Por Jorge Quintana (1955)
Parecía un héroe griego. De los espartanos el valor, el amor a lo heroico; de los atenienses el sentido de la gloria, el patriotismo, el concepto limpio de lo estético, la comprensión del estoicismo. Así vivió y así murió, a los veintitrés años de edad, Sebastián Amábile y Correa, emparentado con, la nobleza cubana, pero más noble aun él mismo, que supo entregar a la patria su destino brillante, su juventud y su vida.
El 12 de diciembre de 1845 nació en la ciudad de Santiago de Cuba Sebastián Amábile y Correa. La familia tenía un inmenso prestigio en la capital oriental. Su padre don Sebastián Amábile descendía de nobles cubanos. Su madre doña Gertrudis Correa era hija de don Ramón Correa que había sido capitán general de Venezuela y desempeñaba, a la sazón, la Presidencia de la Real Audiencia de Santiago de Cuba.
En la Catedral de aquella ciudad lo bautizaron, siendo sus padrinos su abuelo paterno don Sebastián Amábile y Herrezuelo y su abuela materna doña Úrsula Millares. Niño aun la familia se traslada a los Estados Unidos. Allí completó su educación. El bachillerato comenzó a cursarlo en el Instituto de Segunda Enseñanza de Santiago de Cuba y lo concluyó en los Estados Unidos, pasando al Colegio Médico de Bellevue, en Nueva York, donde cursó la carrera de médico cirujano. Dícese que prestó servicios en la Guerra de Secesión, pero ninguno de sus biógrafos consigna en cuál de los ejércitos, si en el del Norte o en el del Sur. Augusto Martínez Arango en su obra “Próceres de Santiago de Cuba” asegura que fue inventor de un aparato de gran utilidad en la medicina.
En mayo de 1867 se hallaba en La Habana, pues en esa fecha aparece solicitando del Gobernador Superior Civil que le autorizase el abono de varias asignaturas que alegaba haber estudiado por la enseñanza privada. El 15 de junio de ese mismo año el Gobernador Superior Civil disponía que se le incorporara su título de médico a la Universidad de La Habana, previo los trámites de rigor. El 10 de julio, según consta en su expediente del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, obtenía el grado de Bachiller en Artes. El 11 de enero de 1868, en la Universidad de La Habana obtenía el de Bachiller en medicina. El 7 de mayo de ese mismo año de 1868 realizaba los ejercicios para el grado de Licenciado en Medicina en la Universidad de La Habana. El tribunal lo integran los doctores Fernando González del Valle, Luis M. Cowley que actúa como Secretario y José C. Morilla. Es aprobado. Tenía veintidós años cumplidos.
En La Habana y por aquella época debió entrar en contacto con los conspiradores, los cuales a su vez mantenían relaciones con el grupo que lidereaban el Marqués de Santa Lucía, los Arango y el licenciado Ignacio Agramonte en Camagüey y con los bayameses Francisco Vicente Aguilera y Francisco Maceo Osorio en la hoy Ciudad Monumento. Apenas si pudo ejercer en Cuba su profesión, porque el 10 de octubre Carlos Manuel de Céspedes precipitaba los acontecimientos, sublevándose en su ingenio La Demajagua.
Un grupo de jóvenes habaneros, algunos de ellos con preparación militar, como Manuel Suárez no pudiendo salir de La Habana para incorporarse a los sublevados, decidieron trasladarse a los Estados Unidos para regresar a territorio insurrecto en una expedición. Entre estos figura el médico Sebastián Amábile.
En abril, de 1869 ya se comenzaron a activar los preparativos de la expedición del “Perit”. El mando militar lo asume el general Thomas Jordán. El control, organización y mando en el mar, lo asume el ingeniero Francisco Javier Cisneros, que debió estar emparentado con Sebastián Amábile pues el segundo apellido de ambos era Correa y además los dos pertenecían a distinguidas familias de Santiago de Cuba, donde seguramente se habían conocido. En los primeros días de mayo de 1869 ya estaban en la mar, camino de las costas orientales de Cuba los expedicionarios del “Perit”.
El cuadro médico de la expedición lo integraban cuatro profesionales: Antonio L. Luaces, Sebastián Amábile, Miguel Párraga y M. Bellac. El 11 de mayo penetraba en la bahía de Nipe echando ancla a unos quinientos metros de la punta de la península del Ramón, iniciándose, en horas de esa misma tarde, la descarga. Un barco de guerra español se acercó a la costa y mientras el “Perit” lograba darse a la fuga, los expedicionarios recién desembarcados le dispararon un cañonazo que hizo al buque español emprender la retirada, dando aviso a las autoridades militares de lo que estaba ocurriendo. Estas inmediatamente despacharon para el lugar donde ya los expedicionarios se habían hecho fuertes, fuerzas para que los atacaran. El comandante Mozoviejo inició la ofensiva española el 16. El armamento descargado cayó en poder del enemigo, pero la tenacidad y el valor de los expedicionarios les hizo recuperarlos, obligando al jefe español a tenerse que retirar con numerosas bajas.
En esa lucha cayó mortalmente herido Sebastián Amábile. Un balazo le entró por el pómulo izquierdo, haciéndole saltar el ojo. A pesar de los dolores que aquella herida tenía que producirle, aquel héroe de leyenda continuaba animando a sus compatriotas a sostener la lucha. Pero dejemos que la pluma magnífica de Manuel de la Cruz nos relate aquel episodio que tomó de los labios de uno de los testigos presenciales de aquella acción.
“Estábamos en la península del Ramón enarcado brazo de tierra cuyo contorno exterior lamen las olas del puerto de Banes, mientras el interior es arrullado por las aguas de la inmensa y majestuosa bahía de Nipe”, escribe Manuel de la Cruz y continúa: “En la playa, riscosa y cubierta de mangles que azota espumante el bravío mar del Norte, rodeado de su Estado Mayor y de un grupo de norteamericanos, hallábase el general Thomas Jordán, el veterano guerrero sudista, que acaso madrugó para venir a defender con su espada la causa cubana.
Avanzando tierra adentro por un camino que es como el eje de la península, a doscientos metros del cantil, en la meseta de un cerro que corona un bohío, se había instalado el coronel Bobadilla con un puñado de expedicionarios. En la orilla opuesta del camino hay otra altura desde cuya cúspide se otea el piélago de zafiro de la bahía y sus selváticos contornos, y en donde, apenas pusimos pie en tierra, se instaló el primer cuerpo de guardia. Siguiendo la ladera sur de esta altura, y a la margen derecha del camino, en un terreno sinuoso y hondo, se eleva un vasto cocal; a cien metros de los últimos cocoteros, en una casa de mampostería edificada como remate de una eminencia a guisa de castillo roquero, se habían acuartelado muchos expedicionarios al mando de Cristóbal Acosta, y más hacia lo interior, como puesto avanzado, en un caserón de guano, se hallaban los Rifleros de la Libertad al mando del canario Manuel Suárez.
Frente al caserón, del otro lado del camino, limitado en lontananza por el río Tacajó, dilatábase quebrado terreno de desmonte, en forma de rectángulo, cuyas líneas eran hileras de gigantescas palmas reales tiradas a cordel, y que vistas de frente parecían paredones de piedra marmórea, jaspeada de gris por la intemperie, semejando sus penachos festones de parásitas. Al término del palmar se divisaba el brocal de un pozo. A uno y otro lado del camino que unía la playa con el puesto avanzado, entre los prominentes sitios que hemos destacado en la descripción, y exceptuando el terreno ocupado por el cocal, en todo el suelo de la península crecía la vegetación con exuberancia y proporciones de selva, intrincada, lujuriosa, orillada en ambos lados por una triple cadena de mangles, arrecifes y blondas de espumas.
El camino, en toda su longitud, estaba obstruido por montículos de barriles, pirámides de cajas, rimeros de balas de cañón, piezas de artillería, cuerdas enroscadas, sacos apiñados y otros utensilios del alijo. Recuerdo que en el grupo de norteamericanos que rodeaban al general Jordán había un joven de rostro aguileño, ojos azules y bello rubio, que durante la guerra de Secesión había desertado de su hogar y sentado plaza de tambor, y que venía como ordenanza del general. Aquel jovenzuelo, verdadero aguilucho del Norte, sería más tarde águila reina, uniría su nombre al de los más austeros paladines de la causa cubana, por la cual sucumbió gloriosamente.
Era Henry M. Reeve. Recuerdo a un húngaro cuyo nombre he olvidado y cuyo fin no me fue posible averiguar, y a un polaco, Estanislao Melowicht, que murió años después en el ataque de Barajagua. El insigne mexicano Benito Juárez nos enviaba dos veteranos de la épica contienda que sostuvo contra el macabro y romántico imperio de Maximiliano, a Gabriel González, hombre de gran corazón y al capitán Pérez, que tenía una pierna de palo, que no le quitaba impavidez en el combate ni humor para el chiste en todas las circunstancias. Entre los médicos recuerdo a Antonio Luaces, distinguido camagüeyano con aspecto de diplomático inglés, a Sebastián Amábile, que sería una de las primeras víctimas, y a Miguel Párraga; y entre los ingenieros a Mendive, Cañals y Cisneros.
Viendo el grupo de hombros fornidos, sanguíneos, rubios, armados de cuchillos y revólveres, oyendo su acento gutural, se les creería una gavilla de piratas del siglo XVIII. Todos los que estábamos acampados en la península éramos, según las leyes españolas, hordas de filibusteros. Habíamos venido a bordo del “Perit” al mando del ingeniero Francisco Javier Cisneros, hábil y afortunado conductor de esta expedición.
Cuando el vapor levó anclas y en medio de un murmullo de exclamaciones se fue alejando con rumbo a las playas del Norte, hasta que se borró en la lejanía el celaje gris de su penacho de humo, lo estuvo contemplando con un vago sentimiento de nostalgia mezclado al sentimiento de legítimo orgullo que nace así que empieza la emancipación individual. Estábamos en tierra de Cuba, lejos de nuestros hogares, pensábamos en las lágrimas que bañarían las mejillas de nuestras madres, en los afectos que dejábamos para ir espontáneamente, al sacrificio; pronto nuestra sangre teñiría la gallarda bandera de la patria que copia en sus colores el azul de nuestro cielo y la estrella melancólica de nuestros crepúsculos. Poner pie en tierra, era ganar una batalla al azar. Al alejarse el barco pirata parecía decirnos: Todo depende ahora de vuestro brío.
Era el mes de mayo. Los mangles abrían al sol sus flores de nieve y oro, las parásitas sus pétalos de formas caprichosas y de suaves tintes, los aguinaldos de color leonado o de ébano con las libélulas de color de lila, se confundían con las mariposas que parecían pétalos de toda aquella flora arremolinados por el viento, y que acudían en tropel a celebrar sus orgías de Primavera, en tanto que por los aires se cernía majestuosa el aura entre el gavilán y la gaviota. En la noche surgían de entre la espesura miríadas de cocuyos como fosforescencia de aquel rumoroso mar de verdor; posábanse a chupar las melíferas flores de las palmas, semejando a veces manojos de fúlgidas esmeraldas.
El día 14 llegó a nuestro campo el coronel Mercier, al frente de una legión de holguineros, todos desarmados. El día 15 había ya en el área de la península mil hombres desarmados como la hueste de Mercier. De un día a otro podía venir el enemigo, atacarnos por mar y tierra para ver de arrebatarnos la expedición, y, sin embargo, permanecían cerradas las cajas que contenían el parque y los fusiles. ¿Por qué esta apatía frente a un peligro inminente? ¿Por qué no armar aquellas legiones de inermes, que venían en busca de un fusil y un puñado de pólvora para ir a cumplir el sacrosanto deber de morir luchando por la salud de la patria? Por el endiablado personalismo que tantos males habría de acarrearnos más tarde impidiendo la unidad de mando, porque la colectividad salía de su infancia y, como es ley, tenía que adquirir experiencia a precios de caídas, dolores y crueles desengaños.
Al amanecer del día 16 circuló la noticia de que el enemigo había desembarcado en Punta de Tabaco. A las seis de la mañana salió a explorar el teniente Coppinger con ocho rifleros. A las siete se oían los primeros disparos en dirección del palmar. Tres obuses de montaña, que habían llevado la víspera al puesto avanzado, fueron colocados delante de la cerca que se alzaba frente al caserón de guano, detrás de la cual se habían desplegado los rifleros. Coppinger se batía en retirada por el palmar; cada vez oíamos más distinto el fuego de los españoles que avanzaban que a poco aparecieron en el horizonte, correctamente desplegados en guerrilla, cubriendo sus flancos con las palmeras.
En medio de la línea enarbolaron la bandera de oro y grana. Se ordenó al cabo Enrique Collazo hacerse cargo del servicio de obuses; como no había artilleros, un norteamericano se ofreció a servir el obús de la izquierda; el corneta Antonio Durio, el del centro y Collazo el de la derecha. Cerca de las piezas estaban Manuel Suárez y Gabriel González. El enemigo hizo alto y rompió el fuego. Los rifleros contestaron llenos de animación. Algunos gritaron:
¡Fuego a la bandera!
Y a poco, en el ruido del tiroteo, cayó al suelo la oriflama. El enemigo siguió avanzando hacia el pozo; al atravesar la cañada recibió un chaparrón de balas, pero no vaciló siguió avanzando, arrogante, impávido, con marcial lentitud. Refuerza su ala izquierda, de la que se destaca un grupo como de treinta hombres al mando de un alférez; excitados por la corneta que ordena la carga a la bayoneta, viene sobre nuestras piezas haciendo converger sus fuegos hacia ella.
El artillero norteamericano, que se disponía a disparar su obús, es derribado por un balazo en medio de la frente. Al mismo tiempo Durio, que tenía en tensión la correa del flector, recibe una herida, vacila, se bambolea, cae de espaldas y, al caer, como no abandona la correa, dispara su obús. Collazo, herido en una pierna, dispara la pieza que custodia. Estos disparos hacen cejar al enemigo que retrocede a incorporarse al ala de que había salido.
No había con qué cargar de nuevo los obuses. Durio, vuelto en sí echa a andar y se incorpora a los rifleros. Collazo arrastra su obús hasta el camino y se une a los rifleros que comienzan a replegarse hacia la casa en que se halla Cristóbal Acosta. Los primeros en el desfile llevan en hombros varios heridos, entre ellos a Gabriel González.
El enemigo avanzaba resueltamente hacia las piezas, los ocho rifleros que quedaron a retaguardia se retiran hacia la casa de Acosta, abandonando el puesto avanzado en el que quedaba Castro agonizando, atravesado el pecho de un balazo; a su lado el cadáver de Rueda con el cráneo despedazado; junto a la entrada, caído de bruces, el cadáver del joven Abreu, y más lejos, entre surcos de hortalizas, tendido boca arriba, el del mulato Chamizo, segundo corneta de los Rifleros.
El enemigo llegó al puesto avanzado, se apoderó de nuestros obuses lanzando estruendosos vivas, enarboló su bandera en lo alto del caserón y poco después lanzaba rachas de balas y torrentes de metralla sobre la casa de mampostería en que nos habíamos asilado con los treinta y seis hombres de Acosta, el cual, durante la primera parte de la acción, había permanecido allí sin enviarnos refuerzos ni quemar un cartucho.
Embriagado por su primer triunfo, el enemigo, a pase de carga, bayoneta calada, arremetió con tal ímpetu y bravura sobre la casa de Acosta, que se la abandonamos precipitadamente, dejando en su poder un expedicionario herido y llevándonos a cuestas a duras penas un soldado negro. Nuestro horizonte se nublaba, y como la nube de oro y grana de nuestro ocaso, se alzó en el terrado de la casa de piedra el pabellón de España.
Nos replegamos hacia el cocal, para parapetarnos tras de una cerca que lo acotaba. La cabeza de nuestra ala caía sobre el camino, destacándose en ella, caballero en hermoso alazán, la varonil figura del Dr. Sebastián Amábile. Resueltos a sostenernos en aquel sitio protegidos por los troncos de los cocoteros rompimos el fuego sobre la casa. Cristóbal Acosta, aprovechando el estado de los ánimos, nos decía:
—O nos, salvamos con la expedición o perecemos con ella.
En esto, del lado del Nipe se oyeron nuevos rugidos de cañones. Dos buques de guerra que cruzaban frente al cocal empezaron a foguearnos, con tan mala fortuna por la posición desventajosa que ocupaban y lo bajo del terreno en que nos hallábamos, que las balas de sus cañones pasaban rasando por copas de los cocoteros, arrancándoles algunas pencas que caían oscilantes como enormes plumas verdes, y amenazando tan de veras la casa de Acosta que a las dos de la tarde el enemigo, en parte hostigado por nuestro incesante tiroteo, abandonó esta posición volviendo al que fue nuestro puesto avanzado.
Corrimos a casa: el expedicionario que habíamos tenido que abandonar, había sido descuartizado a machetazos. El cañoneo de los buques, que amenazaba demoler la casa, y la metralla que desde el caserón nos lanzaban con nuestros obuses, nos impidieron volvernos a nuestras posiciones del cocal. En el extremo de la cerca, al lado de Amábile, siempre caballero en su alazán, estaba Valentín Goicuría. Los rifles seguían replicando a los obuses. De pronto vimos el caballo de Amábile, sueltas al viento las profundas crines, enarcadas las orejas, que huía, espantado a lo largo de la cerca. Al mismo tiempo oímos a Acosta que gritaba:
—¡Socorran a Sebastián Amábile!
Collazo, Cañals y un soldado, corrieron al lugar en que había caído Amábile, y como se aprestaran a cargarlo:
—Déjenme, —les dijo— puedo andar.
Cañals y Collazo revelaban en sus fisonomías el horror y la lástima. Lo asieron por los brazos y lo encaminaron hacia el puesto de Bobadilla. Cuando vi el rostro de Amábile quedé petrificado de espanto. La bala había penetrado por el pómulo izquierdo y salido por la frente, el ojo había saltado del cóncavo y le colgaba sobre la mejilla. Por la grieta de la frente se veía la sustancia del cerebro, el profundo y rojizo cóncavo manaba sangre y un líquido viscoso, que borraba la morada aureola de la grieta del pómulo. Como al andar, el ojo le azotaba el rostro, rápidamente y sin que nadie pudiera impedirlo, se lo arrancó de un tirón y lo arrojó sobre el monte.
—¡Por Dios, Sebastián!, —exclamó Collazo, — eso es matarte.
—No lo creas, —repuso Amábile. — mis horas están contadas.
Al llegar con el estoico herido cerca del puesto de Bobadilla, se nos unió, afable, solícito, el doctor Luaces. No era prudente permanecer allí por el cañoneo de los buques. Seguimos para el monte a la vez que un pelotón de norteamericanos al mando de dos oficiales, subían a puños por la ladera del cerro en cuya cumbre estaba Bobadilla, relumbrante pieza de bronce.
Uno de los oficiales preguntó a Collazo qué posición ocupaba el enemigo; Collazo, indicándole una línea gris que asomaba por encima del monte —el caballete del caserón de guano que tendría unas seis varas de altura le dijo que allí se habían replegado las fuerzas españolas.
Dejamos a Amábile, que se había desmayado, en el sombrío bosque, y volvimos al camino. La pieza de bronce, agazapada en lo alto del cerro como un tigre, era cargada a toda prisa. En el cocal el fuego era más intenso y continuo: Acosta y sus hombres mantenían su decisión con gallardía.
El día 20 abandonamos la península del Ramón y marchamos para el Jácaro, siguiendo después Bijarú. Aquí, transcurridos catorce días del combate, murió el doctor Sebastián Amábile. Sobrellevó sus crueles padecimientos con admirable entereza y pasmosa resignación. Su postrer adiós fue un grito de gloria”.
Con mucha razón José Martí, al leer este relato, incluido por Manuel de la Cruz en su “Episodios de la revolución”, le escribió; “Llame vil al que no llore por su Sebastián Amábile”. Y es muy cierto. Porque ante hombres de ese temple, con ese alto sentido del deber y de lo heroico, es cosa de lamentar llorando su sacrificio.







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