TAREA Y EJEMPLO DE ANTONIO BACHILLER

Written by Libre Online

29 de julio de 2025

Por Antonio B. Costa (1950)

Nació en cuna rica de padre que llegó a ostentar el grado de Teniente Coronel Agregado al Estado Mayor de la Plaza de La Habana, y sobre quién gravitaba linajuda prosapia. Junto a la vocación marcial del progenitor, se alzaba frenando la influencia de los paternales arrestos militares, la serenidad y la religiosa devoción de la madre. 

Gabriel Bachiller y Mena era él. Hijo de Oidor de la Real audiencia, había nacido en Madrid y en La Habana unió su destino con la cubana Antonia María de Morales cuya madre era prima del Mariscal Sucre. 

Antonio nació en la Calle Habana número 101, el día 7 de junio de 1812. Cuando nació habían transcurrido once años del siglo y once faltaban para acabarse el decimonono cuando consumó el tránsito entre una ancianidad tan gloriosa como triste y el misterioso silencio que está más allá del lindero terreno. Setenta y seis años midieron sus pasos sobre la tierra y fue su vida de una laboriosidad sin tregua. Y de una firme, constante y sencilla ascensión. Tenía la mente llena de inteligencia, como tenía los ojos azules, blanca, la tez y castaños los cabellos. Y porque vivió doblado sobre los libros, con el espíritu sembrado de una insaciable curiosidad, llenó su cabeza de un saber tan abundante como ordenado. Y su ciencia abarcaba las zonas más varias. Fue un hombre de su tiempo que supo cumplir su destino y ser fiel a su genuina vocación. Se realizó plenamente sin una frustración. Por eso, sin hablar de vanidoso, estaba contento de sí. Tenía que estarlo quien vivía rectamente sin cultivar rencores, sin odiar a nadie, dando perennemente la flor de su sonrisa, alargando la generosidad de su mano, derramando su sabiduría.

La vida le fue amable durante largos trechos. Cuando el destino se le hizo adverso, tuvo la serenidad de un estoico. Transitó por el ámbito en que le tocó vivir con paso de triunfador, sin que la fortuna se le hiciese altivez. Era, sobre todo, un hombre bueno. Un cultivador de virtudes tanto públicas como privadas. Su hogar era un remanso. Su ejecutoria cívica inmarcesible ejemplo de cívica preocupación por el destino del país. Estudió y trabajó como quien cumple un gozoso deber. Era un terco buscador de conocimientos y no los quería para sí porque fue maestro y los acumulaba pacientemente para sembrarlos en la mente de sus alumnos. 

Fue grande en su tiempo y lo fue al lado de los ciudadanos más descollantes de la época. Sus pares fueron Luz Caballero, José Agustín Govantes, Zenea, los dos Zambrana, José Silverio Jorrín, Echevarría, los Gonzales del Valle, Delmonte. Fueron sus amigos y en tertulias famosas, los reunía en la placidez de su ancha casa de la calle de San Miguel. Fue la de Antonio Bachiller y Morales, una vida hermosa, presidida por un fecundo quehacer alentada por nobles ideales, regida por una constelación de virtudes. Fue un ejemplo en vida y después de su acabamiento, su existencia es una lección silenciosa y hasta olvidada, pero definitivamente presente en la historia de la cultura cubana.

El adolescente asombró por su precocidad. Y la precocidad se exhibía en la permanente interrogación que clamaba, sobre todo en él, adelantamiento constante de su saber y en los versos y en la prosa que componía para dar salida a un irrefrenable impulso vocacional. De padre marcial nació hijo literato. Si aquel manejó armas, este nacía para esgrimir palabras, para conducir ideas, para alumbrar conceptos, para orientar conciencias. Y ese fue el genuino oficio de Bachiller.

En las calles del Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio adelantó sus saberes. En la Universidad estudia Lógica, Metafísica y Moral cuando anda por los 16 años. En lengua latina sostiene conclusiones públicas sobre libros Canónicos. En 1832 es Bachiller en Derecho civil. En 1837 alcanza la licenciatura en Derecho Canónico y tras este título se gradúa de abogado en la Real Audiencia de Camagüey. De Camagüey trae el propósito de ejercer su profesión y en ella obtendrá triunfos, prestigios y dinero, pero de Puerto Príncipe trae los recuerdos de un viaje que publicará en periódico de La Habana y además, noticias y datos sobre los aborígenes de la isla que manejará sabiamente en su obra ‘Cuba primitiva’, publicada años después.

Bachiller se impuso en plena juventud por su saber y por sus cualidades morales. Era muy joven cuando tenía ya un prestigio y una personalidad. En 1835 ingresa en la Sociedad Económica de Amigos del País como socio de mérito por haber ganado honroso lauro con su memoria sobre la exportación del tabaco en rama, tema con el que evidencia, como al lado de su vocación literaria late su preocupación por los intereses materiales del país. De los textos de Filosofía y de las estrofas brotadas de su propio estro salió en pos de los datos estadísticos y del análisis de un hecho económico necesario para hacer luz en una zona financiera de la isla tan vital como la del comercio internacional de la rica hoja. El hecho delataba signos y aristas permanentes de la vida de Bachiller; la variedad de sus saberes, la multiplicidad de sus preocupaciones, la amplitud de su actividad.

El ingreso en la Sociedad Económica de Amigos del País ganado a los veintitrés años era un anuncio feliz de un devenir cargado de triunfos y glorias. Al año siguiente, el profesor titular Prima de Cánones, Don Luis Portela lo hace su auxiliar y cuando éste fallece ocupará la cátedra en propiedad y por oposición. Con este nombramiento, Bachiller penetra en la enseñanza, que será el mundo en que se desenvolverá con más fecundidad y eficacia.

Al inteligente y brillante joven habanero se le mostraba el destino risueño, propicio, espléndido. Tenía veinticuatro años y parecía que la vida se le entregaba toda. Con los triunfos intelectuales y las ganancias del bufete, con la nombradía y el ascenso, le venía el matrimonio con Carlota Govín para marcar el inicio de una nueva felicidad. La compañera fue una mujer digna de su prominencia. Era algo más que la esposa de su marido. Brillaba con su personalidad propia dentro del mundo social en que vivió y tuvo para el profesor y publicista, la tierna comprensión y la perenne sonrisa acogedora que necesitan para poder vivir con genuina alegría, hombres del calibre de Bachiller. Ella le dio dicha y con la dicha siete hijos, las cinco hembras fueron cinco gozos perennes en la vida del escritor. Los dos varones significaron los dos más grandes dolores de su vida después de haber sido sus dos mayores esperanzas.

La carrera profesoral prosigue itinerario glorioso. Ahora explica Economía Política en el seminario de San Carlos, la asignatura que antes profesaron Justo Vélez y José Agustín Govantes y que él renueva profundamente dando sus lecciones a tenor con los tratadistas europeos más avanzados y proyectando patrióticamente sus lecciones al caso concreto de Cuba. A través de sus disertaciones insiste en algo que es en él una obsesionante idea, la del aumento de la población blanca en la Antilla Mayor. 

Habla de educación popular y libertad absoluta de Comercio, con especial y marcado énfasis. Es que Bachiller es un espíritu eminentemente liberal. Y no es solo un profesor que aspira a comunicar a sus alumnos los principios de una ciencia. Es un hombre completo. Es un ciudadano cabal que pretende ser útil a la sociedad, orientar a las juventudes, ilustrar a los hombres, promover el ascenso de un pueblo que contempla infeliz desde su propia felicidad personal para soterrada tristeza de su alma de cubano, leal y sincero que sueña con la ventura de su patria.

En su lección inaugural de esta nueva cátedra señala ostensiblemente las relaciones que existen entre la economía y la moral para decir que la primera es el apoyo más firme y seguro de la segunda. Entiende que son vanos los esfuerzos de los moralistas mientras la ciencia de las costumbres no tenga por una de sus bases principales el interés material. 

El profesor sustentaba una tesis realista. Comprendía cómo la virtud no puede existir por sí sola y cómo hay que excitarla en el hombre mediante la creación de un ámbito propicio y amable. Un hombre maltratado por las circunstancias sociales, carente de las cosas imprescindibles para la subsistencia, no puede heroicamente cultivar las virtudes. Para proceder rectamente en la sociedad es menester tener seguro un mínimo de bienestar. Hay que estar bien, estar adecuadamente instalado para poder ser bueno para obrar moralmente como lo demanda el ideal humano y los intereses de la Comunidad.

La más útil, la más necesaria, las más positivas de todas las ciencias, calificaba a la Economía Política al inaugurar en 1841 su segundo curso y entreverada con estas y otras ideas estaba su pasión por Cuba, así lo confiesa: “Mi ambición de gloria se limita a ser útil a la tierra en que nací”.

En 1842 se consuma la reforma universitaria y una de las buenas medidas que se adoptan consiste en nombrar a Bachiller profesor de la misma para explicar Filosofía del Derecho o Derecho Natural y de nuevo tiene ocasión el sabio maestro para desbordar su genuina deducción en la mente de una juventud que lo tiene por auténtico mentor. Explica la ciencia con amor, con verdadero apasionamiento. Alumbra sus principios, maneja a los más altos y más actuales tratadistas, pone en las doctrinas el personal matiz de su correcta interpretación. Expone y adoctrina, enseña y educa. Bachiller es un profesor y un maestro. Él mismo es una lección entera y para facilitar el estudio de la disciplina a su cargo, escribe y publica un libro del que expresó justo elogio, José Manuel Mestre. Y fue el propio autor de la obra ‘La filosofía en La Habana’, quien dijo de Bachiller que había familiarizado los cubanos con los más eminentes pensadores italianos y que su nombre estaba íntima e inseparablemente relacionado con la vida filosófica y literaria de Cuba.

En 1863 se crea el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana y se le nombra, en reconocimiento a sus saberes y prestigios, director del nuevo establecimiento, que regentará continuo y en el que no se concretará a ser un rector, sino que junto a la dirección del plantel desarrolla una amplia e intensa labor profesional a través de varias asignaturas. En el mismo permanece hasta el año de 1868 quiebra de la paz cubana.

Antonio Bachiller y Morales es un hombre múltiple. Su saber es enciclopédico. Sus actividades son amplísimas. Le interesa todo lo humano. Y todo lo cubano encuentra la pasión de su espíritu, es un publicista y un profesor, pero es además un ciudadano que no puede divorciarse de la circunstancia social en que está inmerso. Sabe que no basta con ser bueno, hay que ser útil. No es suficiente ser un hombre honrado, hay que vivir cívicamente con sentido de Comunidad. No se puede ser un egoísta metido en sí en el mundo sereno de su biblioteca, de su cátedra de su hogar, mientras en torno padecen martirios y limitaciones políticas, un pueblo del que se procede, que habita sobre la tierra, que se llama Patria. 

Bachiller no tiene militancia política, ni es un revolucionario, pero dentro de la situación española, que él no pueda alterar, sirve desinteresadamente a su país. Y la sirve principalmente dentro de la Sociedad Económica de la que, por segunda vez, es socio de mérito con motivo de su trabajo sobre los pozos artesianos y la utilidad del riego en la agricultura y de la que es secretario, mientras Luz Caballero ocupa la Presidencia. En servicio del país, desempeña diversos cargos y cumple numerosas funciones. Es secretario de la Caja de Ahorros, descuentos y depósitos de La Habana. Conciliador de la Junta de Fomento, diputado de la Casa de Maternidad y Beneficencia y síndico primero y después concejal del Ayuntamiento de La Habana, y en todas estas actividades se desenvuelve mientras estudia, mientras explica sus cátedras. 

Mientras escribe infatigablemente, mientras investiga, mientras se remonta por las ciudades cubanas, mientras clava su mirada transida de curiosidad en todos los rincones del universo deja la huella de su sapiencia, de su rectitud, de su honradez, de su irrefrenable impulso de bien. Esto es lo esencial en Bachiller. Es un hombre bueno que saca su acción de dentro de sí para hacer el bien. Ni cálculo torcido, ni feo interés, mancharon su tránsito sobre la tierra, invariablemente inspirado en un generoso y cálido ideal de ascensión humana. 

Está presente en todo. Es un hombre que se multiplica. Labora en la Comisión de Instrucción Primaria. Colabora en las escuelas dominicales. Anima El Liceo de La Habana. Trabaja en la sección de Agricultura de la Sociedad Económica y publica un extensísimo tratado de Agricultura donde no queda rincón de esta ciencia que no sea alumbrado por el hombre que lo mismo escribe un tratado de Filosofía del Derecho, que expone los mejores métodos de cultivo y dice cuáles son los abonos más eficaces. Parece un hombre del Renacimiento por esa sorprendente paciencia en todos los predios del saber. Y en todas las zonas de la actividad hace la historia de las letras y de la instrucción primaria en Cuba. Compone los primeros catálogos de las publicaciones periódicas y de los libros y folletos que se han publicado en Cuba hasta 1840. Escribe una novela. Hace periodismo intensísimo. Atiende su bufete. Ejerce el decanato de la escuela de Filosofía. Dictamina por encargo de la Universidad, sobre el proyecto de fomentar una inmigración de aprendices negros y la Universidad hace suya su ponencia contraria a tal atentado humano. No en vano, él es un ostensible y militante abolicionista junto a Luz Caballero, Delmonte, Poey, González del Valle, José Luis Alfonso. 

Luchaba contra el tráfico de negros por razones cubanas y por sentimientos de honda humanidad. Y ningún temor limitó ni atenuó sus campañas enderezadas a superar tamaña lacra social. Defendió su tesis con el mismo civismo con que se opuso a la expulsión del seno de la Sociedad Económica de David Turnbull, el cónsul inglés. Dejó patente su protesta y nada le importó ganarse la ojeriza de las autoridades metropolitanas, que fueron las instigadoras de la expulsión. Bachiller lució no menos enérgico que Luz Caballero.

Cuba está en guerra contra España y Bachiller no puede permanecer indiferente al drama. En 1869 ocurren en La Habana, provocados por los voluntarios alarmantes sucesos, un grupo de hombres sanamente inspirados en el bien del país se reúne en casa del Marqués de Campo Florido para estudiar la situación cubana y decidir alguna gestión en favor de Cuba como manera de superar la situación bélica que vive el país. Bachiller asiste a esas reuniones y se le nombra ponente de las medidas que deben solicitarse del Gobierno español. Lo que el cubano redacta en un proyecto de una amplia autonomía para la isla.

Esta prueba de sereno patriotismo exhibida por Bachiller, esta inconformidad suya con la intervención española sublevó el ánimo de los voluntarios, quienes, desbordados de ira, apedrearon su casa de la calle San Miguel y pretendieron inútilmente hollarla. Detrás de las bien cerradas puertas estaban bien armados su hijo Antonio, su hija Adela y los fieles sirvientes. 

Es un español el que salva a Bachiller de la prisión. El celador del barrio le hizo saber que había contra él orden de arresto. Un humilde pagaba al hombre ilustre y rico todas las generosidades que aquel espíritu nobilísimo había tenido para los desheredados, sigilosamente con su familia a bordo de un barco norteamericano, salió Bachiller hacia los Estados Unidos. Atrás quedaron la patria, la casa saqueada, la tumba de Alfredo, el hijo muerto en 1867 a los 25 años de edad, cuando ya era profesor, y prometía revivir brillantemente las glorias del padre. 

Nueva York fue la nostalgia, la pobreza, la angustia, dolor de patria y dolor de familia. Bachiller tenía ya 56 años y era necesario comenzar de nuevo a reconstruir su vida. En Cuba quedaba un pasado feliz que no era más que el recuerdo, porque la muerte de Alfredo y la guerra destruyeron la dicha y la fortuna. Era menester ganarse el sustento en un país ajeno, y fue entonces cuando el hombre suave y dulce que era Bachiller, tuvo que movilizar todas las energías de su entereza, todas las reservas de su voluntad, todas las fuerzas de su carácter. 

El hombre hecho a holguras y comodidades se vio descendido a precariedades y estrechez sumas. Nada sobraba y a veces faltaba lo imprescindible. Para vivir escribió en periódicos y revistas, hizo traducciones, compuso una guía de la ciudad neoyorquina, se hizo ciudadano norteamericano y con esta ciudadanía retornó a Cuba en 1878. A ella regresó con el alma acribillada de dolores. Había acabado la contienda sin victoria y en ella había perecido su hijo Antonio, asesinado alevosamente por los españoles. Era muy grande todo lo ocurrido para que el regreso significará la reanudación de la vida anterior. 

Por haber renunciado a la ciudadanía española, se impidió ejercer su profesión de abogado y se le borró de las listas de la Sociedad Económica de Amigos del País, el ámbito de sus más nobles actividades en favor de la nación. 

Sus bienes le habían sido devueltos. Había recuperado, aunque muy disminuida su biblioteca, pero lo que el tiempo, en conjunción con fatales circunstancias, había desecho, no podía rehacerse. La vida de erudito había perdido la serena alegría que le había precedido. Su alma estaba empañada por un profundo y callado dolor, tan silencioso como intenso. No hizo alarde de su dolor. Vivía refugiado en su hogar, escribía en la revista de Cuba y daba sus esfuerzos a la sociedad antropológica de La Habana. 

Volvió a reunir en tertulias amenas y fecundas en torno a sí a lo mejor de la intelectualidad cubana. Son Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Rafael Montoro, José Antonio Cortina, Miguel Figueroa, Figarola Caneda, Raimundo Cabrera, Eliseo Giberga y otros de igual categoría, los que van hasta su casa en busca de su sabiduría, de su palabra erudita, de sus luminosas orientaciones. Ya es un hombre de setenta años que se alza como un pedazo de historia, como un símbolo de las mejores tradiciones de la cultura cubana. Todos contemplan en él como una institución nacional. Constituye un ejemplo vivo de cívico quehacer público, de noble fecundidad magisterial, de limpia creación literaria. Lo que hay detrás de él es una singular lección de laboriosidad incansable, desenvuelta con tanta pulcritud como afán de generoso servicio humano. 

Él es la cultura, pero es también la militancia intelectual desarrollada a través de la cátedra del periodismo, del libro, de la prédica. Se alza frente a las jóvenes generaciones, con indiscutible y auténtica jerarquía de maestro. Nadie hasta entonces investigó más que él, ni escribió tanto, ni exhibió tanta curiosidad ni se desveló tanto en busca del puro saber y del conocimiento práctico y útil.

 De política no quiso escribir una sola palabra más. Era inútil su palabra, ya desmayada por agobios y agravios. Comprendía que ese empeño tocaba a otros hombres. Y para emitir una expresión, tenía que ser sincera y por sincera, saldría de su corazón disparada contra las injusticias, incomprensiones y terquedades de España. Por eso prefirió quedar anegado en un silencio elocuente y denunciador en definitiva de su inconformidad y de su dolor de cubano que dio a la patria la ofrenda de su hijo.

Ya estaba en la ancianidad y estaba en medio de su tristeza y de quietud, cargado de glorias intelectuales. Era miembro de la Academia de Anticuarios del Norte de Europa, de la Sociedad Arqueológica de Madrid, del Ufizio Glurídico Internazional de Milán, de las Sociedades de Historia de Nueva York, Filadelfia y Pensilvania, del Círculo de Hacendados de La Habana, de las Sociedades Económicas de Santiago y Puerto Rico. En 1881 el Congreso de Americanistas de Madrid había hecho elogio zumos de su obra ‘Cuba primitiva’ y dispuesto su publicación. Nuevos libros enriquecían su bibliografía. Entre ellos, ‘Antigüedades americanas’ estudio de genuina erudición que le ganaría altos elogios de las más connotadas autoridades en la materia. Y por encima de todos sus blasones, tenía el privilegio de poder contemplar desde la cumbre de sus años, la limpieza, la rectitud, la fecundidad y la nobleza de su existencia, alentada por un quehacer sin tregua, disparada, perennemente hacia la realización de un glorioso ideal de cultura, de justicia, de libertad y de paz.

Fuera de Cuba, en la ciudad de Nueva York, en casa de su hija Antonia, casada con Néstor Ponce de León, recibió el anuncio de la muerte. Un ataque cerebral lo dejó inválido y canceló en su mente la facultad de la lectura. Quien fue un lector sin medida no pudo comprender más el significado de los signos de la escritura. Las letras empezaron a ser para él un incomprensible jeroglífico. 

De regreso a La Habana, se situaba frente a su biblioteca y aquellos libros no eran más que tristes recuerdos, objetos inútiles, sembradores de agonías, sus dictadores de angustias. La presencia de aquellas horas impenetrables para su inteligencia era su tragedia. Era un hombre muerto que respiraba aún sobre la tierra. Pudo caminar, pudo mover los brazos, pero no pudo leer más, que era no vivir.

Así, en su casa de la calle Reina, la marcada entonces con el número 125, vivió sus últimos días el 10 de enero de 1889 a los setenta y seis años volvió a la quietud y el silencio de la nada quien había vivido genuinamente con útil inquietud y con el verbo enarbolado en una permanente prédica. 

Su entierro fue un acontecimiento, se le rindió el homenaje de dolor que merecía una existencia de virtud y creación. El fúnebre cortejo fue precedido por niños del Colegio San Rafael. La ciudadanía habanera vivió de veras el duelo de su muerte.

 El Conde Kostia, en finísima crónica, habló del sabio modesto, del cumplido caballero y del cubano excelente. Exaltó su ilustración sin pedantería, su dignidad sin alarde, su bondad sin bajezas. 

José Martí habló de su vida larga y feliz, empleada amorosamente en el servicio de la patria, de su laboriosidad pasmosa, de su juventud perenne, de su afán de saber y de la limpieza de su ejecutoria. Lo llamó americanista apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente, orgullo de Cuba y ornato de su raza. 

Rafael Montoro exaltó el prestigio de su historia, la universalidad de sus estudios, el vigor de su laboriosa ancianidad, y vio en la vida de Bachiller la prueba irrefutable de cómo la bondad y la pureza del alma, la benevolencia y el entusiasmo de los corazones generosos tienen siempre una eficacia soberana para el adelanto intelectual y moral de los pueblos a despecho de todo género de deficiencias y adversidades.

Murió en paz Antonio Bachiller y Morales. Realizó una tarea y dejó una lección. Trabajó con la inteligencia en busca de la verdad. Vivió consumiéndose en un infatigable ideal de cultura. Creyó en el saber, en los valores espirituales, en el derecho, en la justicia, en la libertad, en Dios. Soñó con la bienaventuranza de los hombres y la fraternidad de los pueblos.

Creyó que todo era posible si los corazones lo aspiraban realmente y él lo aspiró y luchó sin fatigarse por cumplir la cuota de su deber. Alumbró zonas inéditas del saber, divulgó conocimientos, predicó lecciones de civismo y moralidad, concibió y divulgó pensamientos, y todo lo hizo con la sencillez y la modestia de un verdadero sabio y de un hombre bueno. Sembró sin ruido. Sirvió sin alarde. Se afanó por ser útil sin perseguir recompensa. Se dio en generosidades extremas, sin buscar premios. Amó a los hombres y olvidó agravios.

 Murió sin saber lo que era el odio sin haber hecho mal a alguien, sin sentir en la conciencia la sombra de un remordimiento. Por eso se apagó su mirada azul con tanta serenidad y cayó sin vida con tanta quietud, su cabeza grande y cuadrada.

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