Hacía frío y un poco de niebla. Hilario cesó de trabajar, se inclinó sobre la máquina de escribir y pensó largamente. Pensó que él al otro día, comenzaría a vivir un nuevo año y que, a pesar de eso, seguiría contemplando el mismo panorama cotidiano componiendo los mismos artículos que le ordenaba el director y viviendo su vida pobre y triste de vulgar redactor de segunda de un periódico también de segunda clase. Aunque después de todo como no tenía ambiciones ni el propósito de ascender, para su aspiración a vivir tranquilo y sin preocuparse del mañana bastaba aquella soldada que le pagaban por su trabajo. No tenía hijos y su mujer, Silvia, era un modelo de esposa ordenada. Ahorrativa y verdaderamente entendida en economía doméstica, muchas veces Hilario pensaba cómo se arreglaba la pobre para hacer frente a gastos en ocasiones extraordinarios con lo que él le entregaba semanalmente. Silvia era también algo muy extraordinario y él la reconocía así, humildemente. Era muy bella y muy joven, con unos espléndidos ojos negros y una cabellera oscura como la noche. Él era alto, seco, magro, erecto. La piel mate de su rostro de asceta estaba cruzada de surcos profundos de arrugas en zig-zag, de grietas. Flaco y recto como una idea moral, en la Redacción le decían, cariñosamente, “Varilla”. Pero a él no le gustaba seguramente el apelativo. Cuando lo llamaban así ponía el gesto serio y se quedaba un rato pensativo.
Hilario miró hacia la calle. Observó el cruce interminable de las gentes, resueltas a despedir estrepitosamente el año que expiraba y a saludar al año que iba a comenzar, y suspiró. Él no podría hacer eso. Pero era igual. Nunca, excepto lejanas excepciones, lo había podido hacer. Estaba atado, como un perro a su cadena, a aquella obligación cotidiana. ¿Qué iba a hacer?
Silvia, allá en la casa, pensaba él, se preparaba como otros años a pasar ese día que se extinguiría unas horas después, en casa de su Madre. La madre era para él una suegra irascible que lo despreciaba por infeliz y porque se había casado con su hija. Un día, llena de cólera, le había dicho con un grosero exabrupto:
—Usted, con esa facha, nunca hará carrera.
Desde entonces, él no había vuelto por esa casa donde le trataban tan mal. Pero todos los años, ese día, la suegra llevaba consigo a la hija. El quedaba trabajando y, de madrugada, regresaba a su casa. Estaba acostumbrado y hecho a tal cosa con la sumisión del buey que tira de la carreta. Asomado a la ventana que daba sobre la avenida, no vio, pues, a todo ese mundo ajetreado y profuso que desfilaba interminablemente, desplazado de los barrios extremos de la ciudad hacia el centro, bajo el encandilado reflejo de sus millares de luces eléctricas y sus ruidos multiplicados estrepitosamente, sino el paisaje de su existir desolado y precario.
Una voz sonora y cantarina le sacó de su abstracción. Era el director:
—¡Eh, Hilario! ¡Apresúrate! Acabaremos temprano. Dentro de unas horas será año nuevo. Esta vez quiero que todos puedan esperarlo en su casa, con la familia. Cuando termines, puedes irte.
Hilario hizo un gesto de indiferencia displicente. Trazó velozmente unos cuantos párrafos más, cerró su artículo y salió de la Redacción hacia la calle. El abrigo le pesaba extraordinariamente. Apenas sus hombros, de huesos puntiagudos, podían soportarlo. En la puerta, una ráfaga helada le azotó el rostro. Se hundió el sombrero de paño y alzó hasta las orejas el cuello del abrigo.
No vivía lejos de allí. Caminó rápidamente en dirección pues pensó que, si llegaba temprano, aún podía encontrar a Silvia. En ese caso, esperarían juntos el año nuevo. Era la primera oportunidad en muchos años.
La ciudad tenía un aspecto inusitado para él. Todo era nuevo en ella. Las calles, las gentes, los escaparates de las tiendas. Las luces profusas y rutilantes, todo, adquiría un sentido nuevo a sus ojos, hechos a la sala de la Redacción y al panorama interior del periódico. Hacía años que no cruzaba la ciudad a esta hora nocturna. Las avenidas, cuajadas de luz, iluminadas, como en una feria, eran un espectáculo imprevisto para él. Casi no sabía andar entre aquella marea de transeúntes apresurados. Le empujaban, le rozaban violentamente, le daban con los codos, lo echaban hacia un lado y pasaban. La gente se abría paso por las aceras, junto a las cuales cruzaban veloces como cohetes, los automóviles ruidosos.
Llegó, al fin, a su casa. Ya Silvia había salido. Hilario dejó sobre una mesa un racimo de uvas adquirido al pasar junto a un tendereta de la avenida y salió de nuevo a la calle.
—Era seguro, pensó. Está ya con su madre. Estuvo indeciso durante unos segundos. Pero, ganado por el espectáculo de la calle, tan insólito para él en esa hora de la noche, quiso penetrar por ella para bañarse en su deslumbramiento.
Cada grupo, cada trozo de multitud, le parecía una faceta brillante de aquel inmenso diamante que era la ciudad. Las mujeres, con sus trajes de colores vivos, la chillería de los vendedores, el fulgurar de los focos eléctricos, los mil ruidos imprecisos y agudos del tránsito inaudito. Quedó fascinado. ¡Sí que era bella la ciudad de noche! De pronto, como iba distraído tropezó con una mujer.
—Perdone, dijo. Balbuceó una excusa.
—¡Hay tanta gente en la calle!,—dijo la mujer.
—¡Oh, sí, mucha! – asintió él, mirándola.
Era una mujer bonita, bastante bien plantada. Estuvo un momento indeciso. Al fin echó a andar. La mujer siguió su misma dirección, a su lado. Los transeúntes los comprimían, y, a veces, lanzaba a uno contra otro. Sus cuerpos rozaban a cada ondulación de la multitud. El sintió la necesidad de decir algo. De todos modos, a pesar de aquel mar humano, estaba indudablemente solo. Él quería hablar con alguien, oír una voz nueva, hacer una confidencia. Y era inútil pensar en ir a casa de la suegra a reunirse con Silvia. La suegra lo recibiría mal. Ya había determinado pasar parte de la noche en la calle. Y allá para las dos de la madrugada, la hora en que solía regresar a su casa, se recogería. Igual que todos los días. Como hacía diez años. Y allí; estaría, también como siempre, esperándole, Silvia, arrebujada bajo las frazadas del tibio lecho conyugal. También como hacía diez años.
—Y bien,—dijo—. ¿Va usted de paseo?
La multitud empujaba a la mujer junto a él.
—No, expresó ella. He salido a ver esto.
—¿Va usted hacia el final de la avenida?
—No. Iré hasta el parque. Desde allí regreso.
– Iremos juntos,—dijo él—. Yo también
me aburro.
_ ¿A pesar de la gente?—preguntó la
mujer.
– Por la gente precisamente, —contestó
Hilario—. Todo esto es para mí de una sorprendente novedad. Pero perfectamente estúpido.
– ¿No es usted de aquí?,—dijo ella.
–No es eso. Es que no salgo de noche.
– ¿No sale de noche?
– Es decir… Salgo a las tres de la madrugada. Y a esa hora…
—Es verdad.
La mujer le miró, inquieta. ¿Sería un ladrón? El consideró la necesidad de explicarse:
—Es que trabajo de noche. Voy a mi oficina a las cinco de la tarde y termino de madrugada. Por eso este panorama es nuevo para mí. Hace muchos años hago eso diariamente. Trabajo en un periódico, ¿sabe?
La mujer asintió con la cabeza.
Para ella, tampoco esto era muy familiar. Su marido, bastante más joven que ella, la dejaba todas las noches a la misma hora, luego de comer, en la casa. Él iba a distraerse, por ahí.
—¿Amigas?,—preguntó él timídamente.
—Tal vez, — expresó ella con un tono amargo—. Hace ya muchos años. No tiene importancia.
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