Por J. A. Albertini
No hay duda que la ficción hace
un mejor trabajo con la verdad.
Doris Lessing.
Escritora británica.
El periodista y escritor Manuel C. Díaz con una reconocida trayectoria como reseñista de obras literarias, prosa o poesía, crónicas de viaje y arte, en general, también es un narrador formidable de cuentos y novelas de temática cubana. Sobre todo centradas en lo que fue, pudo ser, y su literatura recrea.
Su ficción, siempre válida, es un reclamo para que inquinas divisivas y destructoras aunque, por un tiempo, arrasen con los valores éticos de una nación, incluyendo los religiosos, terminen rindiendo cuenta humana y divina, por el destrozo irreparable que otros, los golpeados, llenos de odio comprensible o sublime amor cristiano, repararán, pagando un alto costo material y emocional.
Fidel Castro y su séquito de guerrilleros en 1959, cuando triunfantes entraron a la capital del país tomaron el, por entonces fastuoso hotel Habana Hilton (hoy Habana Libre), como vivienda y prácticamente sede de gobierno. Por entonces Manuel C. Díaz, adolescente de 16 años de edad, era uno de los ascensoristas del inmueble. Testigo privilegiado, por obligación ocular y auditiva fue, en múltiples ocasiones, del comportamiento engañoso, despectivo y poco humano, desde todo punto de vista, del Comandante en Jefe; círculo de colaboradores y obsequiosos de ocasión.
La experiencia descarnadamente empírica que, en aquel primer año del llamado gobierno revolucionario, el joven trabajador recibió fue determinante para que rápido comprendiera lo que a Cuba le aguardaba si aquel proceso de imposición llegaba a consolidarse como sistema regente.
Manuel C. Díaz, antes de abandonar Cuba en 1978, junto a su esposa e hija pequeña, sufrió prisión política. Posteriormente, al ser liberado, experimentó la mordedura de la discriminación laboral e ideológica. Ya en el exilio, asentado en la ciudad de Miami, “los fantasmas de su cerebro”, reformando el título de un largo relato personal del escritor español José María Gironella, lo encauzaron a comenzar a escribir, con prosa clara precisa, de lente fotográfico, cuentos y novelas de argumentos cubanos, sólidamente ligados a los padecimientos, personales y colectivos que la ciudadanía isleña ha enfrentado, por más de 6 décadas, bajo la dictadura, totalitaria impuesta por el castro-comunismo.
La riqueza de sentimientos y pasiones, objetivas y subjetivas, que llenan las historias de Manuel C. Díaz universalizan los temas. Nadie; ningún ser viviente es ajeno o está exento de haber tropezado con vicisitudes oscuras; luchar contra ellas y, al costo que sea necesario buscar, aunque se perezca en el camino, la redención personal o grupal.
Su obra, ficción-realidad, es una constante que persigue aunque los vientos de falsa memoria, azoten, la equidad que en su oportunidad fue negada. En la más reciente: “Cuentos cubanos” (2022) el autor, obsesionado con quebrar lo que nunca debió haber pasado, combina narraciones nuevas con otras anteriormente publicadas. La cuestión es no olvidar; repetir una y mil veces pero no olvidar.
Cuentos como “La visita”, donde una anciana en compañía de la nieta pequeña, viaja, encarando dificultades, desde Cuba al reclusorio Nacional de Isla de Pinos para visitar el hijo encarcelado y padre de la niña, es documento real y generacional que la pluma de Manuel C Díaz estampa en nuestra literatura de exilio que mañana, infaliblemente, será un aporte más a nuestra cultura. Esa cultura imparable que deshace la falacia de “las dos orillas”, porque Cuba, isla y patria, geográficamente, solo tiene una larga costa con piel y dientes de caimán guardián.
“Hacía treinta años, once meses y catorce días que no había vuelto a ver nuestra antigua casa”. Son las primeras líneas de “La casona”, narración de abandono impuesto y apresurado, donde solo los muertos tienen derecho a permanecer entre ruinas y recrear el hogar que fue. “Un paraíso bajo las estrellas”, expone el romance, entre una mulata cubana; rumbera del cabaret Tropicana, y un extranjero, que comienza con sexo tarifado, desemboca en sensualidad y termina en amor que el omnipresente, vociferante y silente, en la crónica, grito espurio de “¡Patria o muerte!”, diluye y sepulta en las aguas del Mar Caribe. Por otro lado, “En el parque de la fraternidad”, Ortelio Camacho “un año antes del maremoto purificador…” recuerda su primer tiro de gracia. Se lo dio al joven Justino Contreras. Fue en la Sierra Maestra, “una gris mañana de junio de 1957”. La Revolución así lo dispuso y fue el primero de muchos, múltiples más que, unificados en conciencia culposa, terminó en el disparo suicida que le deshizo el cerebro y borró el tropel de espectros.
A pesar de que resulta imposible, en crónica ceñida, comentar la totalidad de los cuentos escritos por el autor, “El chorizo del capitán Maldonado”, destila aquello de “quien lo hace lo paga”. Maldonado, un viejo esbirro, integrante del injusto sistema penitenciario castrista, cuando menos lo esperaba, confiado en la impunidad y la corrupción del poder rector, golosea un chorizo que manos justicieras contribuirán para que el sicario quede, para siempre, embutido del embutido.
Y entrando en la novelística de Manuel C. Díaz el lector encuentra, desde la primera fabulación: “El año del ras de mar”, (Ediciones Universal 1993), el agua como elemento que castiga y purifica, con implicaciones religiosas, el proceder erróneo de los hombre; algunos hombres. La lectura se inicia cuando en el anegado edificio, que fue cuartel de la abolida policía política del castrismo (G2), un investigador, nombrado por la Junta de Salvación Nacional, rescata de la humedad el expediente policial de Ramón Ignacio de la Caridad Cartaya Fonseca, personaje que, tiempo atrás, en pleno apogeo del totalitarismo castrista, compartió prisión con el hoy investigador. Los recuerdos se destapan y con ellos la evaluación de la accidentada e inútil existencia que la llamada revolución cubana le otorgó a Ramón Cartaya.
“Subasta de sueños” (Ediciones Universal 2001), segunda novela, es un argumento en el cual, por medio de tres personajes, ancianos empobrecidos, que compartieron la aventura boliviana de Ernesto (Che) Guevara, el lector se introduce en la niebla, de deterioro permanente, en la que el castro-comunismo ha sofocado a Cuba.
“Esta ciudad se está hundiendo. ¡Y nosotros con ella!”, protesta el coronel Juan Rivera. En tanto el capitán Gustavo Mustelier, se impone seguir creyendo en la Revolución, a pesar de que perdió un hijo en Angola. Desgracia que Emelina, su mujer, no perdona. Emelina fragua venganza y en el ínterin busca consuelo, sexo-espiritual, entre las piernas de un santero vecino.
El otro, Maximiliano Aguilar, esta inválido. Tiene una hija “jinetera” y sueña con tener una silla de ruedas. Un español, amante de la hija, un día le dice: “Créame don Maximiliano, aquí todo está a la venta; desde la famosa guayabera de Joseíto Fernández hasta la batuta de Benny Moré”.
En su tercera novela “La Virgen del Malecón” (Ediciones Baquianas 2013) una campesina del oriente del país, en medio de un naranjal, bajo un aguacero, recibe un mensaje de la Virgen de la Caridad del Cobre. “¡Ay Conrado la Virgen me habló!”, la mujer gimotea. “¿Qué te dijo?, el marido inquiere. “Que debemos regresar a la fe o nos espera un castigo terrible”.
Y el castigo al que el autor, de manera indirecta, ya se había referido en “El año del ras de mar”, aquí se hace presente en un maremoto que arrasa buena parte de La Habana, convulsionada por atentados fallidos, hermanos que, presuntamente, se traicionan y arrepentimientos tardíos. Las aguas limpian, el oleaje se aquieta y la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, a nivel del mar, de frente al malecón, asoma, en todo su esplendor para finiquitar, con justicia divina, las injusticias humanas que, en su momento, barruntó el fallecido tío Oscar, a inicio del régimen castrista, cuando profetizó: “Esta sangre nos va a alcanzar a todos”, y halló, más tarde, resonancia en la santera que, oteando el futuro, exclamó: “Todo lo que veo es sangre”.
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