Por Eladio Secades (1950)
La inoportunidad es una virtud negativa. Es el traje de la gracia, pero puesto al revés. Se puede nacer con el don de la inoportunidad como se nace con inspiración o con el pie plano. El poeta es un acontecimiento biológico que ya no tendrá remedio. Todo inoportuno que se respete debe transmitirnos sus preocupaciones y recordarnos las nuestras. El inoportuno estorba a los enamorados y alarma al enfermo. Es decir, llega antes del beso y después de la gripe. Nos hace reír con el cuento que ya nos habían contado. Nos traen la noticia mala y nos pregunta, por qué estamos tan gordo o por qué estamos tan flacos. Es el tipo que en la conversación dice aquello de “para no cansarte”.
No se conoce una racha de pobreza sin el amigo que nos ve zurcidos los codos, deshilachada la corbata y quiere saber si seguimos en el mismo empleo. Inoportuna es la señora que se presenta de visita cuando la familia pensaba salir. Y el gordo que entra al ascensor cuando ya está lleno. Claro que existen numerosas maneras de la inoportunidad. Desde el que nos quita el
periódico en la calle y se pone a leerlo al matrimonio que tiene una hija en segundo año de piano. Pero ya toca algunas cositas.
La madre dice que para que la oigan un momento. El padre observa que a la muchacha le da pena cuando hay gente. Y la cosa termina cuando todos reconocen que a esa edad parece increíble. Se afirma que nada hay más ridículo que el chaleco de fantasía y aquellas novias de antes que se retrataban tocando la mandolina. Pero hay que pensar seriamente en el compañero de oficina que tiene una hija que recita. Los recitadores muy rara vez son artistas. Son cómplices de los poetas.
En todo barrio criollo existe el tipo que es una extraña mezcla de “pesao” de caretudo y de inoportuno. Lleva la pena con los mástiles rotos. Casi siempre es el haragán de la familia, que cultiva dos grandes preocupaciones: la novia de teléfono y la entrada del cine. Cuando un cubano dice a ser cariñoso por teléfono, no hay quien pueda ganarle. Se añade al aparato. Pone cara de cursi en la vuelta del vals. Se enrosca en sí mismo y cree que las horas son minutos y que su palabra de repostería hace reír al corazón, que palpita en la otra punta del cable.
El nuestro es el único país donde hay amantes que se idolatran primero y se ven después. Y matrimonios que se conocieron en un cruce. El inoportuno del barrio es popular por lo mismo que es improductivo. Ha descubierto la manera de que todos les sirvan sin pagarle a nadie. Al limpiabotas le pide que le pase el paño. No te pongas bravo “monina”. A la Barbería va a leer las revistas y pasarse el peine. Porque Mongo es su socio. En el café, el vaso de agua. En el lunch, la lasquita de pierna, y así, hasta que le llegue del cielo el momento de salir del erizo y entrar en la guanábana.
El campo más propicio para la inoportunidad es el bailecito en una casa particular. El criollo le llama bailecito a la versión ciudadana del Guateque. Que es una responsabilidad que en radio, comprado a plazos cómodos, ha heredado del fonógrafo de bocina. En este proceso de diversión casera hubo también la pianola. Que representa la Edad Media del baile en familia. La pianola fue la distancia más corta existente entre la música y la bicicleta. Cuando la inventaron se conmovió el siglo después se supo que la pianola era el organillo de los pies. Melodías envueltas en papel de inodoro, arte por sistema de perforaciones que produjo aquellos virtuosos del teclado que tenían que sujetarse bien para no caerse para atrás.
La pianola no hubiera muerto nunca si la hubieran presentado como la patente de corso para bajar la barriga con música. Los gimnasios entre sus aparatos numerosos tendrían la pianola que desapareció de las salas. Con ese odio infinito que tiene que despertar a la sociedad civilizada un elefante doméstico.
Lo más notable del baile en una casa particular es el joven tímido. La timidez es una desgracia que aprieta el cuello y que da ganas de meter las manos en los bolsillos. Es el tímido el que descubre que hace años que no se recuerda un verano igual. Vive el temor de tener los zapatos sucios y la maldita duda de que no haya acabado de abotonarse. Lo primero lo remedia cruzando los pies y escondiéndolos debajo de la silla, lo segundo, mirándose de reojo.
El tímido no habla, ni baila ni se mueve del asiento. Tiembla ante una muchacha bonita y enrojece por una broma. Cuando le dan el inevitable ponche no sabe dónde poner la copa. Cuando fuma se quema las puntas de los dedos sin saber dónde arrojar la colilla. En ese momento llega la señora de la casa, cordial e inoportuna. Le extraña, que no se diga, ¡en sus tiempos!… ¿Qué hace Ramón que no baila con Luisa? Y tú muchacha que pareces una pasmada. Luisa se avergüenza. El tímido se traga la saliva. Y cree una salida original asegurar que el baile no le llama la atención. Pero como la vieja, insiste Luisa y Ramón bailan en medio de un silencio salpicado de pisotones. La torpeza para bailar el hombre la justifica con el consuelo de que en otra época era un loco por la música. Es decir, que es un mundano arrepentido. La mujer le echa la culpa a mamá que ya no la lleva a ninguna parte.
De la compañera de baile, con quien no tenemos confianza, nos separa la paradójica proximidad de un abismo. La abrazamos con el desagrado del que acaricia a un gato a contrapelo y le pedimos perdón para que no vaya a confundir la impericia con el acoplamiento. Esto explica que, para las personas inteligentes, bailar mal sea un secreto de familia como comer de cantina y tener una tía que no se ha casado, pero que tiene un amigo que la ayuda. Felicidad incompleta porque a la tía le falta bastante para ser esposa y el amigo paga los gastos sin llegar a la categoría de filántropo.
Habíamos quedado en que hay personas que tienen el don divino de la inoportunidad. He aquí un ejemplo. En un bailecito de casa particular hay muchos jóvenes. Y pocas muchachas, la ley de la oferta y la demanda arrincona a una pobre señorita condenada a volver sin haberse estrenado. Estruja la cartera entre los dedos nerviosos. Se arrepiente de haberse embullado tanto y lleva el compás con la punta de un pie. No podrá decir al día siguiente que se ha divertido, y eso es lo peor. Tendrá que deplorar que los muchachos eran muy pesados. Lo notable es que en estos casos no falta la vieja que descubre su aislamiento y le destroza en altavoz con la pregunta terrible:
–¿Usted no baila?
A la interrogación sigue una sonrisa indefinida. Y un “no, señora” … Que contiene la misma insinceridad de los que no pueden comprar ropa negra y sentencian que el luto se lleva en el corazón.
Hay también la inoportunidad del amigo viejo que nos cargó de pequeño. Y el que vio nacer a la mujer que ya tiene novio. Y ella siente a través del recuerdo el bochorno del pañal y el ombligo. De todos los personajes que van al espectáculo de una boda, el inoportuno por excelencia es el que le dice a la hermana soltera que ahora le toca a ella. Y en el bautizo, el inconsciente que le recomienda que se anime al matrimonio que no ha tenido hijo. Como si eso fuera cuestión de llegar a la alcoba con unas castañuelas.
Hay la preocupación humana porque los demás se casen y después porque tengan hijos. El cubano es una fiera si se quiere casar y no encuentra trabajo, aunque no tan fiera como en los casos en que no se quiere casar y no quiere encontrarlo. Pero ya eso corresponde al capítulo vernáculo del amor, que se deja para la próxima zafra.
Inoportuno, son los aguafiestas que ven pasar a una pareja de enamorados y le chequean la felicidad con la vista. Ese amigo de confianza que entra en la casa sin avisar y se mete hasta la cocina. También los que van a dar el pésame cuando ya empezaba a olvidarse el dolor. Lo peor de un muerto en la familia no pasa cuando ha terminado el entierro. Todavía faltan las explicaciones de los que no fueron porque no se habían enterado. Inoportuna es la señora rica y cursi que presume de conocer los perfumes por el olor. Equivocándose con precisión admirable. Es la misma que identifica las pieles legítimas cuando una muchacha pobre lleva un zorro plateado. Ya se sabe que un hombre le compró la piel y que las amigas les arrancan el pellejo. Tener un “silver” auténtico es tener la esperanza de que llegue el invierno. Es decir, la única posibilidad nacional de tomar chocolate.
El inoportuno es un ser que ha nacido con ojos de lechuza y alma de editorial. Perderemos de vista a algunas personas, pero las encontraremos a tiempo para que nos anuncien una desgracia o para que nos digan que nos estamos quedando calvos.
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