SOMBREROS DE MUJER

Written by Libre Online

10 de junio de 2025

Por Eladio Secades (1957)

Basta abrir el periódico por las páginas de sociedad para comprender que las mujeres están librando la última y heroica batalla por la resurrección del sombrero. El sombrero de mujer de pronto desapareció de todas partes para refugiarse en las bodas en forma de préstamo de amiga a amiga. Se casa fulana y ya se sabe que las compañeras, al recibir la invitación, contraen dos compromisos inaplazables: mandar un regalo decoroso y encontrar quien preste el sombrerito de salir del paseo. 

Hay comercios donde alquilan sombreros como se alquilan los capuchones para los días de carnaval. Sin embargo, ahora se nota el empeño de reivindicar el sombrero femenino y hasta hay gordas que se animan a aparecerse en las fiestas de las embajadas, con uno de esos modelos que ponen a prueba la solidez y la buena voluntad de las relaciones diplomáticas entre los pueblos civilizados. 

Ya en las fotografías de las bodas religiosas, lo más interesante no es la timidez disimulada de los novios que firman, sino el sacrificio de la pobre madrina, que apenas se atreve a moverse bajo las alas enormes de un sombrero que por poco es sombrilla. En los grupos de asistentes a cualquier almuerzo de gente del gran mundo se ven diseños que ya los quisieran los borrachos para esperar el Año Nuevo. O las manejadoras para distraer a los niños que no quieren tomar la compota. Un disco volador reclinado sobre la frente. La última tapa de la cantina con una flor y un velito. Un casco de soldado prusiano de cuando el esplendor de los zares. Y en eso nos deslumbra la bella y distinguida esposa de un ministro plenipotenciario con un adefesio maravilloso exclusivo. Mezcla de bonete y de chimenea, la dama, lejos de darse por aludida, asume una expresión que oscila entre cromo de catálogo de principios de siglo y muñecos para colorear.

 Hay sombreros nuevos que recuerdan a las palanganas esmaltadas que, como un secreto de familia, escondían los abuelos debajo de la cama antes de la invención del baño, intercalado. Hay también sombreros graciosos, increíbles, minúsculos. Que lo mismo simulan una cofia encantadora idiota, que los dibujos de geometría que recortábamos en el ciclo mocoso del kindergarten. 

Hace pocos años, el sombrero de mujer conquistó su posición más prominente en la historia. Antaño casi había un tipo de sombrero común a todas las mujeres. Después, cada una necesitó un modelo especial, como cada enfermo necesita un régimen distinto. Por eso los sombreros ganaron categoría de clínicos. La señora de nariz pronunciada no debía ponerse un casco de guerrero bravío que, sin embargo, le daba un aire delicado a la que tenía una nariz respingona. 

Tener la nariz respingona es vivir en eterno apercibimiento de un olor desagradable. Para evitar el incurrir en esas agresiones a la moda y al buen gusto, las damas acudían a los especialistas en diseños. El especialista en diseños contrajo una responsabilidad con la ciencia y con la historia. Los había que recibían a sus clientas por turnos rigurosos como los grandes médicos y como los grandes médicos, completaban los detalles de una hoja clínica antes de redactar la receta. La receta de un sombrero era lo que más importancia tenía en la vida de una mujer. Siempre lo más importante en la vida de la mujer ha sido lo más fastidioso en la vida del marido que entonces no podía concebir que se pagasen veinte pesos por un embudo con un velo adelante y un muslo de guinea prendido a un lado. 

El hombre fue injusto al negarle a la industria del sombrero femenino, que ahora pretende renacer, la importancia que llegó a adquirir. Cada diseño era el complemento de un verdadero diagnóstico. Las señoras que tenían estatura y anatomía de hockey cuando se arreglaban, parecían hembras reales. Arte de sombrerería. Bastaba apelar a las grandes alas ladeadas hacia arriba. La sensación de arrogancia y de belleza podía descomponerse de este modo en fácil operación de aritmética, veinte centímetros de tacones, medio metro de sombrero y el resto de carne y hueso, más de esto que de aquello. 

En épocas viejas, cuando la señora del alcalde del pueblo lanzaba la primera bola y las señoritas iban a las romerías con abanicos de nácar y sombrillas de colores, la mujer disponía de menos recursos para oponerse a la cruel dictadura del almanaque. Luego la mamá de las niñas que empezaban a tener novio. Acudía al laboratorio del sombrero y no tenía necesidad de manifestarle la pena horrible de las arrugas y de la juventud que se marchita y que se va. 

El sombrero moderno terminó todos los cursos de Psicología. Sonriendo, cobraba la piedad y el arte del camuflarse las patas de gallo. Y no le decía a la señora: “este modelito tupido le dará a su rostro en pleno día la sombra que a usted le hace sentir más feliz de noche”. Y le recetaba el remedio sin hacerle a la contribuyente el vejamen de proclamarse confidente y copartidario del pecado trágico que en toda mujer es empezar a envejecer. Un buen diseñador de sombreros debía de tener también algo de cirujano plástico. Aquellas alas extremas –más bien viseras arbitrarias que descendían hasta cubrir media cara, tenían la importantísima misión de evitar que pudiera ser vista de perfil una dama nariguda. Las señoritas que tienen la nariz larga deben ganar de frente las grandes batallas de la soltería.

Cualquier descuido puede provocar el contraste desencantador. Ese mismo defecto físico, en vez de disminuido, sería alarmantemente destacado con un casquete a modo de apretado turbante. Claro que mientras el imperio del sombrero de mujer se violaron todas las líneas de la discreción se vulneraron todas las fronteras de la lógica. Había como ahora hay otra vez, sombreritos femeninos sostenidos en la cabeza por el prodigio de equilibrio. El renglón de la variedad y de la fantasía puede ser inmensos conos, pantalla de biblioteca, un sartén sin mango y con un ramito de violetas, un crucigrama atravesado por una flecha. Por supuesto que semejante moda hace que se pierda el don de la austeridad, porque no puede aspirarse a plantear problemas sentimentales cuando se lleva un sombrero como el del mono del organillero. 

Con esos sombreros son menos impresionantes el dolor de una madre y la aflicción de una esposa. Porque aún en trances más trágicos, estará latente la nota cómica de lo que en otros tiempos eran francas expresiones de carnaval.

No se podía juzgar a una mujer hasta que se quitaba el sombrero. El sombrero podía ser el escamoteo de diez o veinte años de arrugas. Y en el peor de los casos, el biombo que servía de escondite a los síntomas de una infidelidad. Era muy curiosa y muy extraña coincidencia que en ese diseño en que un pedazo de ala caída cubra la mitad de la cara, siempre el lado cubierto era el que le tocaba al pobre marido en el cinematógrafo. Esos modelos de eclipse parietal concedían a los ojos de su dueña una impunidad deshonestamente peligrosa. Había otro tipo de sombrero que era como un presagio de adulterio. Lo llevaban las señoras que junto al marido bajaban la cabeza con humildad franciscana y estaban mirando a otro por el lado transparente de la pamela. Había un sombrero para cada edad, para cada rostro, para cada virtud.

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