SAMUEL MORSE

Written by Libre Online

6 de mayo de 2025

Por HENRY THOMAS (1957)

Soñador empedernido, fracasado como pintor, aunque era un gran retratista, perseguido por la mala fortuna hasta edad avanzada, sus empeños tenaces se vieron por fin coronados por el éxito y logró dar a la humanidad una de sus más preciadas dádivas, introduciendo en el mundo una nueva era.

Hasta la edad de cincuenta años, la vocación de Samuel Morse era pintar; los inventos eran para él meros pasatiempos.

Tanto por educación como por temperamento, Morse era un artista creador. Nacido en Charlestown, un suburbio de Boston, el 27 de abril de 1791, sólo contaba cuatro años cuando trazó su primer dibujo —un retrato de su maestra, rayado con la punta de un alfiler en un cajón de gavetas.

Recibió poco estimulo por sus posteriores intentos de retratista —bocetos de los tipos pintorescos del litoral de Charlestown. Su padre, el reverendo Jedediah Morse, miraba con malos ojos aquellos dibujos e hizo cuanto estuvo en su mano por disuadir a su hijo de seguir carrera tan poco productiva. Norteamérica no tenía a la sazón ni gusto ni tiempo para gastar dinero en cuadros. Además, los artistas eran una caterva tan impía… Si Finlay —el nombre que le daban en la familia —estaba destinado a ser un hombre pobre, que por lo menos fuera un clérigo. Y con tal propósito el reverendo señor Morse envió al muchacho a Yale.

Allí el joven estudiante descuidó sus estudios clásicos, se interesó en conferencias sobre electricidad, y dedicó todo su tiempo libre a pintar. Sus condiscípulos, —encantados con su obra, lo agobiaban a pedidos de sus “perfiles” —a dólar por cabeza.

Y por todo eso, aunque de muy mala gana, sus padres consintieron en su “capricho” artístico.

Le permitieron estudiar con Washington Allston — “rara combinación de respetabilidad y genio.” Junto el famoso artista y su discípulo fueron a Londres.

Mas a pesar de su entusiasmo y su competencia, Morse no pudo vender ninguno de sus cuadros en Inglaterra.

Disgustado con la indiferencia del público, regresó a Norteamérica. Su confianza había cedido el puesto a la ansiedad. Estaba agobiado por una sensación de fracaso. Sin embargo—romántico que era-contrajo matrimonio y comenzó a formar una familia. Viajó de pueblo en pueblo, y aceptó encargos de pintar retratos a quince dólares cada uno.

Además de su esposa, tenía ya tres hijos que mantener. Durante algún tiempo continuó pintando y dando de comer a la familia con sus entusiasmos y sueños. Su esposa aguardaba pacientemente a que “llegara el barco de ellos”. Más al cabo sucumbió a la tuberculosis. Dos de sus hijos habían precedido a la madre al sepulcro. Todos los sueños de Samuel habían hasta entonces, terminado en el desaliento y la muerte.

Pero no cesaba de soñar. Y emprendió, por eso mismo, otro viaje a Europa; para perfeccionar más su arte, y, aunque no se percatara de ello a la sazón, para tropezar con la experiencia que había de llevarlo al abandono definitivo de su arte.

En su segundo viaje a Europa no sólo visitó Inglaterra sino también el continente. Allí examinó los viejos maestros e hizo un estudio científico de los colores y diseño que hacían sus cuadros tan agradables a la vista.

Y se mantenía informado sobre los últimos adelantos de la ciencia. Estaba especialmente interesado en el semáforo—- un sistema “telegráfico” usado en Europa para transmitir con relevo mensajes a grandes distancias por medio de una serie de torres de señales, cada una visible desde la próxima.

—El correo en nuestro país es demasiado lento — observó a un grupo de amigos—. Este telégrafo francés es mejor, y lo sería aún más en nuestra clara atmósfera, que aquí donde la mitad del tiempo la niebla obscurece el cielo.

En otra ocasión, discutiendo el semáforo, dijo:

— ¡Sí nos fuera posible encadenar el rayo para que transmitiera nuestros mensajes, eso sí sería algo!

Cada vez más, mientras meditaba en aquel tema, se convencía de que sería posible, de algún modo, obligar al rayo o a la chispa eléctrica servir de “conductor del correo”. Y halló una corroboración científica de su idea.

A bordo del barco en que viajaba conoció al doctor Charles T. Jackson, un joven médico de Boston que se pasaba la mayor parte de su tiempo libre en experimentos de laboratorio. Un día que hablaban de electricidad, el doctor Jackson observó que una corriente eléctrica podía pasar “instantáneamente” por un alambre extendido a lo largo de muchas millas.

–En ese caso –dijo Morse, – no veo razón por qué el pensamiento humano no pueda transmitirse instantáneamente por medio de la electricidad, de una parte, del mundo a otra.

—Yo creo que usted tiene razón —repuso el doctor Jackson—. Lo único que necesita es un imán eléctrico.

Esto, en substancia, fue el alcance de su conversación. Pero de aquella breve conversación nació el telégrafo.

Morse regresó, pues, a Norteamérica y entró —un poco contra su voluntad, acaso —en una nueva carrera. Se apartó de su arte— temporalmente, según creía — y “derivó hacia el refugio de todos los norteamericanos fracasados”. Se hizo inventor.

Otros habían hecho antes que él dos descubrimientos importantes. La electricidad podía transmitirse a grandes distancias por medio de alambres. Una barra de hierro blando, rodeada de alambre enrollado, por el cual pasara la electricidad, se convertía en un imán que podía emplearse en un dispositivo para hacer señales.

Estas ideas actuaron sobre Morse como una corriente eléctrica. Transformaron al artista en artesano, al poeta en inventor. La paga que recibía de sus estudiantes de arte en la recién fundada Universidad de la Ciudad de Nueva York —todavía enseñaba pintura por vocación— le bastaba justamente para comprar los aparatos necesarios a su primera serie de experimentos.

Y de esta manera trabajaba en sus inventos en su habitación de la Universidad.

Enfermedades, frustraciones, abatimiento… pero nunca desesperación. “Precisamente ahora experimento más sufrimientos mentales… que jamás antes… Mi profesión es la de un mendigo, existe de caridad… Sin embargo, la esperanza, en una forma u otra, me hace revivir en todo tiempo.”

Impelido por está esperanza se encerró en su alojamiento de la Universidad, tapizó las paredes con millares de pies de alambre de cobre, y prosiguió sus largas y pacientes exploraciones en busca del secreto de la transmisión eléctrica.

Ocasionalmente, a medida que progresaba su trabajo, introducía a algún espíritu afín en su saeta santorum para mostrarle el misterio de los “alambres parlantes”. Un día enseñó su mecanismo a Robert G. Rankin, un abogado de inclinaciones científicas.

—Usted no lo creerá, Mr. Rankin, pero al menos no se reirá de esto como el resto del mundo.

El inventor de cabello gris se movía por la habitación, explicando todas las partes de su mecanismo a su amigo.

—Este es un telégrafo electromagnético. Estos carretes, como verá usted, consisten en una línea ininterrumpida de alambre… La batería, con sus polos positivo y negativo, está conectada con un teclado… Note el extremo de cada palanca en el teclado. Cuando usted pega con la palanca contra el disco para enviar una señal, el contacto produce un impulso eléctrico en el alambre que conduce al disco. Una batería galvánica genera una corriente continua que va a parar a un electromagneto situado en el extremo distante del alambre. Este receptor electromagnético pone en acción una armadora que mueve un estilo en contacto con una cinta de papel, imprimiendo en ella puntos y rayas que el operador puede traducir en letras del alfabeto… Sencillo ¿verdad? ¡Y tan práctico!

Su amigo examinó cuidadosamente el mecanismo, y luego guardó silencio un rato. Por último, habló:

—Voy a serle franco, profesor, la cosa es bien simple, sí. Pero prácticamente me temo que sólo sirva como un juguete curioso. Y tal, a la sazón, era el veredicto casi unánime del mundo entero. 

Empero Samuel Morse continuó de modo persistente su trabajo. “Nada sino la conciencia de que poseía un invento… que ha de contribuir a la felicidad de millones de seres me habría sostenido través de tantas y tan dilatadas pruebas de paciencia”. 

Mas esto era sólo el comienzo de otra lucha. Intentó vender su telégrafo al gobierno, pero se tropezó con la oposición del Congreso. Año tras año discutía ese cuerpo el problema— y siempre con resultados negativos. A veces la situación parecía favorable— “todo el mundo aquí está convencido de las posibilidades de mi invento” — pero siempre ganaba la oposición al mismo.

El 3 de marzo de 1843 el Congreso se hallaba a punto de terminar sus sesiones. Ciento cuarenta ocho proyectos de ley aguardaban su turno en el calendario legislativo. Las posibilidades eran de que el Congreso no llegaría al proyecto de ley sobre el telégrafo antes de recesar.

Durante todo el día, Morse había estado sentado en la galería. Ya estaba bien entrada la tarde y aún no se hablaba de entrar a discutir el proyecto. Se puso el sol y se encendieron las luces.

—Me temo que el asunto está terminado, profesor. No llegarán al proyecto suyo antes de la hora del cierre— le dijo un amigo.

Morse regresó a su hotel en Washington. Calculaba que le quedaba el dinero suficiente para pagarse el viaje de regreso a Nuevo York.

A la mañana siguiente, cuando iba a sentarse a la mesa a desayunar en el hotel, se encontró con una visita. Era Anne Ellsworth, la hija del Comisario de Patentes.

—He venido a felicitarle, profesor.

—¿A felicitarme? 

—Sí, por haberse aprobado su proyecto.

—Temo que esté usted equivocaba, Miss Ellwworth. No es posible que hayan llegado a él anoche.

—Pues sí llegaron. Mi padre estaba presente cuando fue aprobado. Y vio al Presidente firmarlo a medianoche.

Le dieron a Morse $30.000 para tender una línea telegráfica de Washington a Baltimore.

Ahora pudo Samuel descansar de sus ajetreos. Pero sólo por poco tiempo porque la batalla no había terminado aún. Otros inventores se pusieron a discutirle el derecho a la patente. Algunos pensaban honradamente que tenían razón. Es característica peculiar de la especie humana que las nuevas ideas se alojan simultáneamente en muchos cerebros. En último análisis, el telégrafo —como tantos otros inventos— era un descubrimiento más social que individual.

Morse no estaba solo en su pretensión al descubrimiento del telégrafo. Otros hombres, como el Dr. Jackson, el profesor Henry, el profesor Wheatstone y el doctor Steinheil. hicieron un vigoroso intento de conseguir para ellos el crédito por aquella invención. Y Morse se les opuso con vigor también, luchó con todos los medios a su alcance para dejar sentado que él era el único descubridor del principio de la telegrafía.

En esta contienda tuvo éxito parcial pero no total. Después de mucho litigio, el Tribunal Supremo llegó a la conclusión de que, aún cuando Morse no era el único hombre que había inventado el telégrafo, si era el primero que había perfeccionado y patentado el instrumento adoptado por los Estados Unidos.

Y de esta suerte quedó por fin libre de las preocupaciones financieras que le habían venido royendo los zancajos durante más de cincuenta años. Pudo entonces permitirse el lujo de un segundo matrimonio. Y gruñirles a los honores que podían haberle estimulado en los años de hambre de su juventud.

Las ovaciones y las medallas y los títulos y las cruces que recibió, tanto en su patria como en otros países, no eran sino un nebuloso fondo para los cinco clarísimos días de su vida, el primero, en 1835, cuando les demostró a sus amigos la practicabilidad del telégrafo: el segundo, en 1840, cuando recibió su patente: el tercero, en 1843,cuando el gobierno le compró el telégrafo: el cuarto, en 1844, cuando transmitió de Washington a Baltimore su famoso mensaje: “¿Qué ha forjado Dios?”; y el quinto, en 1866, cuando Inglaterra envió por telegrama una felicitación a los Estados Unidos por el nuevo cable trasatlántico.

Estos cinco días en la vida de Samuel Morse marcaron el inicio de una nueva época —una era de comunicaciones más rápidas y, según esperaba él, de comprensión más amigable entre individuos y ciudades y naciones.

Tenía ya setenta y cinco años. La serenidad de la puesta del sol en un cielo despejado. Sus días de lucha habían pasado. Ya podía permitirse ser tolerante, y estar contento y tranquilo. Pero ocioso, no. Su energía, no agotada aún demandaba una cuota diaria de labor.

Ocupado de la mañana a la noche, con frecuencia hasta la medianoche, acopiando materiales para una historia de la telegrafía.

Y llegó joven a los ochenta y un años. Sus dos hermanos habían muerto. “Hoy más que nunca me siento movido a una mejora diligente”. Siempre devoto feligrés, leía la Biblia continuamente. “Me gusta estudiar el Libro-Guía del país hacia el cual me hallo a punto de zarpar”.

Y en el día final, cuando el médico le golpeó levemente el pecho en busca del revelador sonido de la pulmonía — “así es como nosotros los médicos telegrafiamos”— el paciente sonrió en medio de su dolor:

—Lo mejor está aún por venir.

Temas similares…

LOS GORDOS

LOS GORDOS

Por ELADIO SECADES (1957) Hay un tipo de deporte que casi nadie se ocupa de estudiar. No es el deporte que se...

0 comentarios

Enviar un comentario