Por Gonzalo de Quesada y Miranda (1939)
Todas las dictaduras—séanse de derecha o de izquierda— tienen en común la indiscutible característica de no ya impedir la libre emisión del pensamiento, sino de querer forjar e imponerles a los habitantes de sus feudos la ideología que llevó y mantiene en el poder a sus mandatarios.
Y precisamente por eso, por temor a perder el poder, es que «los hombres fuertes», llámense Stalin, Mussolini o Hitler, no permiten la crítica de sus actos, ni que se forme siquiera una opinión pública que no sea la oficial.
De ahí que ellos, convertidos en extraordinarios ventrílocuos no se limiten a querer gobernar sus súbditos como marionetas, sino que, cuando los títeres pretenden hablar, sea la voz de ellos, nada más que la de ellos, la que salga de tantas bocas prudentemente enmudecías, o que, de no estarlas, se conviertan prontamente afónicas, mediante las periódicas purgas, de las cuales nos noticia a cada rato el cable.
Y, naturalmente, los primeros en sufrir las consecuencias de la falta de libertad para expresar sus pensamientos han sido y serán los escritores. ¡Cosa que viene sucediendo desde la época de la pluma de Voltaire hasta nuestros días de la menos romántica, pero más expedita Underwood o Remington!
Aunque, desde luego, los únicos escritores perseguidos por las dictaduras son los que se enfrentan con los amos o profesan una ideología contraria, ya que los simpatizadores del régimen, los que se prestan, como diría el gran ecuatoriano Juan Montalvo, a convertir la pluma en cuchara, no tienen ni tendrán nunca problemas.
Entonces, se preguntará, ¿las trabas impuestas en las tres dictaduras principales del mundo, Rusia, Italia y Alemania han acabado en aquellas naciones con la letra impresa, con los escritores?
En general, la contestación podría ser afirmativa, pero tomando en primer lugar el caso de Rusia, resulta que ahí, donde tanto hay de extraño y paradójico, por ser un país peculiarmente distinto a los demás, lejos de afectar la dictadura roja el incremento de las letras, lo ha aumentado de una manera sorprendente, pero lógica, cuando se tiene en cuenta que antes de la revolución que desplazó a los Zares, el analfabetismo era enorme, sobre todo en las grandes zonas campesinas.
Convencido de la gran fuerza de la letra de molde, del libro y el periódico como los mejores vehículos de propaganda entre las masas, el Soviet inició una intensa campaña de educación, enseñándole a millares de obreros y campesinos a leer. Y, quién sabe si por lo mismo que antes el ruso pobre era analfabeto, al aprender a leer se lanzó ávidamente en busca de libros, en primer término, desde luego; de obras de texto sobre agricultura, industria e ingeniería, de los cuales se hacen grandes tiradas populares.
Después, como era de esperarse, el Soviet, que ya había preparado su “Index” al igual que la Iglesia Católica tuvo buen cuidado de no permitir la venta y divulgación de las obras que consideraba desfavorables a sus doctrinas, encargándose en cambio de la ingente tarea de inundar al país de libros Comunistas.
Y las prensas gubernamentales trabajaban día y noche para que las citadas doctrinas fueran asequibles a las legiones de rusos que acababan de aprender a leer.
De resucitar, Marx y Engels, los dos grandes Apóstoles radicales, se hubieran quedado boquiabiertos al encontrar a sus libros, convertidos en catecismos rojos, alcanzando tiradas de tres y más millones de ejemplares en los últimos años, mientras que las nuevas ediciones de las obras de Lenin y Stalin han sobrepasado más de seis a diez millones de ejemplares respectivamente.
Al propio tiempo, los Comisarios del Pueblo, estimulaban a jóvenes literatos a darle a las masas libros de neto contenido proletario, y el resultado fue varias docenas de tan crudo realismo, que hubiera ruborizado al mismo Zola, precursor de aquella escuela.
Pero los genios literarios no se improvisan, y menos en un país donde todo el mundo tenía que ponerse a la dura rueda del trabajo manual para salvarse de la miseria y el hambre. Y para ir llenando el hueco, los Comisarios se acordaron y le echaron mano a las obras famosas de Tolstoi, Turgeneff, Puskin, y se reimprimieron, en primer término la célebre novela «Resurrección».
Luego, se inundó al país con traducciones de Shakespeare, Platón y otros clásicos, que no perjudicaban, sino eran más bien adaptables a la ideología roja, gozando de los autores modernos, gran boga Barbusse, Sinclair Lewis, Dreisser y últimamente John Dos Passos y Hemingway.
Pasada la efervescencia de los primeros momentos, en que cualquier escritor ruso con un poco de imaginación y con fidelidad absoluta a los postulados rojos, podía ganar bonitas sumas, el Soviet abrió un poco la mano, al extremo de que ya se permite ahora en Rusia escribir pura literatura, sin necesidad de endilgarle al lector indefectiblemente un más o menos velado sermón ideológico, aunque desde luego cualquier desviación o una alusión desfavorable al Comunismo se pagaría con un poco de plomo en el cuerpo o el destierro a Siberia.
En Italia, en cambio, contra lo que pudiere imaginarse, la censura literata es mucho menos directa, posiblemente porque el italiano no lee tanto como el ruso o el alemán. El Duce, hombre de acción y conquista, soñando perennemente en imitar a César, lo que más le ha interesado siempre es la pompa exterior, y sabedor de que su pueblo es más amante del «bel canto» y de la pintura que, de las letras, donde a lo más se encuentran poetas y novelistas en gran profusión, no se ha ocupado mucho en infiltrar por medio de la lectura, el pensamiento fascista. Para ello, piensa Mussolini, hay otras maneras más expeditas y mejores.
De ahí que la censura libresca apenas exista en Italia. En primera, por la escasa producción literaria, y porque al público le gusta en general las novelas amorosas de tipo de Guido Da Verona, traducciones de obras extranjeras de aventuras, o libros útiles sobre temas jurídicos, sociales, filosóficos e históricos, de los cuales hay una gran producción actual en Italia. De ello resulta que es más la misión del autor o editor ver lo que publica que del Gobierno. Las advertencias están hechas, y el que se pasa de la raya puesta por el Duce sabe lo que le espera.
Alemania, a su vez, tierra de filósofos y
militares, es naturalmente, donde quizás la censura literaria es más rigurosa y violenta. «Con fuerza amorosa”, —anunció, en cierta ocasión, el Presidente de la Cámara de Literatura Alemana— «hay que llevar a nuestros compatriotas a la lectura de las obras nazis».
Y en efecto, a la voz de mando, se le prohibió primero al pueblo alemán a leer nada que no fuese a favor de la ideología Nacional-Socialista, y para remache de ello, en 1933, se hizo un auto de fe de los libros contrarios al régimen, quemándose en grandes piras, en las plazas públicas, ejemplares de las obras de algunos de los más celebrados escritores alemanes. En su fobia anti-judía. Hitler persiguió a los mejores autores de esa raza en Alemania, encontrándose hoy figuras como Ludwig, Mann y muchos más en el exilio.
Y al pueblo alemán, como cuestión de Partido y de honor para la Alemania nueva se le obliga tener en cada hogar los libros del “Fuehrer» y sus más connotados lugartenientes, libros que deben considerarse como Biblias de la ideología nazi.
No es de extrañarse pues que, con semejante presión, el libro de mayor venta en Alemania sea «Mein Kampf», («Mi lucha») de Hitler, del cual se han tirado millones de ejemplares, con una bonita remuneración para su autor; y que le sigan los de Joseph Goebbels, Alfred Rosenberg y otros amigos y colaboradores íntimos de Hitler.
Y en Alemania, donde se lee mucho, y se estila también regalar libros para los cumpleaños, Pascuas o alguna otra ocasión, casi siempre el donativo es un libro de Hitler o sobre Hitler, generalmente bien ilustrado con retratos de como se dice era Alemania antes de hacerse cargo él del gobierno, y de como está ahora.
Hitler estimula la campaña escrita contra sus enemigos en la forma más violenta, tanto en el texto como en las ilustraciones, de lo cual es patente muestra el libro que se ha vendido en grandes cantidades durante las Navidades de 1938, en Alemania, y que se titula «Oas Deutschland Adolf Hitler» («La Alemania de Adolfo Hitler»).
Entre sus páginas insultantes para los judíos, una de las más llamativas, es un retrato de varias mulatas sirviéndole bebidas a unos jóvenes blancos, y con el siguiente raro texto y argumento: «El que empieza por acostumbrarse a que el «cocktail» se lo preparen en las barras mujeres de color, acaba por convertirse a las ideas de los judíos. Esta maldita campaña negrófila tenía naturalmente su finalidad».
Con este botón de muestra, es evidente que Herr Hitler cree en la propaganda agresiva y que cualquier autor que se le ocurriese no seguir al milímetro su ideología y deseos puede pasarla mal.
El resultado de todo esto ha sido un gran descenso en la producción netamente literaria alemana. La producción de libros técnicos continúa, pero la de novelas y otras obras parecidas es poca, máxime también, cuando se tiene en cuenta que los mejores autores alemanes, por ser judíos o por sus ideas liberales están fuera del país.
Hay, sin embargo, algunos contados autores alemanes que, a pesar de vivir bajo los vigilantes ojos nazis, tratan de manifestarse libremente— haciéndole honor a las figuras de Goethe y Schiller—
valiéndose para ello del empleo de tramas históricas del pasado, pero aún en este caso no pueden aventurarse a ser demasiado claros por el peligro de ir a un campamento de presos políticos.
He aquí lo que se puede leer en las tres dictaduras más imponentes del mundo actual (1939). Lo que no se puede leer, eso es fácil decir y concretarlo, en una palabra: ¡lo que no les guste o convenga a los señores amos de esos países, séanse de derecha o de izquierda!
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