Por Herminio Portell Vilá (1950)
Cuando terminaba de leer la edición definitiva de la “Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España” (México, Robredo, ed., 1944, 3 vols.), que el culto y excelente amigo Dr. Teodoro Johnson me había traido de México, de regalo, fue que me llegó el ejemplar de “Con el rifle al hombro”, Horacio Ferrer (La Habana, “El siglo XX, 1950, 403 pg.), que también acabo de leer y no he podido menos de cavilar sobre la cualidad de ruda franqueza que en común tienen el libro del hidalgo español y del hidalgo cubano, separados por
siglos de la historia de Cuba y por el hecho fundamental de que uno relata hechos de la conquista, es decir, de la imposición violenta de una dominación extraña, mientras que el otro los describe en cuanto a la liberación de la tierra de donde salió Bernal Díaz del Castillo en el siglo XVI para ir a conquistar México.
El conquistador y el libertador escriben sus memorias al cabo de muchos años de la realización de las hazañas de que participaron; el lector los ve como si se hubieran colocado en un punto de ventaja para derramar la vista hasta alcanzar una gran distancia, y que desde allí, serenos en la perspectiva que dan los años, satisfechos con la obra hecha y deseosos de que las nuevas generaciones que hoy disfrutan de lo que ellos hicieron, lleguen a saber cómo fue que se fundaron esas nuevas situaciones que sustituyeron en el un caso al imperio azteca y en el otro al imperio español, hacen el relato. La ruda franqueza del estilo y de la expresión en ambos libros no oculta sino que destaca aún más, la sinceridad con que se hace la narración, el orgullo de haber participado de una gran empresa histórica y la noble preocupación de estimular sentimientos de patriotismo, de libertad y de progreso en sus lectores.
Bernal Díaz del Castillo completó su famosa obra ya octogenario y Horacio Ferrer publica la de él cuando es septuagenario; pero ambos escogen de sus vidas el período de los hechos relevantes en los que pueden encontrar ejemplos estimulantes y detienen el relato en el momento en que no los hay, cuando la confusión entre el ideal y la realidad parece llevarles a la conclusión de que ya no hay historia digna sino para criticarla y que, por tanto, conveniente es que haya mejores hombres que hagan mejores cosas.
No creo que sea necesario presentar al lector al Dr. Horacio Ferrer, oftalmólogo ilustre, comandante del Ejército Libertador, coronel del Ejército Nacional, secretario de la guerra en 1933 y cubano de limpia ejecutoria que figura en los cuadros de la Academia de Ciencias y de otras sociedades profesionales y culturales de Cuba y el extranjero. Sí vale la pena, sin embargo, que destaquemos en él la virtud de aquella legión de hombres heroicos que un día hace ya más de medio siglo, ante la indeferencia de la mayor parte de sus compatriotas y a pesar de la hostilidad más o menos encubierta de todas las naciones, decidieron lanzar el reto final a la dominación española sobre Cuba, arriesgándolo todo para dejar sentada la gran verdad que hoy afectan ignorar los cubanos nacidos en la época republicana sobre que a ellos debemos la independencia de que disfrutamos y de la que a ratos tan mal uso hacemos.
Hay encanto singular, sencillo y espontáneo, en el relato que hace Horacio Ferrer de sus primeros años en el pueblo matancero de Unión de Reyes cuando ya terminaba la Guerra Grande y comenzaba el período autonomista; pero cuando los niños que después serán los soldados del 95 recitaban entre ellos el Himno del Desterrado”, de Heredia, “El Juramento”, de Teurbe Tolón y otras composiciones de la poesía revolucionaria cubana, que prometían la libertad y la independencia. La madre de Horacio y de Virgilio Ferrer, quien les dice en los albores de la Revolución de Martí a sus hijos: “ustedes tiene dos madres: la patria y yo; pero es Cuba la que los necesita más”, es de la estirpe internacional de la madre de los Graco y de nuestros Maceo, mujeres extraordinarias, fundadoras de naciones más que de familias.
Mi condición de profesor me ha puesto en contacto durante los últimos veinticinco años con dos generaciones de cubanos de la era republicana, las dos surgidas después de la mia, que fue la primera nacida en Cuba Libre. Había en mi niñez una actitud reverente para los forjadores de la independencia que nos electrizaba a los niños de entonces. Allá en Cárdenas, mi cuidad natal, los muchachos veíamos con respeto y admiración al macheteado comandante Cazimajou, un mutilado de marcial talante, o al famoso capitán “Pelón”, o al comandante Miquelini, o al general Carlos M. de Rojas y a otros, quienes eran los héroes locales de la independencia. En las fiestas nacionales íbamos con una flor hasta el Mausoleo de los Mártires y en la cripta donde estaban enterrados los patriotas muertos por la jurisdicción de Cárdenas, leíamos y releíamos los nombres que figuraban en las lápidas sepulcrales y los contábamos para tener una idea de cuántos habían sido los cardenenses que habían dado sus vidas por la independencia. Mi generación por lo menos entonces, porque después ha habido lamentables defecciones, estaba dominada por un sentimiento de emulación y veía con orgullo que entre los libertadores había habido un buen número de nuestros coterráneos y que allí teníamos a los supervivientes, como reliquias de un pasado heroico.
Esos sentimientos no están de igual modo vivos y firmes en las generaciones más jóvenes y a cada rato tengo oportunidad de comprobarlo en conversaciones y en lecturas. Horacio Ferrer destaca un caso bien concreto por su cuenta al comentar el manifiesto de aquella sociedad revolucionaria que fue el “ABC”, publicado en 1932, cinco años después de que Cuba se agitaba contra la dictadura machadista y en el que se culpaba a los libertadores por no haber gobernado mejor a Cuba.
Yo puedo agregar que a veces en la Universidad de La Habana he escuchado y rebatido parecidas manifestaciones en bocas juveniles que viven de espalda a la historia de Cuba, presas de un complejo de admiración por figuras extrañas a nuestro pasado o en situación de críticos implacables de las lamentables realidades de hoy sin parar mienten en que mucho de lo que ahora padecemos es la colonia redimida porque a la Revolución Cubana, la única y verdadera, se le arrebató su triunfo para apuntalar el antiguo régimen.
No hace mucho que uno de los estudiantes y de los dirigentes, en una explosión de ira ante los escándalos del inciso “K” del Ministerio de Educación, en tiempos de Batista y de Grau San Martín; pero más aún en la época de las máximas desvergüenzas del Ministro Alemán, llegó a decirme que “¡Estábamos mejor en tiempos de España!”. Naturalmente que no me callé ante el despropósito y que con toda energía le destaqué la realidad del casi increíble abandono de la educación pública entre nosotros durante la época colonial, del que Cuba se ha redimido mucho; pero la conclusión que saqué fue la que aquel estudiante no sabía una
palabra de historia de Cuba salvo unos cuantos nombres asociados con monumentos nacionales; pero que no le decían la tremenda verdad de un pueblo sometido a terrible tiranía, a explotación desapoderada, a permanente atraso y a la más condenable corrupción administrativa por un siglo más que todos los otros que habían formado el imperio colonial español en América, durante los tiempos en que todas esas lacras habían sido peores en España como fue bajo Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII y la Regencia de María Cristina.
Los que descargaron y descargan tales condenaciones contra un veterano que fue inferior a sus reponsabilidades como gobernante tales los casos de Estrada Palma, Gómez, García Menocal, Zayas o Machado, sin rubor después se corresponsabilizan con un Batista o con un Grau San Martín en nombre de una novedosa “Revolución” que ha hecho más
millonarios políticos en veinte años que todos los que ha habido en Cuba desde que Bernal Díaz del Castillo salió en 1517 para su primera expedición a México. Peor aún, después que esos personajes corrompidos dejaron el poder, mantienen con ella relaciones de amistad y de militancia política y están siempre dispuestos a colaborar en la vuelta al poder de quienes superaron en ineptitud el aprovechamiento a los peores de entre los malos gobernantes de extracción veteranista.
En cambio, los veteranos dignos, capaces, íntegros y que en la paz han seguido viviendo la vida virtuosa de lo libertadores, que son los más y, por cierto, los verdaderamente representativos de la generación de los libertadores, y aunque se trate de simples soldados, ésos han sido dejados a un lado por esas mismas nuevas generaciones de críticos implacables.
El libro de Horacio Ferrer no exculpa al que fue “majá” durante la Guerra de Independncia; por el contrario, en sus páginas hay fundamentales revelaciones en cuanto al “majaseo” que despertaba la cólera del general Máximo Gómez y le hacía prorrumpir en denuestos y amenazas que, conocidos de la época reciente por la publicación de su “Diario de Campaña”, ha hecho que algunos individuos que en la manigua nunca se atrevieron a enfrentarse con las iras del “Chino Viejo”, ahora a saludable distancia en el tiempo, disparen contra el gran caudillo los dardos de su despecho.
Hay por otra parte en este libro páginas que son relatos de pasmosa temeridad, cuando no de esa imprudencia que a veces despierta las simpatías de los dioses de la guerra y les lleva a perdonar y proteger la vida de un loco heroico, quizás si para que sirva de estímulo y de ejemplo para otras hazañas de valor y de patriotismo. En el combate de Coja de Tana, Camagüey, en 1895, cerca del paraje que había sido teatro de la dura acción de las Minas de Tana, en 1869, Horacio y Virgilio Ferrer tuvieron uno de sus primeros combates con los españoles. El propósito era el de intercertar un convoy militar que iba de Camagüey hacia Guáimaro con buena escolta veterana. Virgilio Ferrer tenía por toda arma un revólver calibre 32, sin municiones de repuesto, y a Horacio Ferrer le “prestaron” otro revólver, propiedad de un barbero camagüeyano, que era una extraña arma de combate, pues le faltaba el pasador encargado de sostener el cilindro en el que van las balas, y para dispararlo había que sujetar el cilindro con las manos.
Los españoles sabedores de la emboscada preparada, le hicieron fracasar y dispersaron a los cubanos después de causarles no pocas bajas. Corrieron los mambises en todas direcciones, tanto que el coronel Ferrer anota que “… el soldado correo de Maratón no corrió más veloz que nosotros”.
El comentario final, y sin embargo, a más de cincuenta años de la fecha, que hace el coronel Ferrer, es muy interesante. Si el jefe mambí, tan improvisado como sus bisoños soldados, hubiese construído una trinchera para la emboscada, el resultado habría sido otro, “…pero nuestros jefes, dignos sucesores de Hatuey, tenían a menos pelear resguardados por trincheras…”
En otra observación que anotó el coronel Ferrer destaca que el coronel español Pablo Landa Arrieta era particularmente cruel en Camagüey, donde realizó fechorías de la peor clase, fusilando y torturando prisioneros, maltratando la población civil, etc; pero que al llegar la independencia se quedó a vivir en Cuba y aquí estuvo hasta el fin de sus días sin que nadie le llamase a responder por los crímenes. Así ocurrió en todo el país y los más siniestros guerrilleros y traidores disfrutaron de la independencia y hasta alguno pretendió y quizás si lo consiguió, cobrar pensión de veterano.
En realidad la mejor demostración de que los cubanos como pueblo, tenemos poco de las tareas de los españoles está en la actitud de tolerancia y hasta de indiferencia con que al cesar la dominación española contemplamos a los peores enemigos de Cuba en el disfrute de las libertades que tan sañudamente nos hemos ganado.
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