Por heliodoro García Rojas (1935)
I
El 19 de mayo de 1902, el capitán del Ejército Libertador Ricardo Peñate, tuvo que madrugar, allá en el lejano veguerío de San Juan de los Remedios, en la región villareña, y realizar un largo y penoso viaje a caballo para tomar, en la poética Villaclara, el tren de La Habana. Esperaba colmar su espíritu de patriota y de cubano con el inmenso regocijo de presenciar el fausto acontecimiento de la instauración de la República, soñada por tres generaciones de tenaces visionarios.
El alma no le cabía, de puro gozo, en el cuerpo al Capitán Peñate. Su arrogante contextura de guajiro criollo, curtido en los albores de su primera juventud en las duras faenas del recio trabajo campesino, y templado después en los tres años de su vida de insurrecto, pródiga en responsabilidades y peligros, fecunda en privaciones y sobriedades y chapada en los moldes del deber y la disciplina, resaltaba ahora, con caracteres precisos, bajo la severa marcialidad del flamante uniforme de gala, por primera vez vestido por él, como por la mayoría de aquel Ejército maravilloso que, con los más precarios recursos de indumentaria, de refacción y de combate, había sabido arribar a la cima luminosa del triunfo y la victoria.
Modesto y sencillo en sus ademanes; discreto y correcto en el lenguaje; sin jactancias ni estridencias en el comentario de las cosas de la guerra, aunque con el firme y exacto convencimiento del valer que, por su participación en la épica contienda le correspondía, el Capitán Peñate consideraba su viaje a la capital como el epílogo de sus trajines de guerrero; como el punto final del episodio viril, preñado de sacrificios y dolores, que habían hecho de él o el obscuro e ignorado guajirito cubano, de familia humilde y menesterosa, el heroico y triunfante soldado de la Patria; el ciudadano de la ya próxima República soberana, que había ayudado a forjar con su machete de libertador, y a la que esperaba prestigiar y mantener en lo futuro con su noble y bien encaminado esfuerzo de cubano.
La primera etapa del viaje en ferrocarril se deslizó para el Capitán como por un apacible remanso de recuerdos y emociones: —el encuentro, en cada Estación, con los buenos camaradas y los jefes cordiales, compañeros todos en la lucha homérica, y cuyas pláticas, sabrosas revivían los innumerables azarosos incidentes de la vida de la manigua; el cruce del tren por los lugares que rememoraban las batallas sangrientas, las simples escaramuzas, o los asaltos inverosímiles; pero que todos hayan dejado sus nombres esculpidos con caracteres imborrables de epopeya en las páginas de la historia patria; la visión, siempre risueña, alegre y poblada de encantos sugestivos, de la campiña cubana, con el sello de su eterna primavera, pictóricas de verdores incomparables, que deslíen en las tonalidades del paisaje toda la gama de sus variados matices; desde el esmeralda vivo de los cimbreantes cañaverales y el verdinegro obscuro de las pencas de las palmas, hasta el verde botella de las faldas lomas que, en la lejanía, recortan sus perfiles verde grises, sirviendo como de marcos al lindo panorama del circuito de valles peregrinos, cuajados de arboledas coposas, cuartones cultivados, entre los que destacan sus techumbres pardas los clásicos bohíos, y aquí y allá, como símbolos de trabajo y poderío, heraldos de la primera industria cubana, las gigantescas chimeneas y los plateados techos de los ingenios, hacia los que convergen las cintas blancas de las carreteras y las bermejas ondulaciones de los caminos vecinales.
La somnolencia y el ensimismamiento, característicos de los largos viajes, sobrevinieron después, y según se aproximaba a la provincia de su nacimiento, el ánimo de Peñate se fue poblando, irremediablemente, de evocaciones dolorosas. Recordó su triple éxodo, a través de la Isla, ocasionados, el primero y el último, por motivos que llenaron su corazón y su pensamiento en imborrables amarguras.
El abandono de su hogar, en mayo del 95, en el fértil y animado sitierío de Nazareno, cerca de Managua, en la provincia de La Habana, donde tuvo que dejar a sus pobres viejos con el alma desgarrada al ver que se les iba, quizás si para siempre, el único pedazo de sus entrañas; el horror de la noche trágica, orlada de sangre, que puso pavor y espanto en el ánimo de todos los vecinos del contorno, y dejó la desesperación y la muerte en el seno de dos honradas y modestas familias campesinas; la última entrevista con Rosa María, la guajirita de pura cepa criolla, linda y casta, de ojos brilladores y cabellos azabachados; la mejor cantadora de tonadas, con décimas patrióticas subversivas, y la más fina bailadora de danzones de la comarca, quien le dio, bajo el colgadizo de yaguas del bohío, anegada en lágrimas, el primero y último beso en “prenda de amor eterno”, la noche en que se alzó del sitierío, para emprender, a renglón seguido, su larga peregrinación, erizada de enormes dificultades y peligros, como simple “pacífico”, hasta las serranías de Oriente, para lograr su caro objetivo de incorporarse a las fuerzas de Antonio Maceo, por quien sentía irresistible simpatía y admiración instintiva, como ejemplo edificante de caudillo y de patriota.
Recordaba después el “paseo”,—como él solía llamarle—triunfal y estupendo, sin paralelo en los anales de las revoluciones americanas, de la insólita Invasión, en la que figuró como simple soldado de la escolta del Lugarteniente, desde el toque de diana de Baraguá hasta el cabildo insurgente del criollísimo Mantua; con los intermedios gloriosos de Iguará, Mal Tiempo y Coliseo y aquella especie de “rosario” de rendiciones de pueblos habaneros, Melena del Sur, Güira de Melena, Alquízar, Ceiba del Agua, Punta Brava y Hoyo Colorado, que colmaron el pánico y el estupor de los que, desde la capital de la Isla, llamaban “partidas” y “cabecillas” a lo que fue realmente avalancha fervorosa de patriotas que, en columna de titanes, llevaron de un extremo a otro de la tierra desventurada y esclavizada, la antorcha de la libertad a cuyos rojos resplandores irradiaban el sacrosanto lema de “Independencia o Muerte”.
Rememoraba luego el capitán Peñate, como un confuso tropel de pesadillas, las rudas y sangrientas campañas de la Vuelta Abajo donde siempre a las órdenes del general Maceo, peleó como bravo en Montezuelos y Tumbas de Estorino; y en los veintidós famosos combates de las Lomas de Tapia, de los que salió con las estrellas de Capitán y la orden difícil de burlar la Trocha, para llevar a la provincia de La Habana correspondencias importantes del Lugarteniente. Su llegada, a tiempo, al campo infortunado de San Pedro en Punta Brava, para tener la desdicha inmensa de presenciar el derrumbe de su ídolo, y caer también él mismo, crucificado por el plomo enemigo, en el confuso y desesperante episodio del rescate de los preciados despojos de los dos libertadores inmolados.
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Algunos días después, en los húmedos y destartalados escondrijos de las Lomas de Chávez, donde lentamente convalecía de sus graves lesiones, fue que supo, de boca del Prefecto de la Zona, la nota espeluznante que, como un dardo envenenado, le atravesó el corazón de cubano, de patriota y de hombre sensible y generoso:—el fin trágico y; sombrío que habían tenido todos los suyos, los padres queridos y la novia idolatrada; los únicos que había dejado detrás al marcharse a la Revolución, y los únicos cuya imagen había revivido siempre, como afirmaciones de reconfortante serenidad, cuando se enfrentaba con el peligro y con la muerte.
II
Vicente Palacio, el guajiro taimado, insolente y disoluto, que había traspuesto los lindes de la juventud con la triste celebridad de ser el más pendenciero, atrevido y soez de los vecinos del contorno; tildado de ratero e incendiario, por lo que su filiación figuraba en las carteras de la Guardia Civil, había sido, no obstante la notable diferencia de edades, cortejador tenaz e impertinente de Rosa María, a quien asediaba con sus requiebros de mala ley en los guateques y perseguía constantemente con sus misivas arteras, queriéndole imponer, a la “trágala”, su desatentado amor, había desaparecido por algún tiempo de la zona, ahuyentado por Don Arsenio, el padre de la muchacha, guajiro de temple, que supo ponerle a raya en entrevista famosa, que todos conocían, y que se verificó una noche al pie de una guásima, donde el cobarde bandolero, con el cuello ya puesto en la soga, prometió formalmente a Don Arsenio que no volvería a molestar a la linda guajirita.
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