LOS PERFILES DE UN BUEN PADRE

10 de junio de 2025

Todos sabemos que Jesús era el genio de las parábolas. Entre éstas hay una que es considerada, por muchos autores la historia corta más bella que se haya escrito jamás. Nos referimos a la parábola conocida como “El Hijo Pródigo”. Algunos la llaman “el padre amoroso”; otros “el regreso de un arrepentido”; pero el título tradicional es el que hemos apuntado. Como un aporte a la celebración del Día de los Padres queremos compartir con los queridos lectores esta “parábola del hijo pródigo”, una joya preciosísima del Evangelio según San Lucas:

Cierto hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos le dijo al padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”. Y él les repartió sus bienes. No mucho después, el hijo menor, juntándolo todo, partió a un país lejano, y allí malgastó su herencia viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino una gran hambre en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces fue y se acercó a uno de los ciudadanos de aquel país, y él lo mandó al campo a apacentar cerdos. Y deseaba llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; pero nadie le daba nada.

Entonces, volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos de los trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, pero yo aquí perezco de hambre!. Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre, He pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; hazme como a uno de tus trabajadores”. Levantándose, fue a su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión por él, y corrió, se echó sobre su cuello y lo besó. Y el hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo”; pero el padre le dijo a sus siervos: “Pronto, traigan la mejor ropa y vístanlo; pónganle un anillo en su mano, y sandalias en los pies. Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos porque este mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Y comenzaron a regocijarse”. 

La trama, como se ve, es bien sencilla. Se trata de un muchacho, de pronto convertido en rico, que se alejó del hogar, encantado de recorrer libremente los recodos del mundo. 

Este hecho es reiterativo, especialmente hoy en nuestra sociedad. Son incontables los padres que desconocen el paradero de sus hijos, y viven con la agonía de no saber ni siquiera si están vivos. Fui instrumento de Dios en un caso muy conmovedor. 

En cierta ocasión, hace ya veintitantos años recibí una carta de un joven preso en una cárcel de Los Angeles, que había abandonado el hogar para internarse en el sórdido mundo de la delincuencia. Me decía este joven que había aceptado la fe cristiana en la prisión y que estaba en un lindo proceso de regeneración; pero quería saber si sus padres lo aceptarían. Recuerdo la expresión en el rostro de este hombre, y el tono de su voz. Entre lágrimas me dijo: “el se fue, pero nosotros nunca nos hemos separado de él. Por lo que ha sufrido, y por lo que nos ha hecho sufrir, es el hijo al que más hemos querido”. En menos de un par de semanas padre e hijo se abrazaron en un salón de visitas en la cárcel y desde entonces jamás han vuelto a separarse. Una de las más vibrantes características en el corazón de un padre es la vigencia de su amor. Un padre bueno ama más mientras menos amor parece, merecer el hijo descarriado.

Vivió alegre y perdidamente el joven de la parábola, desmemoriado de la familia dejada atrás y confiado en la profundidad de su bolsa, hasta que llegó el día en que la fortuna se disipó, y con ella se esfumaron los amigos y las amigas. Solo, con hambre y sin techo, harapos de ropa y desengañado, asediado por el frío de la noche, pensó en su padre. De tal manera añoró el lejano hogar, que decidió regresar, no ya como hijo, sino como un vagabundo que pedía un poco de trabajo. Preparó su discurso, emprendió la larga e inquieta caminata pensando que iba como un extraño, sin saber que seguía siendo hijo. No hay límite para perdonar en el corazón de un buen padre. En el caso de la parábola no hubo reproches ni quejas, no hubo acusaciones ni lamento, lo que hubo fue reconciliación. El verdadero padre ama y se entrega al bello sentimiento de la reconciliación para con sus hijos que le hayan fallado.

Pero no son tan solo el sentimiento del amor y el espíritu de reconciliación las grandes virtudes en el corazón de un padre. En esta hermosa parábola bíblica estamos frente a un padre que perdonó y restituyó. He conocido casos tristes en que un padre ha dicho ‘perdonar’ pero ha sido incapaz de renovar su confianza en el hijo que una vez le falló. 

Un amigo nuestro, ya fallecido, tenía un hijo, que como él decía, “no dejaba de darle dolores de cabeza”. Una tarde el muchacho le robó el automóvil y después de cometer varias infracciones un policía lo detuvo y fue encarcelado. El padre pagó la fianza, lo ayudó en los procesos de la corte; pero cuando el muchacho recobró la libertad, le alquiló un pequeño apartamento, lejos de la casa y le dijo que viviera su vida; pero que no regresara al hogar pues no quería correr el riesgo de que echara a perder a sus hermanos con su comportamiento. 

En varias ocasiones pedí a este afligido padre que intentara darle una nueva oportunidad al muchacho; pero insistió en que estaba ayudándole económicamente; que lo había perdonado; pero que no le quería más en su casa. Una noche de febrero le dieron la noticia de que su hijo había muerto en un inexplicable accidente de tránsito. Nunca más ha habido felicidad en esa familia. Nuestra parábola nos enseña que el amor no puede ser incompleto, ni el perdón puede limitarse a una mera declaración verbal. Es necesaria la retribución propia del amor.

Fijémonos en la parábola: “era muerto, pero ha vuelto a vivir”; “se había perdido, pero ha sido hallado”. Solamente un padre de corazón grande es capaz de ver a su hijo perverso en estos agraciados términos.

Finalmente, confieso que me encanta la brevedad con que se dice que el padre, al descubrir el regreso de su hijo, se lo echó a los brazos y lo besó. Lo mandó a asearse y a vestirse después que lo besó. Lo abrazó tal como llegó, sucio, mal oliente, haraposo, con la ropa hecha trizas, los pies llagados por los guijarros del camino y los labios desbaratados por el rigor de la sed. El amor es así de espontáneo e impulsivo. Hay padres que aman a sus hijos porque éstos son buenos, algo que es meritorio; pero amar a nuestros hijos antes de que vuelvan a ser buenos después que han fallado es vestir al amor de sacrificio, iluminándolo con la presencia misma de Dios.

El retrato  de San Lucas, tomando como base las palabras de Jesús, nos presenta a un padre como debieran ser todos los padres. Y gracias tenemos que dar los que hemos tenido, o tenemos a un padre que sea así, como el de la parábola:

Un padre que no se ausente de su hijos, aunque éstos se les vayan, que les ofrezca amor en sus momentos de necesidad, que los reciban con alborozo al regresar, los acepten como llegan, los perdonen, se reconcilien con ellos y les ofrezcan un nuevo lugar en el seno de la familia.

Y a los hijos, refiriéndonos al Día de los padres, les recomendamos que nunca los hagan sufrir. Un buen padre es para engalanarlo de alegrías, hacerlo sentir orgulloso y admirarlo siempre con amor fecundo. 

¿Hubiera regresado el hijo pródigo si su padre no hubiera sido así?

Temas similares…

0 comentarios

Enviar un comentario