Marchando con Gómez

Written by Libre Online

14 de noviembre de 2023

Por Grover Flint

Una carga española

Durante la noche anterior habían llegado y acampado a dos millas de nosotros,  importantes fuerzas españolas. 

A las doce, poco más o menos, sonaron algunos disparos procedentes de nuestros centinelas que entraban en contacto con el enemigo y se enteraba el Generalísimo de lo sucedido. Pero no se dedicó a esa hora a hilvanar planes de combate, por cierto, conocedor de la psicología de sus adversarios y se limitó a enviar diez hombres para que los vigilarán y dieran cuenta del inicio de sus actividades al otro día y con la misma se durmió, con la serenidad del justo.

En efecto: apenas aclaró se cambiaron los primeros tiros de la que había de ser postrera escaramuza del general Gómez en Las Villas, pues no luchó más durante su estancia en esta región. Ya estaban los insurrectos preparados para la pelea y todavía se sostenían los 10 hombres enviados por el general Gómez, la noche anterior. Finalmente los vimos retirarse en buen orden, mientras sostenían el fuego y llegar hasta nosotros.

Tuve entonces que hacer una rectificación ese día por lo que las condiciones guerreras de los españoles hacen ya que jamás los vi cargar con tanto denuedo con tan soberbia resolución. En vez de mantenerse alerta en los caminos, como era usual en ellos. Metiéndose a través de nuestras líneas y generalizarse el encuentro voluntariamente. No obstante, la recuerdo con tanta nitidez como si hubiera dispuesto de una hora para contemplarla a mi labor. Cuan cierto es que en los momentos de horror vemos más y mejor que en los de absoluta serenidad espiritual.

Por rápida que fuera nuestra reacción mientras montábamos de nuevo hincábamos las espuelas a los caballos y desapareciendo del radio batido por la fusilería. Así transcurrió tiempo suficiente para que no quedara uno de nosotros por poco que los españoles se hubieran apresurado a enviarnos una de esas descargas a que son tan aficionados. Ni a él Generalísimo hubiera quedado con vida

Otro recuerdo que puedo evocar claramente solo con cerrar los ojos es el de la voz y el gesto de la pobre madre campesina cuando advirtió la presencia de soldados españoles en su vecindad gritó: “¡Ay, Dios mío!” y se abrazó a sus hijos con entrañable afán. La desdichada no desconocía lo que le esperaba por el delito de ser cubana y había sorprendido insurrectos a su puerta. 

Estos fueron los últimos tiros que escuchamos.

Una milla más allá definitivamente alejados de todo temor de sorpresas, hicimos alto. Había sido dispuesto apresuradamente una estación de socorro para los heridos y de enterramiento para los muertos. Ya las tumbas habían sido abiertas con la ayuda de estacas y de machetes y varios hombres se dedicaban a la triste tarea de vaciar los huecos con sus manos. Noté que antes de verificar la inhumación se procedía a desvestir a los cadáveres ¿por qué? Porque se carecía de ropas de toda clase entre los mambises y en buena lógica no podían permitir que los muertos se llevaran trajes que también podían aprovechar los vivos.

Pese a las bajas sufridas y las sensibles heridas experimentadas por nuestros compañeros, a la retirada primera y a la reciente sorpresa, puede afirmarse que el día fue de victoria para las fuerzas cubanas. Habíase tratado de coger a estos entre los brazos de una tenaza formada por dos poderosas columnas enemigas y a pesar del interés puesto en la consecución de tal fin la rapidez de maniobra de los españoles. 

Gómez y los suyos se escurrieron de entre las manos, con la mayor agilidad. Las pérdidas mambises, veinte heridos y tres muertos,  fueron grandes, sobre todo si se compara con las habidas en otros combates todavía más sonados,  pero poco significaban,  ya que no eran bajas solamente las que las columnas lanzadas en su persecución pretendían infringir a los cubanos, sino el golpe fatal que de haber sido coronado por el éxito hubiese privado a la revolución de su máximo jefe.

Cae mi asistente

Entre los desaparecidos se contaba mi asistente Eusebio. Lo sentí doblemente: por el mismo y porque llevaba consigo mi única botella de tinta. Alfredo tendría en lo sucesivo doble trabajo que realizar.  Por cierto, que el tal Alfredo era hombre de recursos.  Iba con la impedimenta y conducía mi frasco de brandy. Cuando lo vi y se lo pedí me objetó que “precisamente una bala española había destrozado el frasco entre sus manos” ¡Tableau! ¿qué podía decir yo? A falta de prueba en contrario, acepté su explicación, aunque a distancia. No quería que el tufo alcohólico de los asistentes me hubiera hecho poner en tela de juicio, por vez primera, la palabra de un hombre que yo consideraba honrado.

 Las Villas con Gómez

Esa tarde, todavía temprano, la noche nos sorprendió descansando en tierra de Palo Prieto. Allí dormimos y,  a la siguiente mañana , cuidamos demostrarnos sonrientes y libres, -por lo menos en la apariencia-, de todo triste recuerdo. El día de la derrota había quedado atrás y con él su débito de sangre.

La noticia de que Máximo Gómez estaba en la localidad trajo al campamento infinidad de gente de los alrededores que tenían verdadera adoración por el Generalísimo y no querían perder la ocasión de conocerlo personalmente. 

Muchos, muchísimos guajiros y hasta mujeres de los contornos hicieron acto de presencia en nuestro campo. Algunos había que llegaban vestidos con sus mejores trajes, convencidos de que nunca se les había presentado mejor ocasión de lucir sus galas en días de fiesta. 

Una familia compuesta de la madre y dos hijas, hermosas muchachas éstas también se presentaron: la primera luciendo una vistosa mantilla española y las otras dos sus más finos trajes ciudadanos. No parecían de extracción campesina por sus afeites y maneras, y atentas a asegurarse una buena recepción del general, llegaron con las manos ocupadas por obsequios que enseguida tomó Morón. No se trataba de nada grande, si no de huevos y queso, pero de todas maneras no era de desdeñar dada la pobreza de nuestras provisiones alimenticias. 

La segunda visita la hizo esta familia en compañía de un “Pacífico” de cabellos blancos y amplias maneras de gran señor que estrechó efusivamente la mano del general antes de decirle que su hijo mayor estaba en el campo de batalla luchando por la libertad de Cuba, que había marchado con las huestes que efectuaron la invasión y que a esa hora debía encontrarse con el general Maceo. Desde hacía muchos meses no sabía de él, pero eso no lo inquietaba.

Las visitas de ese género se reprodujeron mientras estuvimos en Las Villas. Apenas estaban los temores de un combate, se presentaban por docenas en el campamento los “pacíficos” y no había más remedio que recibirlos. Aparte de que el Generalísimo con su acostumbrada cortesía se mostraba gentilísimo con todos y mostraba especial agrado en complacerlos. No se devolvían estas visitas con las irregularidades exigidas por un campo de batalla pues poco menos eran las provincias centrales por aquellos días, o sino gravemente, y con sujeción al código social más etiquetero. 

Las inclinaciones, los estrechones de manos, las sonrisas, todo esto que es como la médula, la razón de ser de los latinos y de sus herederos los americanos de habla hispana, se prodigaba en aquellas visitas de las que estoy seguro, salía el general Gómez más cansado que de una batalla. Pero, siempre cuidadoso, e incapaz de pecar de desatento, recibía a cuántos querían verlo, y sin limitaciones de tiempo. 

Por ello estoy seguro de que se quedaron sin hablar con él en Las Villas solamente los muy tímidos y los que no tenían gran interés en caminar un trozo de manigua, que es tanto como decir nadie, ya que en Cuba y a juicio mío no abundan los tímidos ni los perezosos.

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