Nunca he entendido eso, estaba saludable, me pasaba el día correteando por el barrio y al mismo tiempo dentro de mi hogar todo se lo pedía a mi madre. Sin tan siquiera decir “por favor”.
Les aseguro que dije “Mami, alcánzame un vaso de agua” más de 100 veces. Y la pobre, estoicamente, me los traía.
Supongo que todo comenzó un día -teniendo cuatro años- que sufría una fuerte gripe y ella cada cinco minutos me traía algún remedio casero, y me acostumbré.
Ya, desde que amanecía, desde mi cuarto, desde la cama, vociferaba: “¡Mima, alcánzame el desayuno!” Si se demoraba un ratico volvía a insistir en el injusto pedido.
Una mañana, antes que mi padre se fuera al Ayuntamiento, la escuché decirle: “Esteban, me parece que tu hijo me ha cambiado el nombre y ahora soy “Mamá, alcánzame”. Ese fue el primer leve gesto de rebeldía. Me sonreí, ignoré la simpática queja y seguí con la “pedidera”.
Hasta el día en que cumplí 10 años, y desde que abrí los ojos hice mi primera exigencia: “¡Mamá, tráeme el café con leche y pan con mantequilla!”
Abrió muy molesta la puerta de mi cuarto, se puso las manos en la cintura y casi me gritó: “Chico ¿tú no tienes pies y manos y perfectamente puedes tú solito traerte todo lo que requieres constantemente?” Me dio las espaldas y se fue a la cocina.
Remedio santo, mi querida madre me quitó de raíz esa mala costumbre. Desde allá añadió: “Y, dicho sea de paso, los domingo no cocino más, a la una de la tarde se acabó lo que se daba”.
Y les juro que nunca-durante el resto de mi vida- le he pedido a nadie que me traiga nada.
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