En mi hogar jamás hubo una herramienta. Había dos máquinas de escribir, muchos papeles timbrados y nada de destornilladores, ni alicates, ni serruchos, ni martillos.
Sólo había una vieja y útil hacha la cual nunca supe cuándo ni cómo llegó a mi hogar.
Mi madre la llamaba “la mil usos” porque servía para todo, lo mismo se utilizaba para clavar un clavo en la pared que para ablandar un bisté.
Una vez -muy interesado- le pregunté a mi padre la procedencia de aquella hacha y muy serio dijo: “Estebita, me alegro que preguntes eso, porque quiero que sepas que esa hacha es histórica ya que perteneció al indio Hatuey”.
Cuando mi hermanito Carlos Enrique tenía miedo a dormir solo yo le ponía el hacha a su lado para que lo acompañara y se defendiera del “temible coco”.
Un día yo tenía tremenda hambre, mi madre no había ni empezado a cocinar, comencé de parejero a quejarme en alta voz y a exigir jama urgentemente.
Mi mamá me entregó el hacha y me ordenó: “Mira, Esteban de Jesús, vete al traspatio y córtale la cabeza a un gallina, desplúmala, tráemela para acá y yo te la cocino”. Remedio santo, no me quejé más nunca de “tener el estómago vacío”.
Ustedes saben que el uso típico para las hachas es cortar leña y talar árboles, desde luego, en mi casa jamás se utilizó en esos menesteres, y aquella hacha solo salió de paseo una vez a una fiesta de disfraces en el Liceo y yo iba del indio Karinoa.
En una clase intrigado indagué con la maestra Carmen Chirino: “¿Se dice un hacha o una hacha?” Y me dijo: “La palabra hacha es femenina, pero es aceptable referirse a ella (o él) de ambas formas”.
Sonriente y burlón le dije: “Muy bien, profesora, gracias, entonces trataré al hacha con mucha dulzura”.
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