Praga, Viena y Budapest, un viaje por el corazón de Centroeuropa

Written by Libre Online

24 de junio de 2025

Un viaje por Praga, Viena y Budapest es un recorrido por la historia, la arquitectura y la cultura de tres ciudades que, durante siglos, fueron el corazón del desaparecido Imperio Austrohúngaro. Cada una conserva su alma propia, su estilo y su legado, ofreciendo al viajero una experiencia que va más allá de lo meramente turístico: es una inmersión en las distintas capas de un pasado imperial que aún late en sus calles, plazas y palacios.

Por Amalia González Manjavacas

Desde la magia medieval de Praga hasta la elegancia clásica de Viena, pasando por la vibrante fusión de oriente y occidente que define a Budapest, este triángulo centroeuropeo revela un mosaico de culturas, tradiciones y visiones del mundo que han modelado Europa a lo largo de los siglos. Tres ciudades, tres historias, un mismo hilo que une el esplendor y las ruinas, la memoria y la modernidad. 

Praga, la “Ciudad de las 

Cien Torres” 

El viaje comienza en Praga, ciudad de niebla y piedra, de torres góticas y callejones empedrados, que recibe al visitante con la majestuosa silueta de su castillo: la fortaleza más grande del mundo, erguida sobre la colina que vigila el río Moldava. Desde allí, la estilizada Catedral de San Vito domina el horizonte con sus altas agujas, alzándose sobre la ciudad que fue testigo de coronaciones reales y sepulturas imperiales.

La Catedral de San Vito es la mayor expresión del arte gótico en Praga. Su construcción, iniciada en el siglo XIV, se prolongó durante siglos, interrumpida por guerras y conflictos. En su interior brillan las vidrieras de intensos colores, algunas diseñadas en el siglo XIX por el célebre Alfons Mucha, que inundan de luz y matices la solemnidad de sus naves.

Bajando hacia el Moldava, el puente gótico de Carlos —uno de los símbolos de la ciudad— ofrece al paseante la experiencia de un tiempo suspendido, sobre todo de madrugada, cuando Praga aún duerme. Mandado construir por el emperador Carlos IV a mediados del siglo XIV para sustituir a otro puente arrasado por una riada, sus 516 metros de longitud y 16 arcos de piedra lo convirtieron en paso estratégico entre Oriente y Occidente durante siglos.

El Puente de Carlos une la Ciudad Vieja con el barrio de Malá Strana y asciende suavemente hacia el Castillo, como un trazo que enlaza el esplendor medieval con el presente. A sus pies, la Plaza de la Ciudad Vieja —con su célebre reloj astronómico— late como el verdadero corazón de Praga, donde la vida bulle entre iglesias góticas, palacios renacentistas y fachadas barrocas que recortan el cielo de la ciudad.

Pero Praga es también la ciudad de Jaroslav Hašek y de su inolvidable personaje, el buen soldado Švejk, antihéroe ingenuo y burlón que recorre —sin comprender del todo, o fingiendo no comprender— el absurdo engranaje militar del viejo Imperio Austrohúngaro, condenado al derrumbe sin razón clara. En sus páginas, como en las calles de Praga, resuena la ironía, el humor negro, el escepticismo centroeuropeo que se burla de los delirios de grandeza de la Historia y de los imperios que pasan.

Hay algo inquietante, casi perturbador, en Praga. Como si la ciudad entera estuviera hecha de la misma materia que los sueños asfixiantes de Kafka, que la llamó «una pequeña madre con garras», protectora y asfixiante a la vez. 

Viena, elegancia imperial

A poco más de 300 kilómetros de Praga, la silueta de Viena se alza con un espíritu distinto. Poca distancia separa ambas ciudades, pero el cambio es profundo: de la magia sombría de la capital checa se pasa a la elegancia ordenada y luminosa de la metrópoli austríaca, diseñada para impresionar con su grandeza imperial.

Todo en Viena respira ambición de permanencia: los palacios del Hofburg y Schönbrunn recuerdan el esplendor de los Habsburgo; la Ringstrasse, la gran avenida circular, despliega una sucesión de edificios majestuosos —la Ópera Estatal, el Parlamento, el Ayuntamiento, el Museo de Bellas Artes— que parecen evocar la ambición eterna de los Habsburgo. 

En el corazón de la ciudad se alza la imponente Catedral de San Esteban, soberbio ejemplo del gótico centroeuropeo tardío, con su inconfundible tejado de mosaicos vidriados y su aguja que rasga el cielo vienés. 

Pero bajo esta imagen de esplendor late otro pulso más sombrío: el de los cafés oscuros y las librerías decimonónicas, la melancolía de un imperio que nunca aceptó del todo su final. “El mundo entero está arruinado, y eso es lo que lo hace interesante”, escribió Robert Musil, que retrató con precisión en El hombre sin atributos la lenta descomposición de la monarquía austrohúngara.

Esa conciencia del ocaso se percibe en cada rincón: en Freud paseando por Berggasse; en Stefan Zweig evocando con tristeza la Viena dorada de su infancia; en Klimt, Schiele y Kokoschka, que quebraron las formas mientras el siglo XIX se resquebrajaba. En el Café Central —ese museo vivo de terciopelo y madera donde alguna vez leyeron Trotsky, Hitler o Tito— todavía flota ese aroma de grandeza gastada, de esplendor que se resiste a desaparecer.

La música clásica es parte del alma de Viena: asistir a un concierto en la Ópera Estatal o en la Sala Dorada del Musikverein es participar de una liturgia secular. Pero también sus museos, como el Kunsthistorisches Museum o el Leopold Museum, guardan tesoros que revelan la intensidad de una ciudad donde el arte siempre fue testigo de su grandeza… y de su caída.

Budapest, la perla del Danubio 

Budapest se encuentra a apenas 240 kilómetros de Viena, un breve trayecto en tren siguiendo el curso del río que une y separa a la vez, frontera natural entre mundos y culturas. La ciudad revela un espíritu diferente: aquí todo es más intenso, menos pulido. Las avenidas se abren anchas, los edificios son monumentales, y las cicatrices de la historia permanecen visibles a cada paso.

Si Praga es la ciudad de Kafka, y Viena la de Musil y Freud, Budapest es la de Sándor Márai, cuya prosa sobria y melancólica parece surgir de estas calles donde Europa parece deshilacharse. La ciudad partida en dos, Buda y Pest —colinas y llanura— posee un alma dividida.

En la orilla oeste, Buda ofrece el castillo, la iglesia de Matías y el Bastión de los Pescadores: torres blancas que vigilan el Danubio y miran hacia Pest. Al otro lado, en la orilla este, se erige el Parlamento húngaro, enorme y neogótico, que se refleja en las aguas del río. La avenida Andrássy conduce a la Plaza de los Héroes, donde los monumentos a los antiguos líderes magiares intentan fijar una identidad tantas veces desdibujada.

Los baños termales —Gellért y Széchenyi— son parte esencial de la experiencia budapestina. Sumergirse en sus aguas calientes, ya sea bajo cúpulas centenarias o al aire libre, es bañarse en la historia misma: romana, otomana, austrohúngara.

Budapest es también un espejo de contradicciones. Centroeuropea pero con raíces balcánicas, occidental pero con ecos turcos, elegante y desgastada, espléndida y herida. “El comunismo cayó como una tienda mal montada”, escribió György Konrád, y es verdad: en Pest aún quedan rastros de esa frágil estructura, mezclados entre delicadas fachadas art nouveau y los bloques del brutalismo soviético.

La ciudad recuerda su historia. Roma dejó aquí Aquincum, una ciudad en el límite del Imperio. Luego Bizancio con sus cruces y cúpulas, cuya huella permanece difusa. Más tarde, los Habsburgo intentaron imponer la geometría vienesa con palacios, avenidas y plazas. Y finalmente la etapa soviética, la Budapest gris de posguerra, la de los tanques aplastando la insurrección de 1956, la de los monumentos soviéticos que aún resisten el paso del tiempo.

Praga, Viena y Budapest representan distintas formas de ser Europa. Praga, con su historia de herejías y poder; Viena, epicentro de la modernidad y el orden imperial; Budapest, testigo de tensiones y transformaciones profundas. Las une la historia del Imperio Austrohúngaro, un proyecto político complejo que colapsó en 1918, dejando un legado de diversidad cultural y tensiones históricas.

De Kafka a Freud y Márai, estas ciudades recuerdan que la historia no es una simple cadena de hechos, sino un entramado conflictivo de ideas, logros y contradicciones cuya complejidad definen las múltiples identidades de ser Europa.

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