La última visita.
La última carta.
Por Juan Gualberto Gómez (1932)
Martí y yo nos conocimos hacia el final de 1878. El Pacto del Zanjón nos había sorprendido a ambos en el extranjero: a él por una de las Repúblicas de Centro América, y a mí en México.
Fue en el bufete del célebre risconsulto, elocuente orador y exquisito amante de las letras, don Nicolás de Azcárate que también había tenido que emigrar a México, donde nos hicimos amigos, perseguidos por la intransigencia colonial. En su bufete encontró Martí su primera ocupación, y allí le fui presentado por don Nicolás, y allí nació entre los dos una relación íntima, que estrechó y fortaleció la identidad de nuestras opiniones respecto a los destinos de nuestra patria.
Los dos estimábamos el Pacto del Zanjón, que no aprobábamos, no como el desenlace natural y definitivo de, a Revolución de Yara, sino como una tregua, inesperadamente surgida, y que Cuba debería romper tan pronto como pudiera. Para llegar a esa finalidad, todos los que en la isla pensaban de ese modo empezaron a conspirar a fin de reunir los recursos y voluntades para emprender de nuevo la guerra libertadora. Yo pertenecía, como secretario, a un club revolucionario secreto, desde luego, Martí pertenecía a otro.
De bufete de Azcárate pasó luego Martí al del licenciado Miguel Viondi, otro excelente cubano. Todas las tardes nos reuníamos Martí y yo en el despacho que tenía en la oficina de Viondi, quien se daba cuenta de lo que hacíamos, pero nos miraba con simpática benevolencia y caballerosa discreción.
La labor de los que conspirábamos dio su fruto. En 1879 estalló la que se conoce en el vocabulario separatista con el nombre de la Guerra Chiquita, no porque careciera de empuje o importancia sino porque tuvo poca duración. En Oriente y Las Villas, el movimiento armado logró impresionar fuertemente al gobierno español. Para ayudar a los alzados en armas, para provocar nuevos alzamientos, los clubs habaneros estimaron conveniente unificar su acción; y a ese efecto, se convocó una junta de los presidentes y secretarios de esos clubs que se celebró una noche en la vecina población de Regla. En esa junta, se creó un Comité Central, cuya presidencia asumió Martí.
La idea pareció excelente, puesto que, desde ese momento, el entusiasmo aumentó y con él, el crecimiento de los recursos en armas, municiones, dinero, para ayudar a los alzados de Las Villas singularmente, y preparar un alzamiento en la misma provincia de La Habana. Pero al cabo, la idea resultó funesta. Mientras los clubs trabajaban aisladamente, al gobierno le era difícil conocer la existencia de todos y medir la importancia de su labor. Desde la reunión de Regla, su espionaje se hizo intensivo y eficaz por la sencilla razón de que a la reunión de Regla habían asistido dos o tres miembros del club, que eran espías del Gobierno y ponía a éste al corriente de cuanto sabía.
A las pocas semanas de estar actuando, Martí como Presidente del Club Central fue preso. Y el recuerdo de esa circunstancia es el primero de los dos a que me refería al comienzo de este escrito.
Martí vivía en una casita modesta, pero alegre y limpia, que aún existe. Amistad 42, entre Neptuno y Concordia. Una mañana en que habíamos trabajado mucho en su bufete y debíamos seguir trabajando en el arreglo de asuntos de interés para Las Villas, me llevó a almorzar a su casa. Estábamos aún en la mesa, él, su distinguida esposa y yo, cuando sonó la aldaba de la puerta de la calle. Su esposa se levantó y abrió. La saleta de comer estaba separada por una mampara de la sala de recibo, así es que yo no vi al visitante, pero la señora de Martí dijo a este en voz alta: “El señor que vino hace rato a buscarte y al que le dije la hora que te podía ver es el que ha vuelto. Dice que termines de almorzar, pues no tiene prisa y te esperará”. No obstante, esto lo recuerdo bien, Martí se levantó y, con la servilleta aún en la mano, pasó a la sala de recibo. Tras breves instantes, volvió a la mesa y con calma absoluta, dijo a su esposa: “Que me traigan enseguida el café, pues tengo que salir inmediatamente”, y siguió para su cuarto. Yo le vi abrir su escaparate, que estaba frente a mí, pues yo estaba sentado de espaldas a la sala, buscar de una gaveta unas cuantas monedas, llamar a la esposa a la que dirigió unas palabras que no oí. Servido el café por la sirvienta en esos instantes, vino Martí a la mesa y de pie, sorbió de una taza, unos cuantos buches de café y dirigiéndose a mí me dijo: “Tome su café con calma. Usted se queda en su casa y dispénseme, pero es urgente lo que tengo que hacer”. Me dio la mano, tomó su sombrero y se marchó con el visitante para mí hasta ese momento incógnito. Desde ese día y esa hora no volví a ver más a Martí.
En efecto, tan pronto como salió de su casa, su esposa, presa de una gris angustia, me dijo con ojos llorosos. Se llevan a Pepe, ese hombre que ha venido es un celador de policía. Yo lo ignoraba. Pepe me encarga que le diga a usted que corra y haga lo posible por ver a dónde lo llevan y le avise a don Nicolás de Azcárate.
Salí enseguida con toda la prisa que me era posible. Al entrar por la calle en Neptuno acerté a ver a Martí con su acompañante a cierta distancia. Ya casi iba a alcanzarlos cuando vi que en la parada de coches que existía en la plazoleta de Neptuno y Consulado entraban en un carro. Apresuré el paso, tomé otro coche yo y los seguí. Los vi descender en la jefatura de policía, entonces instalada en el mismo edificio de Empedrado y Montserrat, que ahora ocupa (1932).
Cumpliendo el encargo de Martí, avisé a Azcárate. Para este que tenía gran influencia en el Gobierno, se levantó la incomunicación y se le permitió ver a Martí. Con Azcárate recibí unas llaves y el encargo de recoger en el bufete de Viondi una pequeña maleta para entregarla a don Antonio Aguilera, Diputado Provincial entonces, quedó en lugar de Martí. A los tres días de su detención salía el vapor correo para España llevándose a Martí para la Metrópoli pues tanto por los consejos de Azcárate como por su propia inclinación a los procedimientos suaves, el general Blanco, capitán general de la isla, prefirió deportarlo a intentar un proceso. Lo repito: desde el día de su detención, no nos volvimos a ver más.
A las pocas semanas de la prisión de Martí, fue preso don Antonio Aguilera. Lo más singular del caso es que éste, la víspera de su prisión, vino a encontrarme, en una noche lluviosa, abrigado por un gran capote, y trayendo debajo de éste el famoso maletín que yo había recogido en el bufete de Viondi y que le había entregado a virtud del encargo que recibiera por conducto de Viondi. “Tengo informes fidedignos –me dijo Aguilera– de que, de un momento a otro, me han de prender. No sé cómo ha podido ser, puesto que me he estado moviendo con mucha cautela. Pero lo cierto es que no sólo se sabe mucho de lo que hago, sino que la policía está enterada de que en la maletica poseo documentos de importancia que pertenecieron a Martí. Pocos lo saben, y de esos pocos no me cabe sospechar. Se la traigo, pues, para que busque un lugar seguro en que ocultarla. Tome la llave. Si me prenden, ábrala, entérese de los documentos que contiene. Además, si me prenden, hay que mandar a Santa Clara, con emisario seguro, estos otros documentos que le dejo”.
¡Qué tiempos aquellos! Sin vacilar acepté el encargo. Aguilera y yo nos abrazamos fuertemente. Llevé la maleta a lugar seguro. Para mí siempre ha habido, entre mis amigos, gentes en quienes he podido fiar, y que por su posición modesta y hasta pobre, como la mía, resultaban casi insospechables a las autoridades españolas.
Como lo temía Aguilera, a los dos días de su entrevista, fue preso y enviado también a España, como Martí. Abrí la maleta y me encontré con una nota de encargos que asumí el deber de cumplir. Envié a Las Villas el emisario que me pareció más seguro. Cuando a los pocos días fui preso, conducido a la fortaleza del Morro y deportado a Ceuta. La maleta fatal desgraciaba a todo el que la poseyera.
En víspera de su salida para España, supe la causa del misterio: uno de los hombres más importantes de los clubs conspiradores, teniente coronel de la Guerra de los Diez Años, se había puesto, por venganza de lo que él estimó un desastre, al servicio del Gobierno. De él no nos ocultábamos. Él sabía a qué manos iba a parar aquella maleta dejada por Martí y sabía que con arreglo a los documentos que contenía se dirigían los trabajos revolucionarios. Mientras yo podía pasar como uno de tantos, no tenía importancia mi papel. Depositario de la maleta, ya resultaba eficaz y peligroso. De ahí mi deportación.
Diez años permanecí en España: desde 1880 a 1890.
Cuando llegué, ya Martí había logrado escaparse y vuelto a América. Y cuando de ella salí, y regresé a Cuba, nuestros rumbos se habían distanciado tanto que no manteníamos siquiera correspondencia.
Al volver a Cuba, en 1890, yo traía un propósito deliberado: fundar un periódico para iniciar una propaganda franca y abierta de las ideas separatistas, que yo estimaba que no se podía impedir aquí por las leyes, como no se había podido impedir en España la propaganda republicana, declarada legal por el Tribunal Supremo de nuestra antigua Metrópoli.
Fundé el periódico “La Fraternidad”, netamente separatista. Denunciando un artículo titulado “¿Por qué somos separatistas?”, encerrado durante ocho meses, condenado a una pena relativamente ligera por la Audiencia de La Habana, a pesar de la brillante defensa de González Lanuza, llevé el caso al Supremo de España, donde, defendido por don Rafael María de Labrada, obtuve con la casación de la sentencia, el reconocimiento de que era lícita la propaganda del ideal de la independencia.
Esto pasaba entre 1890 y 1891.
Martí, al conocer mi campaña, me escribió desde Nueva York, felicitándome. Cuando, más tarde, fundó el Partido Revolucionario Cubano, en los Estados Unidos ya estábamos de nuevo en correspondencia, y cosa más singular, ya había conspiradores en la isla que marchaban en inteligencia conmigo, como sucedía en Matanzas, donde el ingeniero Emilio Domínguez, el doctor Pedro E. Betancourt, los hermanos Acevedo, José D. Amieva y otros, tenían constituido un club
revolucionario.
Al acentuarse la acción del Partido Revolucionario Cubano resulté en buscarlo, el intermediario natural entre los conspiradores de por aquí y Martí. Poco a poco, mi correspondencia con él se hizo semanal, bisemanal, casi continua. Los hechos y su confianza, y la confianza de los que en Cuba laboraban, todo ello me dio el peligroso pero honorabilísimo papel de llevar entre los nuestros la representación del que ostentaba el título de Delegado del Partido Revolucionario Cubano.
De mi larga correspondencia con éste, algunas cartas se salvaron, sobre todo, algunas de las que recibí en los meses de noviembre, diciembre, enero y principios de febrero de 1895.
Tengo, sobre todo, la última. Está escrita la víspera del día en que salió para Santo Domingo a reunirse con el general Máximo Gómez, para venir a morir a Cuba. Después de encargarme que me dirigiera, en lo sucesivo, a Gonzalo de Quesada, de quien me decía “mi hijo espiritual”, terminaba su carta con estas frases nerviosas: “¿Lo veré…?, ¿Volveré a escribirle…? Me siento tan ligado a usted, que callo… “Conquistaremos toda la Justicia”.
Tal es el recuerdo de la última vez que vi a Martí, en 1880, y tal es el párrafo, para mí inolvidable, de la última carta que me escribió en 1895.
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