Se cuenta que Solón, considerado uno de los siete sabios de la antigua Grecia, visitó un día al rey Creso, que lo llevó a conocer los tesoros de Sardis. Al terminar la visita, Creso preguntó al gran sabio:
-Dime, Solón, ¿quién crees que es la persona más feliz del mundo?
El rey, que se sentía muy orgulloso de sus riquezas, se acomodó en su sillón con una sonrisa en los labios, para oír la respuesta. Estaba seguro de que Solón lo nombraría a él como el hombre más feliz del mundo.
-Tellus de Atenas fue la persona más feliz del mundo -respondió Solón, para sorpresa del rey Creso-. Tellus tuvo una muerte gloriosa en el campo de batalla, y por eso creo que no ha existido nadie más feliz que él.
-Muy bien -concordó el rey-. Pero Tellus está muerto. Después de él, ¿quién es la persona más feliz del mundo?
-Dos hermanos que conozco, que cuidaron con mucho cariño a su mamá cuando estaba muy enferma.
Un poco decepcionado porque no lo mencionara a él, el rey Creso preguntó:
-¿Y yo? ¿No te parece que yo soy la persona más feliz del mundo?
-Majestad, nunca diga que una persona es la más feliz del mundo si todavía es joven y no lo ha vivido todo. Hasta que termine su vida, o esté cerca de terminarla, no se puede saber qué pasará. Usted cree que es del todo feliz porque tiene oro y plata, pero existen cosas más importantes que el oro y la plata.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida? —San Marcos 8:36
Creso quedó intrigado con la respuesta de Solón hasta que, un día, Sardis fue tomada por los persas, quienes capturaron al rey, lo ataron y lo encadenaron a una estaca. Cuando iban a matarlo quemándolo en la hoguera, cayó un aguacero que apagó las llamas. “Aunque ahora no tengo nada, soy feliz, porque estoy vivo”, reconoció Creso en ese momento. Entendió que las cosas no dan la felicidad.
Lo que nos hace felices es vivir agradecidos a Dios por lo que nos da, y usar nuestra salud para hacer cosas que lo honren.
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