentos después Karl lo seguía acompañado de un intérprete a través de la sombría Sala de Justicia, saliendo a un corredor a cuyos lados se abrían las rejas de las celdas.
Cuando vio a Evangelina en una celda grande en la que se hallaban numerosas presas comunes, sintió la misma indignación que había animado a Byrson cuando escribió las informaciones que le costaron la salida de Cuba. La señorita Cosió tenía una figura menuda, graciosa. Lucía delgada y pálida. Sus grandes ojos hacían resaltar su belleza. Se advertían sus esfuerzos por mantenerse aseada en franco contraste con sus compañeras de encierro, que parecían complacerse en la suciedad de sus harapos.
Karl comenzó la entrevista con preguntas anodinas mientras estudiaba al intérprete. Finalmente, después de poner en sus manos otro billete se arriesgó a pedirle:
—Dígale que no desespere. Que tiene amigos que no la abandonan.
El periodista se dio cuenta de que Evangelina había comprendido la intención que encerraban sus palabras, cuando la joven le sonrió y tomándole una mano hizo ademán de besársela en prenda de agradecimiento. Más animado, Decker agregó a través de su intérprete.
—Pronto tendrá noticias. Le ruego que esté preparada para recibirlas.
Un momento después Karl volvía sobre sus pasos, no tardando en
hallarse en la calle. Apenas había caminado una cuadra cuando el intérprete alcanzándolo le dijo:
–Creo que puedo serle útil y debe confiar en mi discreción. Me llamo Ramón González. Llámeme cuando me necesite.
Karl le dio otros billetes y apresurando el paso se alejó de la cárcel, pareciéndole que a fin de cuentas su misión no estaba tan fracasada como había creído en los primeros días de su llegada a La Habana. Después de haber visto a Evangelina detrás de las rejas y en compañía tan repulsiva, se dijo que haría cuanto humanamente fuera posible para librarla de su triste suerte.
Esa noche, después que se separó de sus compañeros, redactó unas breves líneas en clave para el “Journal” dándole cuenta de la entrevista y enseguida comenzó a estudiar el plan para llevar a cabo el rescate de la infortunada joven. En primer término, consideró la prisión como una fortaleza inexpugnable. Por lo tanto, no podía pensarse en un acto de violencia, tanto más cuanto que a los guardianes de la Casa de Recogidas había que agregar la guarnición del Arsenal que no estaba lejos y las barracas de los agentes del Orden Público en la calle de Compostela. Cualquier alarma que partiese de la prisión atraería inmediatamente considerables refuerzos.
Pasaron varios días sin que diera un paso de avance. Sin embargo, poco a poco, pudo contar con los auxiliares que necesitaba. El primero que se sumó a su empresa fue un irlandés que había sido periodista, Tom Mallory, enamorado de la aventura, y enemigo de los españoles. El segundo, Miguel Hernandón, más conocido por Mike, era un patriota cubano, un hombre que no parecía tener nervios y que contaba con relaciones muy importantes. Cuando discutieron con toda franqueza el asunto, Hernandón se apresuró a decirles:
—Lo peor del caso es que tenemos que actuar sin demora. En realidad, disponemos de muy poco tiempo, porque según mis noticias la señorita Cosío será embarcada para Ceuta en el próximo barco. Weyler quiere sacarla de aquí cuanto antes para evitarse más problemas.
Mallory dijo que necesitaban armas y se comprometió a conseguirlas, asegurando que tan pronto, como las autoridades sospecharan de ellos, estarían constantemente en peligro y que era preferible morir defendiéndose que dejarse encerrar en los calabozos de Atarés. Por último, quedó encargado de alquilar una habitación en un sector de la ciudad donde los agentes del Orden Público no contasen con simpatizantes y en el que pudieran reunirse para organizar la acción.
Le vida de Decker se fue complicando. A las reuniones para combinar el plan de rescate se sumaban los esfuerzos que tenía que hacer para escribir diariamente informaciones para el “Journal” sobre los acontecimientos que se iban desarrollando en la isla estremecida por la revolución y, al mismo tiempo, evitar toda sospecha por parte de sus compañeros y de las autoridades españolas acerca de su verdadero propósito.
Llegaron a la conclusión de que era imposible demorar por más tiempo el rescate. Hernandón anunció que don Carlos Carbonell, miembro de una familia de banqueros, había ofrecido esconder a Evangelina hasta que llegase el momento en que pudieran embarcarla para los EE.UU. Mallory consiguió un cochero que se comprometió a esperarlos con su carruaje a poca distancia de las Recogidas, para llevar a la joven a lugar seguro, tan pronto Karl lograra sacarla de su celda.
Al mediodía, armado con un revólver y dispuesto a todo, el periodista volvió a la cárcel de mujeres. Iba resuelto a obligar a don José a que sacase a Evangelina de la celda y la llevase a la Sala de Justicia con el pretexto de hacerle una entrevista y, aprovechando el instante que le parecía oportuno, sacar su revólver y abrirse paso hasta la calle con la prisionera.
El audaz proyecto fracasó en sus inicios. El guarda que le abrió Ia puerta no era el mismo que le franqueó la entrada en la ocasión anterior. Apenas supo el motivo de su llamada le dijo cerrándole la puerta violentamente:
–El que lo recibió la vez anterior ha sido castigado severamente. Evangelina está incomunicada y no recibe visitas.
Decker se quedó en la acera desconcertado. Dio varios golpes en la puerta para que le abriesen de nuevo, pero no obtuvo respuesta. Cabizbajo se retiró del lugar y aún no había caminado una cuadra cuando lo detuvo el intérprete ofreciéndole hacer llegar a Evangelina cualquier mensaje que quisiera enviarle. Karl lo citó para el día siguiente con objeto de consultar con sus cómplices si debían o no utilizarlo.
Los conspiradores celebraron una conferencia que tuvo marcadas tonalidades pesimistas. Mallory, que tenía ideas bastantes peregrinas, propuso que hicieran estallar una bomba de dinamita junto a una de las paredes de las Recogidas para abrirse paso y rescatar a la muchacha.
La idea fue rechazada prontamente, en primer lugar, porque se exponían a que la explosión hiciera víctimas inocentes y además porque ignoraban en qué parte del edificio se hallaba la celda a la que habían trasladado a Evangelina, aparte de que el estruendo de la máquina infernal pondría conmoción a toda la ciudad, atrayendo grandes contingentes de tropas. Se acordó, en suma, escribirle a la señorita Cosío por mediación del intérprete, encargándose Hernandón de redactar la breve carta, pidiéndole indicara el lugar de la prisión en que se hallaba recluida y al mismo tiempo que estuviese preparada para cualquier “feliz eventualidad.”
Al día siguiente recibieron la respuesta de Evangelina. Su mensaje redactado en elegante español llenaba dos páginas y se completaba con un mapa del interior de la prisión en el que señalaba el lugar preciso en que se hallaba. Su celda aparecía indicada en el segundo piso del edificio. Tenía una sola ventana que se abría sobre la azotea y no podía verse desde la calle debido a un alto muro que rodeaba toda la parte superior del vetusto edificio.
El plan que les proponía Evangelina también fue rechazado. Quería que le mandasen opio o morfina para hacer dormir a las presas que se encontraban en la misma celda y al vigilante de guardia junto a la reja interior. Pedía además dulces que le sirvieran para darles la droga sin que lo advirtieran. También solicitaba un ácido para limar los barrotes de la ventana y una soga lo bastante larga para deslizarse desde la azotea a la calle.
Como el plan de Mallory, el de Evangelina también fue rechazado. Los conspiradores llegaron a la conclusión de que la muchacha lo único que lograría con el ácido sería quemarse las manos. Sin embargo, estuvieron de acuerdo en que la ventana sobre la azotea tenía una posibilidad que debían tener muy en cuenta.
Hernandón recordó haber visto una casa desalquilada en un costado del edificio de las Recogidas. Pensando que tal vez pudiera serles útil salió para cerciorarse, regresando al cabo de una hora con las llaves del inmueble, anunciando que lo había alquilado. Era una construcción de dos pisos, cuya azotea quedaba aproximadamente al mismo nivel de la azotea de la cárcel, de la que estaba separada por un callejón sumamente estrecho.
Al día siguiente los conspiradores se trasladaron a la casa, comprobando que estaba en inmejorables condiciones para la realización de sus fines. Hernandón sugirió la posibilidad de cruzar el callejón de azotea a azotea tendiendo una especie de plancha.
Mallory se opuso aduciendo que apenas viesen carpinteros trabajando en la azotea despertarían las sospechas del vecindario. Era preciso recurrir a otros medios que no llamasen la atención. La plancha, en consecuencia, fue sustituida por una larga escalera de mano la más larga que encontraron en la ciudad, con objeto de que pudiera ser tendida entre ambas azoteas en el momento preciso y retirada inmediatamente después. Hernandón se encargó de conseguirla y la hizo llegar conjuntamente con los muebles de oficina que compraron con objeto de que no llamase la atención de los vecinos el hecho de que en la casa no hubiera mujeres.
Mientras ultimaban los preparativos del rescate, los conspiradores arreglaron los muebles como si en efecto se tratase de una oficina comercial. Lo hicieron con la puerta y la ventana abiertas, como quienes nada tienen que esconder. En tanto Hernandón volvió a escribirle a Evangelina, pidiéndole que estuviera alerta a medianoche y lo más cerca posible de la ventana. González trajo la respuesta. La muchacha anunciaba que estaría en condiciones de hacerle frente a cualquier eventualidad y que fingiendo un terrible dolor de muelas había conseguido del médico de la prisión un frasco de láudano y que desde hacía dos o tres noches mezclaba cierta cantidad con el café para hacer dormir al centinela y a sus compañeras de encierro. Esta noche, terminaba diciendo, los haré dormir profundamente. No despertarán hasta mañana.
Con una escalera de doce pies de largo que representaba el ancho justo de la calle, los conspiradores consideraron que tenían resuelto el paso de una azotea a la otra. Esa noche esperaron a oscuras y en el mayor silencio que todos los vecinos se retirasen a dormir. Finalmente, a la una y treinta la familia de la casa contigua cerró los balcones yéndose a dormir.
Media hora más tarde, Karl y sus amigos subían a la azotea, tropezando con una imprevista contrariedad. La luna estaba en todo su esplendor. Esforzándose por no hacer ruido, colocaron la escalera comprobando que desde su azotea al parapeto de la prisión solo quedaban como punto de apoyo tres o cuatro pulgadas. El paso resultaba en extremo riesgoso, pero como no había tiempo que perder, Hernandón se dispuso a darlo. Sus amigos agarraron la escalera por un extremo, mientras el intrépido patriota continuaba avanzando.
De pronto hizo un movimiento que desvió la escalera haciéndole perder su punto de apoyo en el parapeto de las Recogidas. Karl y Mallory creyeron que iba a estrellarse contra la calle y con dificultad ahogaron un grito, pero Hernandón logró agarrarse al extremo del parapeto y saltar a la azotea, no sin derribar dos o tres ladrillos que hicieron gran ruido al caer sobre la acera.
Hernandón se acostó en la azotea protegido por el muro y sus compañeros retiraron precipitadamente la escalera haciendo lo mismo, de modo que cuando los vecinos se asomaron, sólo pudieron ver los ladrillos y, tranquilizados cerraron nuevamente puertas y ventanas.
Una vez restablecida la calma, volvieron a colocar la escalera pasándola Karl, mientras Hernandón y Mallory la sostenían por sus extremos. Poco después todos se reunían en la azotea de la prisión y caminando a gatas llegaban a la ventana de la celda. Evangelina los esperaba con los nervios tensos y próxima a un ataque de histeria. La tranquilizaron mientras comenzaban a aserrar uno de los barrotes.
A medida que avanzaban en su trabajo, más difícil se les hacía imaginarse que nadie los oyera. El barrote era más grueso y más resistente de lo que se habían imaginado y comenzaba a despuntar el día sin que hubiesen acabado de cortarlo.
Aguijoneados por el temor a la claridad, los tres hombres resolvieron jugarse una última carta y, uniendo sus fuerzas tiraron del barrote hasta doblarlo. El espacio que lograron abrir no era muy grande, pero Evangelina con un supremo esfuerzo pudo pasarlo saliendo a la azotea- ¡amanecía el 7 de octubre de 1897 y Evangelina Cosío se hallaba gracias a Karl Decker y al “Journal” en la mañana de su liberación!
Si para los hombres había sido difícil cruzar de azotea a azotea, para Evangelina Cosío la empresa fue todavía más riesgosa. Hernandón pasó primero y haciendo prodigios de equilibrio se sostuvo en un extremo para ayudar a la muchacha en el peligroso cruce. Los otros dos la siguieron, retirando la escalera inmediatamente después.
Apenas estuvieron en el interior de la casa tomaron una copa de brandy, resolvieron separarse enseguida. De acuerdo con el plan convenido, Hernandón hizo subir a Evangelina al coche que había dejado a tres cuadras de distancia, conduciéndola a la residencia del banquero Carbonell, mientras los otros se iban a pie por distintas calles.
Karl se sentía débil pero eufórico. Durante todo el día no pudo dormir. La tensión de sus nervios era tanta que creyó iba a necesitar el auxilio de un médico. Al pasar de las horas se calmó, encontrándose por la noche en condiciones de hacerle una visita a Evangelina. No fue a verla, sin embargo, porque a corta distancia de la casa de Carbonell se encontró con Hernandón, quien lo hizo desistir apuntando la posibilidad de que pese a sus precauciones alguien pudiera seguirlo.
Hernandón por otra parte le explicó que Evangelina embarcaría el próximo sábado para los Estados Unidos a bordo del “Seneca” y, riéndose le contó su última aventura. Después que dejó a la joven en el refugio que le habían buscado, siguió con el coche para devolvérselo a su dueño, teniendo que dejar plantados a dos individuos que confundiéndolo con un cochero de alquiler pretendieron que los llevase en el
carruaje.
En tanto, la noticia de la fuga de Evangelina comenzó a circular por la ciudad, provocando los comentarios más variados y haciendo que la policía registrase cuanta casa se le había hecho sospechosa. Carbonell para tranquilizar al reporter, le envió un hombre de confianza, asegurándole que la policía no podría encontrar a la muchacha, la que iría sola al muelle para embarcar como tenían convenido.
En New York, al mismo tiempo, el “Journal” ansioso de contar su nuevo triunfo, dejó traslucir algo de lo ocurrido en La Habana, dando lugar a que el ministro de España en Washington telegrafiase algunos detalles del hecho al general Weyler. Karl, en consecuencia, se encontró inmediatamente sometido a una vigilancia que por momentos se hizo más difícil de burlar, mientras que una nube de detectives trató de encontrar pruebas para proceder a su arresto. Por suerte su habilidad era tan escasa que no lo consiguieron.
A la persecución policíaca se unió para desmayo de Karl Decker la insistencia de sus compañeros periodistas para que les diese detalles de la hazaña. No pudo complacerlos, pero los contentó con promesas y high-balls. El sábado, Karl bien seguro de que había burlado a los que le seguían, se situó cerca de la casa de Carbonell. Cuando Evangelina salió, no pudo reconocerla en los primeros momentos. Iba vestida como un jovencito y ocultaba sus cabellos con un sombrero de hombre. Carbonell apareció después tomando la misma dirección de los muelles. El periodista los siguió a discreta distancia.
Ya en el muelle, Evangelina tuvo un momento de peligro. El viento le levantó el sombrero dejando al descubierto sus cabellos. Karl apretando su revólver corrió hacia ella pero la muchacha dando una prueba de serenidad, se volvió a calzar el sombrero, antes de que los que transitaban por el lugar pudieran darse cuenta de que tenía una linda cabellera. Al atardecer, Karl sentado en una mesita del Café de Luz, vio deslizarse al “Séneca” por la salida del canal. ¡Evangelina Cosío viajaba hacia la libertad! Karl escapó en el Panamá, veinticuatro horas después.
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