Por Don Galaor (1951)
Ha traído con ella a sus mellizos. Tongolele está en La Habana, y ha traído a sus mellizos. Bajó del avión con ellos en brazos. Con tres meses de nacidos, los hijos de la popularísima bailarina tahitiana hicieron su primer viaje en avión a nuestra capital.
Si uso la pregunta a Tongolele cómo nació el romance que la hizo madre de estos pequeñuelos, ella fruncirá los labios en una sonrisa triste y dirá:
–¿Para qué hablar de eso?
Y si uno insiste diciéndole:
–Pues para saciar la curiosidad del público que la admira a usted. Para que cada cual sienta en su propia sensibilidad lo que ese romano le haya proporcionado de felicidad o angustia…
Tongolele entornará los ojos y dirá con más convicción que enfado:
–Fue un amor de verdad. Me enamoré y sentí que era correspondida. Por eso cuando me propuso matrimonio no vacilé y acepté. Un día le dije que me gustaría tener un hijo suyo. Y provoqué con esas palabras nuestra primera desavenencia.
Habla muy bajito. Con un acento de íntima melancolía. El lenguaje se le dificulta porque nació americana y creció en las Islas, y no habló español hasta que fue mayor y se instaló en México.
Pero como sabe lo que quiere decir, las palabras no importan. Lo que importa es lo que ella siente cuando habla.
–Cuando volví a tratarle del tema, su enfado fue definitivo. Esto me decepcionó y se hizo presente en mí el amor maternal, mientras sentía como se desvanecía mi afecto hacia él. No estaba segura de que sería madre o no. Solo había en mí el deseo de ser madre. Y este deseo me dio coraje para decirle francamente:
–Si no hemos de tener un hijo, lo mejor es terminar.
–¿Y él que dijo a eso?
–Se fue. Creo que está por Suramérica. No sé. Ni me importa. Cuando pasó el tiempo y me supe en camino de ser madre, pedí el divorcio, para que mi hijo naciera mío. Nada más que mío.
–¿Cuándo supo que eran dos y no uno?
–A los siete meses, a los 8 los di a luz. Los bauticé 24 horas antes de tomar el avión que nos trajo a La Habana.
–¿Cómo se llaman?
–Rubén y Ricardo. Yo esperaba que me naciera una niña. Le tenía escogido ya el nombre: Lellani, un nombre que había oído mucho en las Islas. ¿No ve usted que toda la ropa es rosada?
–En efecto, ya lo había observado.
–Pero me nacieron dos varones. Y los quiero míos. Nada más que míos.
Y ya no será posible que Tongolele agregue un detalle más a la historia de amor frustrada que fructificó con el doble nacimiento.
El lunes debutó en el teatro “Nacional”.
Como en Ciudad México. Como en New York. Como en Acapulco para citar las tres ciudades donde la vi bailar, el público la observa sin perder un movimiento de sus caderas.
–Yo bailo desde que aprendí a caminar, dice.
Como nació en el estado de Washington, y sólo tenía tres años cuando la llevaron a las Islas, es fácil presumir que aprendió a caminar y a bailar a la vez, allá, en una pequeña isla del archipiélago, llamada Tahití, las islas que rodean a Tahití semejan puntos de íes en el amplio mapa que tengo extendido sobre mi mesa. Desde San Francisco de California hasta la misma isla de Tahití hay una distancia de 6847 kilómetros.
Cuando ella ve el mar, piensa en voz alta: –Me recuerda las islas…
Cuando pasa por extensas zonas cultivadas, exclama con emoción:
–¡Igual que en las islas!
Por eso quizá, porque aprendió a caminar y a bailar a la vez frente al mar, mar de tifones y tempestades gigantescas, lleva en sus caderas el ritmo de onda de la ola.
De cuerpo pequeño, pero armoniosamente formado, de piel brillante y cara bellísima en la que contrasta, sobre el bronceado color, la transparencia felina de sus ojos verdes, viéndola bailar, viéndola moverse, ondular, mecerse al compás del tam tam de las tamboras, se comprende la exaltación casi fanática que provoca en el público.
De una entrevista anterior, recuerdo este diálogo que sostuve con Tongolele en Acapulco.
–Leí en alguna parte que usted se llama…
–Yolanda Montes.
–¿Es su nombre real y verdadero?
–Sí.
–¿Hija de español, de cubano, de mexicano…?
–De español y americana
–¿Y nació usted Yolanda…?
–Yo nací en Estados Unidos–en Washington, acaba de decirme ahora–, pero de muy niña me llevó mi madre a las islas porque allá tenía toda su familia.
–¿Qué recuerdo conserva de la isla?
–El más bonito. El que perdura por toda la vida. El recuerdo de que fui niña.
–¿Tanto tiempo hace que dejó de serlo?
–Se deja de ser niña cuando nos hiere el primer dolor.
–¿Y cuál fue su primer dolor, Yolanda?
–El que sentí cuando tuve que dejar las islas.
–¿Por qué las dejó?
–Porque sabía que había más mundo que aquel pequeño rincón paradisíaco y quería conocerlo. ¡Pero siempre pienso en regresar!
–Los aplausos, ¿no la hacen feliz?
–¡Mucho!
–¿Y el dinero?
–Aquí, sí. Es parte de este mundo. Allá en las islas, apenas lo conocí. ¡No me hacía falta!
–¿A qué vino usted realmente a este mundo de dinero?
–Mi madre me trajo a Estados Unidos para completar mi educación. Pero las cosas no siguieron como habíamos calculado y hubo necesidad de trabajar. Yo sabía bailar. Era algo que había aprendido en las islas. Y probé… lo demás lo saben todos.
Ahora al llegar a La Habana, lo primero que quiso hacer fue nadar.
–¿Se puede nadar en La Habana? –preguntó.
–Podrá usted nadar hoy mismo si quiere–le dije–. El Hotel Nacional tiene piscina. ¿Quiere nadar hoy mismo?
El pequeño que llevaba en brazos lloró como si protestara. Veníamos en el mismo automóvil, del aeropuerto para el hotel.
El llanto del crío la hizo volver a la realidad.
Y dijo:
–Será mejor mañana.
–Pues mañana le daremos la información para que disfrute de la piscina.
–Encantada.
Escribo estas impresiones días antes de que Tongolele haya hecho su presentación en el escenario del teatro “Nacional”.
Lo nuestro no fue, propiamente dicho una entrevista. Hablamos lo necesario en el automóvil. Otro poco mientras Charlie Seiglie hacía maravillas con su lente mágico.
De ella se sabe todo. Desde que hizo su aparición en los escenarios de México, Tongolele es tema obligado de crónicas y reportajes.
Ahora si he de ajustarme a algunos ensayos que le vi, sus bailes han evolucionado hacia lo afro, influido por los ritmos que imperan en México, llevados e impuestos por artistas cubanos. En sus ojos claros, en el color canela de su piel que brilla al chocar con el reflector ámbar como si fuera de seda, en el rictus de su boca que vibra de ansiedad cuando baila.
En toda ella, en la convulsión de sus caderas, en la cadencia sensual del ritmo, en todo eso que la personaliza y la exalta sigue endulzando el alma ardiente de aquella isla lejana, de cuyo mar se quedó en sus ojos el claro verde de las aguas transparentes.
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