Por Amalio A. Fiallo (1954)
»El pueblo cubano parece inconsistente y frívolo en los días bonancibles, pero sabe en las horas serias y en los momentos graves colocarse a la altura de las exigencias de su decoro y de su seguridad y velar por su fama de tierra de hombres dignos y amantes del derecho y de la libertad».
Juan Gualberto Gómez.
Y a Gerardo Machado se ha prorrogado arbitrariamente en el poder, tras la reforma en el 28 de la Constitución de 1901, cuando la limpia figura de Juan Gualberto Gómez le expresa diáfanamente su pensamiento al respecto, al doctor Rafael Guas Inclán, entonces colaborador del, ahora presidente, por designación del gabinete de Fulgencio Batista, de la flamante “Comisión Organizadora de los Actos y Homenajes de Juan Gualberto Gómez y Ferrer”. “Cooperar en cualquier forma —le dice- con algunos de los poderes de facto, nacidos con este vicio de origen paréceme que sería aceptar, más o menos, su legitimidad, lo que rechaza mi conciencia amante del derecho y repudia mi corazón de incansable luchador por la libertad, la democracia y la dignificación de nuestro pueblo”.
La historia de su vida —entregada, sin un solo desfallecimiento, a la defensa de los principios insoslayables de la Revolución Cubana— no le permitía pensar de otro modo. Aquel gallardo ideal que lo trajo, desde el sosiego de la vida parisina, a los riesgos de la conspiración frente al poder metropolitano español, que lo convirtió en el proscripto de Ceuta y que le puso las armas en la mano el 24 de febrero en Ibarra, no podía tener, en su conciencia sin dobleces, el vuelco de amparar en la República “con formas más aparentes que reales”, el “Espíritu autoritario ni la composición burocrática de la colonia”. Para el logro de un régimen “de sincera democracia” se había desangrado, en una guerra espantosa, el pueblo cubano y no para erigir —si bien bajo la bandera tricolor y a los Acordes del Himno de Bayamo—un régimen de “tiranía y usurpación”.
La República “con todos y para todos” —única que valdría las lágrimas de nuestras mujeres y la sangre de nuestros bravos— no podía convertirse, sin la protesta airada de Juan Gualberto, en feudo ni capellanía de nadie. Para los continuadores de Weyler quedaría el afán de mandar en Cuba “como se manda un campamento”, no para los continuadores genuinos de los mambises, guardianes celosos de las libertades públicas.
No ha tomado posesión Gerardo Machado de la presidencia de la República y comentando el discurso en que, como presidente electo, éste promete en Columbia no utilizar el ejército para las contiendas públicas, nuestro patricio afirma que “hay que pedirle a Dios que le dé todas las fuerzas necesarias para cumplir fielmente su promesa”. Subraya que los poderes en una República nacen enfermos cuando no vienen asistidos del favor popular. Que la imposición, sin apoyo mayoritario ni fuerza moral, apela a medios tortuosos para mantenerse. Y no ha cumplido aquel gobierno tres meses en el poder cuando la palabra previsora del gran demócrata le recuerda: “El pueblo cubano odia el despotismo, la arbitrariedad y la soberbia de los gobernantes”. Entregado, finalmente, “el egregio” —con el látigo en la mano— al crimen y al latrocinio, el revolucionario que no estaba hecho para la complicidad de contemplar en calma la consumación de un crimen, se entregaría, sin vacilaciones, al combate por la restauración de las libertades perdidas.
Más de setenta años de edad no aplastarían el entusiasmo rebelde del hombre que “nunca perdió la fe en los destinos de nuestro pueblo”. Sabría siempre, como lo supo el Maestro,, “que los pueblos, como las bestias, -no son hermosos cuando bien trajeados y rollizos cabalgan al amo burlón, sino cuando, de un vuelco altivo, desensillan al amo”. A Machado, y en Machado a todos los que se empecinaran en proclamar el derecho de la fuerza, mandando desde un cerco de bayonetas, le cita la frase de Cavour: “Con el estado de sitio, cualquier imbécil puede gobernar”.
En verdad todos los gobiernos cubanos, de Don Tomás a Machado, recibirían el impacto de su fiscalización justiciera y valiente. “Lo que busco es que la República inspire a todos confianza por la lealtad de sus procedimientos y su respeto a todos los intereses legítimos” … “Es preciso que la República sea mejor que los regímenes anteriores”, proclama en los albores republicanos.
El respetuoso acatamiento a la voluntad popular, el estricto cumplimiento de la Constitución y las leyes, el virtuoso ejercicio de todas las magistraturas y la defensa sin vacilaciones de los intereses populares, son para él presupuestos indispensables a la buena administración de la cosa pública, en el ordenado desenvolvimiento de una genuina democracia… “Todos deben saber que pasaron para siempre los días de prevaricación y escándalo”.
Si Estrada Palma, como candidato presidencial recibe el apoyo del primer gobernador militar y éste no accede a otorgar lo que se le reclama como garantía de imparcialidad en las elecciones. Juan Gualberto exclama, con palabras que recobran actualidad en este minuto que vivimos “habrá comicios, pero no elecciones… De las urnas saldrán los representantes de un pueblo como salen los empleados de la pluma de un ministro… Preferimos el amargo aislamiento a la victoria vergonzosa de su segurísimo triunfo».
“Antes que la paz quiero la libertad de la Patria y la conservación de los ideales revolucionarios” ratifica más tarde cuando nuestro primer presidente —amalgama de honradez en lo económico y empecinamiento en lo político—se inscribe en el partido Moderado, lo utiliza como instrumento de su reelección y nombra el Gabinete de Combate, tropa de choque contra sus adversarios.
Quien piensa que “la República tendrá gobernantes honrados o perecerá en la anarquía cubierta de oprobio y de baldón” y da el ejemplo de una vida modesta, sin el disfrute ilegal, de una sola prebenda gubernativa, es un opositor temible de todas las irregularidades administrativas.
“Tiburón se baña, pero salpica”, dirá el cínico gracejo de los que estarán dispuestos a perdonar los “negocios” de José Miguel Gómez, con tal de que les alcance alguna participación en las ganancias. Pero Juan Gualberto será de los que se mantendrán a distancia, sin aceptar, por distinguido que aparezca, ni un solo cargo: así conservará la independencia necesaria a su función moralizadora. Los consejos en contrario— ¡siempre los consejos de la mediocridad ramplona! —no conseguirán ablandar su carácter para las concesiones cómplices. A uno de tales consejeros que lo visita, acaso como emisario del Presidente, le responde con su historia en punto al dinero: «Cuando niño el dinero que me daban mis padres lo gastaba en dulces que yo daba por botones a los demás muchachos. Con los años, amigo, no he variado en nada. Sigo siendo el niño de antes. El dinero lo doy por cualquier cosa. “Lo único que no cambio es el decoro”.
Si Menocal, da espalda a los intereses del pueblo, permite el medro del capitalismo extranjero, se entrega a afanes reeleccionistas y acentúa el caudillismo (“mira que viene el mayoral sonando el cuero”, dice la conga vocinglera aludiéndole), Juan Gualberto se levanta en su escaño de Representante para dejar constancia de su honda preocupación cubana: “Me inspira inquietud y zozobra, afirma, pues va a poner en peligro la República, y no hay Presidencia que valga el sacrificio de la República …” “La reelección es un crimen”, dice repitiendo a Máximo Gómez.
De Alfredo Zayas, él que sería llamado “más Zayista que Zayas”, se aleja cuando el académico mandatario, entre discursos floridos y asiáticas habilidades, comienza a incumplir los compromisos contraídos.
Así se enfrentaría siempre a las extralimitaciones o a las negligencias del Ejecutivo, sin que quedaran, tampoco al margen de su visión de estadista honrado, los demás poderes del Estado, ni las diversas instituciones republicanas.
Piensa que en la independencia, la preparación y la virtud de los Magistrados está la garantía del feliz desenvolvimiento del Poder Judicial. “Nuestro país como culto y civilizado que es no puede vivir sin que en él impere, entera y robusta, la justicia, resorte de la vida moral”. Esto dice desde el Congreso refiriéndose al Poder Judicial y condena las injerencias de los demás poderes en sus altas funciones de administrar justicia… No precisa, ciertamente, mucha imaginación para afirmar la actitud que asumiría hoy el gran repúblico ante la actuación de muchos señores magistrados que, en este minuto doloroso de Cuba, no han dudado en entregar sus togas para almohada de la usurpación. Como no podemos negar que aplaudiría, con orgullo de cubano, el gesto levantado de los que. defensores del derecho del pueblo, han echado su suerte del lado de la libertad y de la justicia.
Para cuando en Cuba, reconquistadas sus libertades, ahora escarnecidas, tengamos nuevamente Congreso, habría que escribir, donde todos las vieran, en la “Casa de las Leyes”, estas palabras del Juan Gualberto congresista: “El Congreso tiene que velar por la garantía del libre ejercicio de sus funciones, pero no puede ser asilo de delincuentes comunes”. La inmunidad parlamentaria, para este honesto representante del pueblo, no debe convertirse en patente de corso para delinquir.
La observación del proceso histórico Latinoamericano, con sus castas militares envanecidas, con sus traidores golpes de estado, con el imperio del sable sobre la ley, lo lleva a repudiar para nuestro país, el ejército permanente, verdadero peligro para la democracia. Piensa que una organización de tipo policiaco basta para la custodia de nuestros campos; y para la defensa nacional propugna las milicias ciudadanas con la organización de un servicio militar popular y obligatorio.
“Ma” Concha, la esclava del Ingenio “Vellocino” no se había equivocado, según vemos, frente al futuro del hijo de Fermín Gómez y Serafina Ferrer, nacido el 12 de julio de 1854… El “pardito” que no permite un vejamen ni soporta una imposición de los compañeros de juego, entre los que figuran los hijos de los dueños, será, con los años, “un hombre muy grande”… Como que encarnaría, al precio de todas las abnegaciones, un excelso ideal de redención humana. La injusticia —llamárase discriminación, poder colonial, imperialismo o dictadura — le tendría por enemigo insobornable… Un día Sabanilla del Encomendador, pueblo a que pertenece el Vellocino, cambiará su nombre, en honroso gesto de agradecimiento hacia el hijo ilustre, por el de Juan Gualberto Gómez…
Sus hermanos de piel negra no contemplarán, bajo el látigo inclemente, del mayoral y sumidos en Ia oprobiosa ignorancia, el olvido de quien pudo haber disfrutado egoístamente de la emancipación comprada para él por sus padres, en el claustro materno o del saber acumulado en La Habana o en la culta Francia.
Ni su libertad, ni su cultura lo autorizan, para virar las espaldas al prójimo humillado. Ambas, libertad y cultura, serán para él —sin mirar “de que lado se vive mejor, sino de que lado está el deber”— instrumentos al servicio de la dignidad humana.
Lejos de la Colonia esclavizada, en España, piensa en los negros de su Patria: “Aquí tenéis un esclavo de Cuba —exclama— aquí tenéis a uno de aquellos desdeñados que presencia vuestros sentimientos. Porque si yo debo al acaso la fortuna de haber nacido libre, si mis sentimientos al igual que mi instinto me dan la seguridad de que jamás podría vivir sin libertad, en tanto que uno solo de mis hermanos arrastre la pesada cadena de la servidumbre, yo me sentiré esclavo como ellos porque su afrenta está en mi frente estampada y su dolor encuentra eco en mi pecho”.
Imbuido de un noble afán de confraternidad entre todos los hombres, su tarea no será banderín de enganche para auspiciar, demagógicamente, logrerías personales, ni para azuzar odios ni resentimientos. “Pero tampoco esquivaría el tema. No es para rebajar al blanco —dice— sino para elevar al negro”. “Desde el instante que en la esfera pública y social —afirma— no existan entre negros y blancos pretensiones y anhelos privativos de los individuos de una raza, no habrá agrupación de raza posible, dejando de existir el hombre de raza para dar nacimiento al hombre sin adjetivos”… “Dígase hombre y se habrán dicho todos los derechos” exclamaría su hermano de ideales José Martí.
Para los rezagados racistas de hoy —que existen, afirmen lo que afirmen los observadores miopes— como para los racistas de su tiempo, Juan Gualberto se vería en la necesidad de mostrar ejemplos contundentes de su propia vida, desarmando sus sofismas antihumanos: “la mulata a quien debo el ser en punto a honradez, castidad y virtud, puede aceptar la comparación con la mujer blanca más merecedora de la estima pública”. Como en su época aplaudiría todo paso sincero que se diera en el camino de la fraternidad cubana y condenaría —sin disimulos— cada asomo de divisionismo, bajo la bandera de la República, que él quisiera ver triunfante, “una y cordial”, para el disfrute del derecho de todos.
Y si su anhelo igualitario no admite prejuicios, su cubanía entrañable no permite mixtificaciones. Hombre de una sola pieza, vertical en la conducta y diáfano en la expresión, intransigente, hasta el sacrificio, en los principios que sustenta, no será él de los que cancelen el ideario de la manigua, a la salida de las tropas españolas de nuestro territorio.
No se habían empuñado las armas para otra cosa que no fuera la independencia cubana, en generosa función de americanidad: la independencia de la Patria “que desde sus trabajos de preparación y en cada uno de ellos, vaya disponiéndose para salvarse de los peligros internos y externos que la amenacen”… La Patria que cumpliera “en la vida histórica del continente, los deberes difíciles que su situación geográfica le señala”. No es para cambiar la dependencia a Madrid por la servidumbre a Washington o a Wall Street, para lo que el pueblo de nuestros mayores asombros al mundo con su gesta libertadora.
Si la esclavitud del negro y las coyundas coloniales mantienen a Juan Gualberto Gómez en perenne postura de vigilia, las acechanzas del imperialismo, vale decir, las viejas pretensiones estadounidenses en relación a Cuba, lo encuentran siempre -—símbolo de nuestro pueblo— en la denuncia de sus maniobras y en la organización de la defensa de nuestra soberanía.
“Yo no soy hombre de los que se archivan” es la respuesta que utiliza para rechazar, desde sus agobios económicos, el bien retribuido cargo de Jefe del Archivo Nacional con que el primer Gobernador Militar yanqui, quiere atraerse al integérrimo cubano… Leonardo Wood, el inescrupuloso enviado del Norte le llamará en los mensajes a su gobierno, demagogo y racista, agitador de dudosa moralidad y tratará de impedir su elección como delegado a la Asamblea Constituyente. Más el pueblo oriental le otorgará sus votos y le sacará triunfalmente… Mientras haya un solo pecho de cubano, libre de malsanos complejos de inferioridad, latirá emocionado ante el recuerdo de sus batallas antiimperialistas en el seno de aquella Asamblea. Con lógica irrebatible y con altiva independencia de juicio, fue refutando la falacia de los argumentos en que los Estados Unidos pretendieron basar su derecho a intervenir en nuestros destinos como pueblo.
“Reservarle a los Estados Unidos la facultad de decidir ellos cuándo está amenazada la independencia, y cuándo por lo tanto deben intervenir para conservarla, equivale a entregarles la llave de nuestra casa, para que puedan entrar en ella a todas horas, cuando Ies venga el deseo, de día o de noche, con propósitos buenos o malos” … Que no escondan, por lo tanto los Estados Unidos, su garra imperialista, bajo la afirmación de que pretenden “conservar la independencia cubana”, porque el delegado Oriental se encargará de recordar desde el escaño que “si los Estados Unidos tienen interés en conservar la independencia cubana, mucho más debe tener el pueblo de Cuba”.
Ni que se escuden tampoco en la afirmación de que el derecho a la intervención será utilizado para “el mantenimiento de un gobierno ordenado” porque así “sólo vivirán los gobiernos cubanos que cuenten con su apoyo y benevolencia;… condenados a vivir más atentos a obtener el beneficio de la Unión, que a servir y defender los intereses de Cuba”.
…Los anexionistas de nuevo cuño, siempre genuflexos ante los dictados norteños, encontrarían hoy, de frente, —denunciándoles su ruin entrega de nuestra política y de nuestra economía— al irrepetible mantenedor de nuestros atacados derechos nacionales. En este punto, como en los demás, el programa de la Revolución Cubana no le encontraría, seguramente, entre los arrepentidos, ni entre loa traidores.
Al cumplirse, un año más de su nacimiento y desaparecido ya del palenque ciudadano, el ejemplo de la vida y las directrices del pensamiento de Juan Gualberto Gómez siguen siendo armas de combate.
La razón de su presencia viene dada por la perdurabilidad, a estas horas, de males contra los que se irguió en su tiempo y para la erradicación de los cuales nos dejó la pauta a seguir.
Homenajearlo es algo más que cumplir honroso deber de hijos agradecidos. Es darle satisfacción a una necesidad profundamente sentida por los pueblos en sus momentos de congoja: la de asirse a sus grandes conductores del pasado. A los que en su tiempo vieron claro, señalaron el camino y lo siguieron sin titubeos medrosos ni arrepentimientos claudicantes. Por ser voces entrañables de la Nación, se las escucha con más confianza: en ellas lo sectario no disminuye la magnitud del consejo. El de Juan Gualberto Gómez, es, pues, mensaje que tiene vigencia en esta hora de tinieblas. Asimilarlo y serle fiel es como encender faros orientadores o como levantar antorchas guiadoras.
Los hombres que a su hora actúan como él, siguen vivos en cada uno de los sucesores que cumplen sus consignas.
Juan Gualberto nace de nuevo al combate, en un nacimiento más cabal que el de aquel 12 de julio de 1854, en Vellocino, en cada gesto rebelde del pueblo cubano ante las cadenas que él nos enseñó a deshacer.
No es únicamente nombrándole “Gran Ciudadano” —como le acaba de nombrar el Consejo de Ministros de la Usurpación— como se le rinde el homenaje puntual a la figura del gran revolucionario. Ni su invocación por los violadores de sus principios, borrará la imagen cabal que el pueblo se tiene forjada del verdadero Juan Gualberto Gómez.
…Machado pretendió un día atraerse a su opositor otorgándole la “Gran Cruz” de Carlos Manuel de Céspedes: Juan Gualberto la aceptó como tributo de la República, pero al recibirla dijo estas palabras: “No tengo esta noche ideas distintas a las que tenía ayer. Y el General Machado ni un solo instante ha creído que yo habría de cambiar mi cerebro, ni habría de variar mis sentimientos. No hay tal. El Juan Gualberto con cruz es el mismo Juan Gualberto sin cruz”. ¿No respondería ahora en igual forma, al festejo oficial, de los que traicionan la obra de los fundadores, mientras les siguen invocando hipócritamente? No, no podrán homenajearlo sinceramente los que en esta hora ocupan un lugar que él no hubiera ocupado: los divisionistas con pujos raciales, los servidores de la dictadura, los salteadores del erario, los defensores de la explotación extranjera, los amparadores de privilegios, los reaccionarios, siempre interpuestos en el camino progresista del pueblo. Para hacerle el homenaje preciso al combatiente sin claudicaciones, al demócrata sin desvíos, al cubano sin humillación que hubo en Juan Gualberto Gómez, habrá que ocupar la trinchera de dignidad popular desde la que él mismo, tan presente como antes, sigue batallando por la unidad, por la justicia, por la independencia, por la democracia, por la libertad de los cubanos.
Vivir en forma que Weyler hubiera aplaudido o como Wood hubiera recomendado y cantarle loas al Juan Gualberto Gómez, enemigo de los que ambos significan, es una contradicción imperdonable.
0 comentarios