MIGUEL DE LA GUARDIA Y GÓNGORA

Written by Libre Online

4 de marzo de 2025

Por Jorge Quintana (1957)

Miguel de la Guardia y Góngora nació un 16 de febrero. Ignoramos el año. Pero ello no es óbice para que no le dediquemos esta biografía que hubiera de escribir uno de sus alumnos, el Dr. Julio Girón.

Maestro, por encima de todas las cosas. Miguel de la Guardia no sólo dio a la patria el tesoro magnífico de su apostolado, la riqueza espléndida de sus discípulos convertidos en ciudadanos ejemplares, sino que entregó también a sus hijos; uno de los cuales tuvo el privilegio de estar junto a José Martí en Dos Ríos y de caer después, heroicamente, en Victoria de las Tunas.

De ahí que una vez más hagamos cesión de este espacio a un trabajo que resume una vida que por paradigmática la creemos útil a las generaciones actuales.

El proceso de formación de un pueblo que todavía no sabe que ya ha alcanzado la categoría de nación y cuyas ideas progresistas le llevan, como de la mano, a la creación de una república, requiere la presencia indispensable de un grupo de precursores que vaya preparando la conciencia ciudadana hacia la realización de sus destinos futuros. No se forma una nación sino después que se hayan aglutinado diversos factores previos: el idioma, las costumbres, los modos de actuar, la consolidación de la familia, las aspiraciones colectivas, en fin, aquellos que concurren a unificar una comunidad de pensamientos más o menos acordes con una aspiración ideal.

La gesta de los primeros cubanos, como Joaquín Infante, autor del primer proyecto de Constitución para Cuba; la de Narciso López, portador de nuestra enseña nacional; Iznaga, Armenteros y otros, no hubieran podido lograr probablemente cuanto esos patricios pretendieron, porque todavía no se habían aglutinado los factores psicológicos que se traducen en la presencia de una conciencia nacional, capaz de recibir y mantener la transformación de la colonia en república. 

A lo mejor, de haber triunfado con las armas aquellos movimientos, el país se habría quedado absorto en el cambio brusco y acaso una contrarrevolución habría echado por tierra el gesto generoso de esos pioneros de la independencia. Es sencillamente que hacía falta la preparación de los espíritus cubanos para justificar el cambio; era que se requería despojar al cubano del error de considerarse súbdito de los Reyes de España y hacer que se proclamara hombre capaz de regir los destinos de su tierra, sin la supervisión de las gentes extranjeras.

Fue, por tanto, necesario que se desatara violentamente la guerra nacida en la mañana del 10 de Octubre en La Demajagua y Yara; que Bayamo fuera entregada a la purificación de las llamas de un incendio general; que lucharan frente a frente cubanos y españoles, disputando a balazos y a cargas de machete, durante más de diez años, el derecho que Cuba tenía a separarse definitivamente de la monarquía española, tan terca como atrasada siempre, y regir sus propios destinos, más o menos bien, pero bajo la responsabilidad de los hijos de esta tierra.

Comprendiéndose esto así como va expuesto, cabe pensar que hombres de la talla intelectual de José Antonio Saco, de Gaspar Betancourt Cisneros (El Lugareño), de Rafael María Mendive, el forjador del alma de Martí, de José de la Luz Caballero y algunos otros, tomaron como norma de conducta que habría de fructificar en un futuro más o menos distante, la ingente tarea de preparar la conciencia política de nuestra nación, sembrando en el pensamiento de hombres como Carlos Manuel de Céspedes, Aguilera, Figueredo, Ignacio Agramonte, Salvador Cisneros, Rafael Morales, los hermanos Sanguilí y tantos otros, la idea firme y tenaz de proclamar a Cuba libre e independiente, a costa de cuantos sacrificios fueran necesarios.

A esa altísima categoría de forjadores de la conciencia patriótica, perteneció Don Miguel de la Guardia y Góngora, el hombre que solía proclamar como suyos dos bellos fanatismos: “el de la escuela y el culto a Cuba Libre”, para citar aquí sus propias palabras.

Don Miguel de la Guardia y Góngora, nativo de la gloriosa Bayamo, no era hombre de armas tomar; pero su predicación incansable entre sus amigos y principalmente entre los muchachos adultos de su escuela, hizo tanta mella en las filas españolas como las balas y las cargas al machete, en las peleas de Las Guásimas, o la de Mal Tiempo. Porque Don Miguel de la Guardia, compañero de trabajo en el mostrador de una tienda en Jiguaní del insigne General Calixto García Iñiguez, de quien fuera en el curso de la Guerra Grande su confidente más útil, le rendía culto a la libertad, adoración a la república y sentido respeto a la democracia.

En don Miguel de la Guardia y Góngora esos conceptos nunca fueron meras palabras. De la libertad decía él que “sin libertad no puede haber república”; de la república sostenía; que “tenía que ser democrática” y definía esto así: “yo quiero la república gobernada por los mejores hombres de la democracia y son los mejores aquellos ciudadanos cuya vida pública sea igual a su vida privada”.

Cuando la Revolución de Yara llega a Bayamo, don Miguel de la Guardia trabaja, junto con Calixto García, en una tienda de Jiguaní. La figura cimera, en aquellos momentos, es el General Donato Mármol, y Calixto García se incorpora al movimiento revolucionario, en el que inicia su brillante carrera militar. Pero don Miguel de la Guardia queda en la retaguardia, sirviendo los intereses de la revolución como hombre de plena confianza del general García. En aquellos tiempos se le denominaba “comunicante” al que desempeñaba el papel de confidente, porque el cubano siempre repugnó, entonces y ahora, la palabra “espía”.

Hay una anécdota en esta actuación: un cierto día visitó a don Miguel un mensajero del general García, trayéndole noticias y pidiéndole datos acerca de la situación de las fuerzas enemigas. Don Miguel, después de oír al mensajero, condujo a éste al patio de la casa y le advirtió: “si usted resulta detenido, acuérdese que ha venido a verme para comprarme un cochino que está aquí en mi patio”. Efectivamente, fue detenido y conducido al cuartel español el mensajero y éste se manifestó conteste con la sagaz advertencia de don Miguel. Media hora después fue detenido don Miguel y puesto en presencia del mensajero.

Hechas las preguntas de rigor, don Miguel hizo constar “que aquel individuo había estado en su casa para comprarle un cochino y como no se habían puesto de acuerdo en el precio, no había habido operación alguna”. Demás está decir que tanto el mensajero como don Miguel fueron exonerados de responsabilidad. 

Arreciado el fragor de la guerra, don Miguel no desmaya en su labor revolucionaria, más bien, la intensifica. Los integristas, sofocados por las derrotas sufridas en Las Guásimas, en Palo Seco y La Sacra, lanzan a la publicidad esta estrofa desafiante: “EL QUE DIGA QUE CUBA SE PIERDE, — MIENTRAS COVADONGA SE VENERE AQUI, – ES UN PILLO, TRAIDOR, LABORANTE.- CANALLA, INSURRECTO, COBARDE, “MAMBI”. 

Don Miguel de la Guardia contesta seguidamente con este BRULOTE: “El que diga que España no pierde— Mientras viva un patriota mambí, — Es un pillo, traidor, sinvergüenza, canalla, indecente, cobarde y servil”. Las autoridades descubren al mambí que ha lanzado ese guante y don Miguel va a la cárcel.

Dos meses después, don Miguel, sale en libertad. Media hora más tarde, la policía atrapa de nuevo a don Miguel y lo encierra nuevamente. Es que en la pared del calabozo se han leído estos versos: “Canallas, salid; para España marchad; que el cubano valiente arremete; Y os dará machete, por su libertad”.

Las autoridades españolas determinan acabar con el mambí irreductible. Le forman un proceso sumarísimo y junto con otros ocho patriotas, es condenado a fusilamiento. Ya está el grupo junto a la pared. Ya está, formado el cuadro; y cuando únicamente se aguarda la orden de “fuego” llega la salvación para don Miguel, en forma de un cura católico, amigo suyo, que interviene en su favor. Pero el mambí no está perdonado totalmente. Se le conmuta la pena, de fusilamiento por la deportación y don Miguel es conducido a la Isla de Pinos, con la ciudad por cárcel indefinidamente.

Terminada la, contienda brava, don Miguel retorna a sus tareas escolares; pero esta vez no vuelve a Bayamo, sino que se establece en Manzanillo, la patria chica de Merchán y de Bartolomé Masó, Don Miguel abre una escuela privada y poco después gana, por   oposición, la plaza de maestro municipal, que el Ayuntamiento debe   pagar cada quince o veinte meses y no en total, sino en partes.

 Don Miguel se sostiene, con su familia, gracias a las cuotas particulares que le pagan los padres de unos cuantos alumnos, hijos casi todos de españoles, pues estos saben que aparte del cubanismo sin tacha del maestro, es el que mejor prepara a los muchachos. Allí en la llamada Casa del Cónsul funciona la escuela de don Miguel.

Don Miguel de la Guardia no era solamente un patriota insigne, sino a la vez un insigne maestro. Podemos dar fe, con la autoridad de ejercer el magisterio público, que se adelantó cincuenta años a los dictados de la actual Pedagogía. Como maestro era eminentemente práctico. Desechó la vieja Cartilla de la Torre, sustituyéndola en su escuela por otra, con la cual sus alumnos aprendían a leer y escribir, sin necesidad de pasar por la tortura del deletreo. Enrique Gay Calvó, el ilustre escritor cubano, aprendió a leer, a la edad de cinco años, con el sistema escrito por don Miguel.

La Gramática castellana, en el atrasadísimo Epítome. Los muchachos que aprendíamos en su texto nos lucíamos frente a los de otras escuelas, no sólo porque podíamos multiplicar los ejemplos, sino porque sabíamos conjugar los verbos regulares e irregulares más allá de los límites que conocían los alumnos de otros maestros.

En la escuela de don Miguel no se martirizaba la memoria. Únicamente aprendíamos la parte descriptiva de la Geografía, pero frente al mapa, y así podíamos ir señalando los lugares, montañas, ríos, puertos, etc., como si los hubiéramos visitado. Sabíamos también señalar las islas próximas a Cuba y pasearnos, en el mapa, por las costas de México, centro América y Sur. Todo se hacía a base de competencia entre los alumnos y los puestos, en los bancos, se ocupaban por orden de aprovechamiento.

En la esfera de la Moral, don Miguel había escrito también un texto, que consistía en una serie de trozos contentivos de una enseñanza práctica. Los muchachos aprendíamos esos trozos y los recitábamos por turno, antes de la salida, los viernes. La Ortografía también la aprendíamos en su texto. No se trataba de aprender reglas, sino de aplicaciones prácticas. Todo el que haya sido alumno de don Miguel de la Guardia sabe probar esa condición, a los ciento veinte años de la muerte del maestro, recitando algunos de aquellos trozos de Moral. Es como la prueba de haber pasado por aquellas aulas inolvidables. Recuerdo bien cómo combatía dos de los vicios que él reputaba por peores: el juego y la embriaguez.

Don Miguel de la Guardia era francamente un libre pensador y como tal era respetuoso de las creencias ajenas. Pero nos hacía ver cómo el trono español y la iglesia católica, eran aliados y, por consiguiente, enemigos del sistema republicano y desde luego de la absoluta independencia de Cuba.

Cuando estalló el 24 de febrero de 1895 la última contienda separatista, don Miguel estaba preparado para seguir siendo más útil a Cuba y le ofreció como tributo al ideal independentista la sangre de sus hijos mayores: Dominador que llegó a ser coronel, Miguel, que se graduó de capitán, Salvador y Lauro, oficiales y el más destacado entre ellos Ángel de la Guardia y Bello, que recibió al morir frente a las balas españolas en la toma de la victoria de Las Tunas. Honores de brigadier muerto en campaña por mandato del Lugarteniente General Calixto García Íñiguez. 

Don Miguel no tenía que señalar a sus hijos el camino de la manigua. Ya ellos, hartos, sabían que, apellidándose de la Guardia, su misión era la de ser mambí. Ángel de la Guardia fue el único cubano que tuvo el alto privilegio de acompañar al apóstol José Martí en la cruzada triste de Dos Ríos, como después vino a la invasión junto al coloso Antonio Maceo de quien recibió frecuentes ascensos y es bien sabido que Maceo no prodigaba los grados. Ángel de la Guardia, al regresar a los campos orientales, ostentaba la graduación de teniente coronel. 

Ya era efectivamente coronel de las fuerzas de Calixto García cuando ocurrió la toma de Las Tunas. Se le mandó a tomar el fuerte Gonfaus. Y allá fue con su gente, se enfrentó al enemigo y le gritó: “ríndanse españoles, que nosotros no matamos a los valientes”. Una descarga dirigida a él solamente le desplomó del caballo y murió como un héroe griego de leyenda, cuando ya la gloria del vencedor lucía en sus estrellas de guerrero.

Recuerda bien el que esto escribe, que al terminarse la guerra de la Independencia y regresar a Manzanillo desde su destierro en Barahona, República Dominicana, Don Miguel de la Guardia, se sentía satisfecho al saber que más de 15 alcaldes que actuaban en la provincia de Oriente habían sido alumnos suyos y todos ostentaban grados de oficiales del Ejército Libertador.

Don Miguel de la Guardia no quería que ninguno de sus hijos ni de sus alumnos fueran maestros de escuela y decía: “Maestro de escuela, te quiero ver y otro mal no te deseo”. Consideraba la profesión de maestro como un sacrificio personal y entendía y predicaba que la carrera magisterial era económicamente una calamidad. Sin embargo, dio al magisterio a su hijo Rafael porque no quiso desviarle esa vocación. 

No hay en Cuba un maestro que ignore los servicios que a la escuela ha hecho Rafael de la Guardia, tanto en lo docente como en el orden de la administración, creando las asociaciones de maestros en el retiro escolar y la defensa unida del mismo retiro junto con otros consagrados de la escuela: Rogelio González Ricardo.

Otra anécdota que pinta el carácter entero de don Miguel de la Guardia es ésta: Cierto día, allá por el año 1903, se presentó en su escuela un superintendente que dicho sea de paso, había sido alumno suyo y le dijo: “Don Miguel, en este año la escuela pública va a ser mejorada, pues habrá en lo adelante exámenes de aspirantes a maestros y el que esté ejerciendo tiene que someterse a una prueba de capacidad y de lo contrario no podrá seguir en el cargo”. 

Don Miguel oyó aquella noticia y contestó con aquella agilidad mental que tanto le caracterizaba: “¿Y cuándo se examinan los superintendentes?” El visitante respondió: “don Miguel para el cargo de superintendente, no hay examen”. “Pues, cuando se dispongan los exámenes para ser superintendente, me avisa para acudir a examinarme”.

No quiso acudir a los exámenes para maestros y perdió su derecho a seguir en la escuela. Seguramente le parecía una humillación para él, que había sido maestro de dos generaciones de muchachos con la competencia extraordinaria que tenía aprobada ir a someterse a una prueba, examinatoria.

El departamento de instrucción pública, desconociendo los excepcionales méritos de aquel gran maestro, pudo haberle dado y no se lo dio un cargo administrativo. Así terminó la carrera de maestro, aquel que tanto había hecho por la causa de la enseñanza popular.

Hay otra anécdota que debe ser divulgada. Cuando murió Martí recibió una carta de su hijo Ángel de la Guardia informándole del suceso. Don Miguel, que se sabía vigilado constantemente por las autoridades españolas. Padeció el temor de que se le ocupara aquella carta y la quemó. 

Hoy la historia de Cuba tiene que lamentar eternamente la desaparición de preciado documento escrito por el único testigo del acontecimiento. Lo que se sabe de esto es lo que Ángel de la Guardia Bello refería en el campamento y en esta ocasión oyó el relato el ilustre general José Miró y lo consigna en sus inapreciables Crónicas de la Guerra.

Cubanos del calibre, moral de don Miguel de la Guardia y Góngora. ¿Escasean en estos tiempos de incredulidad patriótica? Maestros de su talla pedagógica no abundan en estos días en que la escuela no es templo de formación del carácter de los hombres del mañana. 

El humanismo a cabalidad se sustentaba en el espíritu fino y severo de don Miguel de la Guardia, nacido éste en el corazón de la tierra oriental, en la ilustre Bayamo en 1835, y fallecido en plena República en 1905, consagró su vida ejemplar a forjar hombres que le sirvieran a Cuba libre. 

Si José Martí hubiera conocido a don Miguel de la Guardia, no habría tenido empacho en dedicarle aquel pensamiento: “Para mí la patria no es triunfo, sino agonía y deber”. 

Don Miguel de la Guardia, como padre, como esposo, como ciudadano, como amigo patriota y como maestro, sobresalió siempre en primerísima línea. Él presenció el estallido de Yara, vio el incendio de Bayamo, conoció a la pléyade ilustre de los primeros grandes hombres: Céspedes, Aguilera, Maceo, Osorio, Perucho, Figueredo, Estrada Palma, Mármol y Calixto García. Vio también el inicio de Bayate con Bartolomé Masó al frente de esa responsabilidad histórica. 

Vivió el ambiente de la España colonial y soñó con ver a Cuba República Democrática. Vio nacer esta República el 20 de mayo de 1902, pero murió a tiempo. 

Había dado a sus hijos y a sus alumnos la doctrina del amor a Cuba y tuvo la fortuna de rendirse en 1905, antes de producirse la primera convulsión política que dio al traste con la República honesta de 1902 y finalmente tuvo la gloria de no ver a esa República sirviendo de escalón y no de pedestal a tantos audaces.

Sirvan estas líneas como cálido homenaje de recordación al gran maestro, al patriota irreductible, cuyas enseñanzas en su vida y en su obra no hemos olvidado los que fuimos sus discípulos.

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