LOS GORDOS

Written by Libre Online

6 de mayo de 2025

Por ELADIO SECADES (1957)

Hay un tipo de deporte que casi nadie se ocupa de estudiar. No es el deporte que se practica por puro placer y por esparcimiento. Tampoco es el que se ejecuta por febriles afanes de batir un récord. Es el deporte que ha adquirido categoría de medicina y la magnitud de un sacrificio metodizado. La gimnasia, por ejemplo. 

La gimnasia es un acreditado patente sueco para reducir el vientre. Hay mujeres que se acuerdan de la gimnasia cuando empiezan a olvidarse del marido. Y empiezan a olvidarse del marido cuando les asalta la obsesión de embellecerse para agradar a los demás. 

Si millares de mujeres no se arreglasen para agradar a los demás, no desagradarían al esposo metiéndose en la cama con la cara llena de crema. Media hora después de la zambullida en el lecho, junto al hombre roncará con la boca semi abierta una especie de momia con el rostro listado de reflejos. No hay que significar la magnitud del sacrificio si al día siguiente el pobre marido recibe de su compañera la noticia de que se le ha saltado un hilo de la media. 

Para enseñar la larga perforación del hilo saltado, la mujer levanta la pierna y muestra la pantorrilla. Aunque se trate de una gloriosa superación de Venus, el acto estará despojado de todo rasgo de coquetería.

El hombre que nunca ha hecho deporte, o que después de hacerlo se abandonó a ese mal delicioso que la gente de mundo llama “vida sedentaria”, va registrando la dilatación del abdomen en el termómetro infalible que son los agujeros del cinturón. Un día adopta el gesto bravío de disponerse a evitar la obesidad galopante y entonces empieza a hacer gimnasia.

 Por la mañana abre las puertas, junta los talones y en paños menores empieza a curvarse hasta tocar las puntas de los pies con las puntas de las manos. Sin doblar las rodillas. De pronto se detiene y respira fuerte. Primero, veinte veces. Luego irá aumentando con lentitud, hasta fatigarse atrozmente y condenar a la criada a ingeniosos disimulos para aguantar la risa. Porque no vamos a negar que no hay nada en el mundo más gracioso ni más ridículo que un viejo gordo haciendo calistenia y contando en voz alta: uno, dos, tres…

Los tiempos han ido alterando el concepto de la belleza. Antes una mujer bella, lo que decían los españoles una mujer guapa, debía tener el peso que hoy tienen las señoras que les declaran la guerra a las salsas y hacen la digestión de pie. Al pasar aquellas hembras de antes en loco y pecaminoso estremecimiento de matas, los hombres se cuadraban para elogiarle el salero, mirándoles fijamente a las caderas. Y eran más garbosas cuando eran más gordas. 

Ahora las chulapas retiradas de la circulación son las pobres esclavas de los maestros de cultura física. El maestro de cultura física es un señor que publica anuncios con la fotografía de un Hércules y trata de convencer a los clientes de que semejante ejemplar de belleza masculina era un gordo glandular que se animó a un curso de veinte lecciones. 

El maestro de cultura física por regla general es un barrigón que sacraliza el compromiso de reducir el abdomen de los demás, para que el suyo propio no sea reducido por el hambre. Que es el más infalible de todos los métodos que se conocen para adelgazar. Después de la mujer celosa, naturalmente.

Así como el hombre para la lección de gimnasia sueca abre las puertas, la mujer, que tiene más noción de lo cursi y de la lengua de la vecina, las cierra. Sin que nadie la vea, puede hacer la suerte de la bicicleta imaginaria, pedaleando en el vacío, como una fórmula muy recomendable para endurecer los músculos del vientre. 

La muchacha ideal de nuestra época, de acuerdo con los patrones de Hollywood, debe ser tan delgada, tan masculinizada y tan campechana que si le quitamos la edad y la pintura, parece un amigo. La ciencia ha puesto a la disposición de las mujeres gruesas la presunta bendición de la cirugía plástica. Utilizada con fines estéticos, la cirugía plástica es la chapistería de la medicina. El chapistero arregla las carrocerías abolladas con tal habilidad, que las deja como si fuesen nuevas. 

Pero el automóvil seguirá siendo del mismo año. Igual les sucede a las señoras que se entregan al prodigio del bisturí para atesar las carnes que el almanaque o el abandono han hecho frágiles y fofas. Lo vivido no se puede desvivir, ni liquidar, así como así en una mesa de operaciones. La venerable dama que antes podía lanzarse a nadar sin salvavidas puede de la noche a la mañana presentarse con el pecho del tamaño de una colegiala. 

Pero los progresos del arte operatorio no alterarán nunca la fecha de inscripción en el Registro Civil. Los mejores cirujanos plásticos en Cuba son esos fotógrafos modernos que retratan viejas y producen jóvenes encantadoras. Y que al influjo de cuyos retoques maravillosos, las madres se parecen a las hijas. Y si los apuran mucho, las abuelas se parecerán a las nietas. Gimnasia de cuarto oscuro.

Vivimos una época en que la obesidad ajena constituye una preocupación casi nacional. Hay amigos que nos saludan mirándonos a la barriga. Para aconsejarnos que hagamos algo. Aunque sea suprimir la comida de por la noche. Para las mujeres la gordura de la amiga es materia de murmuración con gratitud de chisme. ¡Cómo se ha abandonado Estersita desde que se casó con Roberto! No saben a dónde va a parar. ¡Qué bárbara! Y tan mona que lucía cuando estaba soltera. Ya nadie podrá evitar el desahogo criollo salido de lo más profundo del alma femenina: —¡Muchacha, no engordes más! 

La calistenia es la ilusión de los gordos en esta edad en que la gordura es un crimen. Siglo de los deportistas. Sin embargo, costaría poco trabajo demostrar que no hay gordura peor que la del atleta cuando deja de hacer deporte. Los músculos contraídos se sueltan. Como las multitudes cuando cesa una dictadura. Y es que, en realidad, ha cesado la dictadura del training. La obesidad del atleta retirado produce unas barrigas abultadas, deformes y blandas. Como gaitas escocesas. 

Con esa barriga al hombre le da pena hacer el amor. Y le da vergüenza ir a la playa. Es el momento en que se lee en los periódicos el anuncio de un profesor de cultura física que por cuotas reducidas se compromete a unir, en quince días, el ombligo al espinazo. Y allá va al gordo al gimnasio, esperanzado, cuando sale de la oficina. El profesor le quita el agua. Le limita los alimentos y le da una conferencia sobre la importancia de las proteínas. Hay un instante en que el gordo que quiere adelgazar ve un vaso de cerveza bien fría, junto a un sándwich de flauta, colocado sobre un plato con un corte diagonal y no puede contenerse más. O se lo come. O se le saltan las lágrimas. 

Yo soy admirador devoto de la gordura cuando se lleva con dignidad. De la gordura cordial y sincera del gastrónomo. El que cuando lo invitamos a que se quede a comer con nosotros, nos contesta con orgullo y relamiéndose los labios: “No puedo, porque hoy la vieja ha hecho frijoles negros”. 

Ese gordo no sufre restricciones. Porque ni piensa matar de amor a una mujer, ni piensa tampoco hacer películas. Vive su gordura. Trata de conservarla y hasta de ampliarla, con el mismo derecho con que otros conservan y amplían la cuenta de ahorros en un banco. Llega al postre sin la tortura mental de la báscula. El gordo que come y bebe lo que desea y que al levantarse de la mesa se da palmaditas de satisfacción en la barriga. 

El gordo que no anda creyendo en dietas balanceadas y que acompaña la digestión con una buena siesta, es el ser más feliz de la tierra. 

Para comprenderlo bien, es necesario sufrir de ardentía y de gases cuando se come carne de puerco. O vivir con la tortura de la calistenia por la coquetería de no perder la línea.

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